Continuamente nos vemos obligados a tomar decisiones. Ante cualquier dilema, por complejo que sea, la toma de decisiones es un hecho inevitable. Tanto que incluso aquel que ante una determinada disyuntiva no quiere tomar una decisión está ya tomando una, ya que no decidirse por ninguna de las alternativas, no hacer nada o retardar su elección, es en sí misma una decisión que comportará también unas consecuencias.
Ateniéndonos a la teoría económica clásica, debemos asumir que los individuos toman sus decisiones en función de unas preferencias y que estas se rigen por una racionalidad y por el deseo de maximizar (alcanzar el máximo y mejor posible) sus bienes, entendiendo que los bienes son meramente un instrumento para alcanzar el bienestar o la satisfacción.
Es importante entender que al hablar de bienes no nos referimos únicamente a los materiales, sino que también incluimos los inmateriales, por lo que debemos considerar como objetivo igualmente deseable alcanzar mayores cuotas de bienestar moral aunque esto sea a cambio de liberarse de bienes materiales (altruismo).
Según esta lógica, los individuos tenemos un esquema de cuáles son nuestros objetivos y en función de ellos emprendemos nuestras acciones con el objetivo final de alcanzar mayores cuotas de satisfacción o bienestar.
Como en cualquier otro ámbito, en el de la salud y en el de los servicios sanitarios los profesionales de la salud también han de tomar decisiones y del acierto de éstas dependerá la calidad de su trabajo. Atendiendo a estas reglas de racionalidad y maximización del bienestar, cualquier individuo prefiere permanecer en aquellos estados en los que la salud.