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"En la sociedad del conocimiento la riqueza está en las ideas"

d’Alfons Cornella (març 1999)

La educación en la sociedad del conocimiento

El objetivo de las secciones anteriores ha sido claro: presentar el contexto donde hay que considerar desde ahora el conocimiento. Un argumento fundamental, repetido de manera recurrente, ha sido que el conocimiento constituye un activo principal en las sociedades avanzadas, y que como tal hay que tratarlo. Nos preguntamos ahora qué implicaciones conlleva todo ello en la educación, qué cambios cabe esperar en el rol de la enseñanza, la escuela y la universidad, cómo habrá que "enseñar", si tiene sentido, en el futuro más próximo. Es obvio que un objetivo tan ambicioso no puede abarcarse en su totalidad desde un escueto texto como éste -a la redefinición de la función de la educación se dedicarán seguramente miles de páginas en los próximos años, que encenderán debates apasionados donde los haya- pero intentaremos esbozar algunos de los puntos más críticos con algo de detalle.

 

Una población educada: parte de la política industrial

Que el conocimiento sea, como hemos visto, la clave de la competitividad personal, empresarial y nacional, lo eleva desde la esfera de lo cultural a lo económico. En otras palabras, veremos más y más enfoque económico en el diseño de las políticas educativas. Disponer de una población educada no se contemplará sólo como un bien en sí mismo, sino como un componente fundamental de toda política industrial.

Y ello con dos objetivos básicos: primero, que las empresas dispongan de base humana que le aporte competitividad, y segundo, que se pueda generar empleo, porque en un entorno intensivo en conocimientos sólo se crearán empleos muy cualificados, como hemos visto que indicaba más arrriba el estudio de Martin (1998). En otras palabras, la política educativa deberá responder tanto a la exigencia de la "oferta" de empleo (dar a las empresas personal cualificado), como a la exigencia de la "demanda" de empleo (dar a las personas la formación que les permita materializar su derecho al trabajo). En el primer sentido recuérdese, por ejemplo, que en 1998 una de cada seis ofertas de trabajo en el sector de tecnologías de la información y la comunicación en Europa no se cubrieron por falta de candidatos adecuados, con el consiguiente efecto en la competitividad de continente. Por otra parte, recuérdese también que la "industria de la información" es ya la mayor creadora de empleo en los Estados Unidos, puesto que en los últimos años ha generado un 37% de todos los nuevos empleo en el país.

Aparte de estas dos razones obvias (educación para nutrir de capital humano a las empresas, y para materializar el derecho al trabajo de los ciudadanos), hay otras razones, de índole más política si cabe, que aconsejan la inversión de las naciones en educación. Primero, y como decía el Premio Nobel Gary Becker (1997), la educación de la población es el mejor salvavidas de una economía. Un país con un capital humano adecuadamente formado puede superar cualquier tipo de crisis, en especial una crisis financiera (como las que explotan de manera más o menos periódica, y a las que nos tendremos que ir acostumbrando), porque puede responder a los nuevos retos con esfuerzo, innovación, imaginación, en forma de nuevas empresas; pero un país con fallos estructurales en la composición de su capital humano puede tener serias dificultades para generar nuevas oportunidades económicas. Así, la inversión en educación puede considerarse como una especie de "seguro" frente a la fragilidad de las burbujas especulativas de las que dependen, en mayor o menor intensidad, las políticas económicas en la era de la globalización.

En este sentido, es preocupante que la media del gasto público en la totalidad de los niveles educativos en los países de la Unión Europea haya disminuido desde el 5.3% del PIB en 1993 al 5.2% en 1995. España, con un 4.9% del PIB en educación, ocupaba el undécimo lugar en el ranking de la UE por este concepto. Estas cifras también muestran que el gasto público en la educación superior (tanto la no-universitaria, como las diplomaturas, licenciaturas y doctorados) fue en 1995 el 0.9% del PIB, frente al 2.2% de Suecia, el país de la Unión que mayor porcentaje del PIB invirtió en educación superior. Ante esta ligera disminución del gasto público medio en la Unión Europea, otras cifras muestran cómo la participación privada a la enseñanza superior en algunos países de la OCDE está aumentando; aportación privada que se materializa en forma de pago de matrículas, de los ingresos de las universidades privadas, así como de los contratos de investigación y transferencia de tecnología entre universidad y empresa. Así, por ejemplo, la aportación privada a la enseñanza superior en Estados Unidos representa el 50% del total, o un 40% si sólo se considera la aportación familiar en forma de tasas de matrícula. En España, la aportación de las familias a la enseñanza superior representa el 18% del total, mientras que la de las empresas es del orden del 4%; el resto corresponde al gasto público. La tendencia en algunos de los países de la OCDE confirma el interés de familias y empresas por invertir en educación superior, en línea con lo que se ha dicho más arriba. Habrá que esperar que ocurra lo mismo en España si no queremos perder competitividad en nuestro entorno económico natural.

El interés del sector privado por la formación se demuestra, por ejemplo, por el elevado número de participantes en los cursos realizados por el FORCEM en 1997, más de 1.3 millones de personas, con más de 53 millones de horas de cursos. O, también, por el hecho de que más de medio millón de personas estudian informática en centros de enseñanza privada. Pero no queda claro hasta qué punto estas cifras muestran un cierto oportunismo (aprovechar la existencia de fondos públicos), en el primer caso, o qué resultados prácticos pueden esperarse de este esfuerzo. Porque, como es bien sabido, no es la cantidad lo que genera resultados en educación, sino la calidad. En este sentido, hay que destacar como nota negativa en cuanto al interés del sector privado español por el conocimiento como activo, que sólo un 10% de las empresas españolas pueden considerarse innovadoras, frente a una media del 25% en Europa. Si las empresas españolas no reconocen la necesidad de la innovación como motor de supervivencia y de crecimiento, no cabrá esperar un mayor interés por su parte en la educación superior. Y sin esa percepción del valor del conocimiento como activo por parte de las empresas, poco podrán hacer las políticas para el desarrollo de una sociedad del conocimiento.

Aparte, hay otra poderosa razón que aconseja la inversión en políticas de educación. Y ésta no es otra que la presunción de que una población educada constituye el mejor seguro para el correcto funcionamiento, y la continuidad, de la democracia. Que es, a su vez, un requisito para el funcionamiento de las economías modernas. O sea, no sólo se debería invertir en educación para no perder competitividad empresarial, sino para garantizar un contexto de libertades que facilite el crecimiento de empresas modernas. No es una casualidad que sean justamente las sociedades democráticamente más avanzadas las que mejores resultados están obteniendo en este final de siglo. En otras palabras, sin una ciudadanía culta no hay futuro, al menos en una sociedad avanzada.

Finalmente, no hay que olvidar que en una sociedad del conocimiento, la educación es, también, un negocio. Un contexto más y más exigente en cuanto a conocimientos, y en el que las ideas se valoran como activos, es un contexto que estimula una mayor demanda de formación y educación. Una demanda que, según algunos como Lévy (1998), crecerá por encima de las posibilidades de la oferta, de manera que habrá que buscar nuevos mecanismos educativos para satisfacer la demanda. Piénsese, por ejemplo, que la enseñanza superior es el quinto mayor servicio "exportado" por Estados Unidos. En el curso 1997-98, casi medio millón de alumnos extranjeros cursaron estudios en las universidades norteamericanas (de ellos, un 58% de origen asiático), y generaron un gasto de 7500 millones de dólares. Toda una industria, en crecimiento. En este sentido, la política educativa también deberá tener en cuenta que hay que aprovechar la demanda universal creciente de educación y formación, adecuando su oferta a las posibilidades que se derivan de la extensión geográfica del castellano en todo el mundo.

 

Un nuevo tipo de alfabetización

En la sociedad del conocimiento, el concepto alfabetización adoptará un nuevo significado. Y es que en una sociedad intensiva en información, en la que el ciudadano interactúa con personas y máquinas en un constante intercambio de datos e información, la alfabetización tradicional, las habilidades de lectoescritura que constituyen la base de los sistemas educativos primarios, no es suficiente. A estas habilidades hay que añadir nuevas habilidades informacionales, como la consistente en saber navegar por fuentes "infinitas" de información, saber utilizar los sistemas de información, saber discriminar la calidad de la fuente, saber determinar la fiabilidad de la fuente, saber dominar la sobrecarga informacional (o "infoxicación"), saber aplicar la información a problemas reales, saber comunicar la información encontrada a otros, y, más que otras cosas, saber utilizar el tiempo, el verdadero recurso escaso en la sociedad del conocimiento, para aprender constantemente. Todo ello conlleva importantes retos para los sistemas educativos, hoy centrados significativamente en la transmisión (o transferencia, en la terminología utilizada anteriormente) de un currículum previamente planificado.

La aparición de este nuevo reto de aprender constantemente, en este paso del "aprender de por vida" al "aprender toda la vida", es quizás la característica más importante de esta nueva alfabetización. Lévy (1998) indica certeramente que "por primera vez en la historia de la humanidad, la mayor parte de las competencias adquiridas por una persona al principio de su trayectoria profesional seran obsoletas al final de su carrera" (p123). De hecho, puede decirse aún más: en algunas carreras técnicas el recién licenciado está en desventaja competitiva con sus compañeros de cursos iniciales, a los que se enseña lo último de lo último. Ante esta situación de obsolescencia sistemática, parece que no cabe más solución que la de la educación continuada. Porque el trabajo es ahora "aprender, transmitir y producir conocimientos", y "lo que hay que aprender no puede ser planificado ni definido con precisión por adelantado" (Lévy 1998, p124).

El reto para las sociedades occidentales es importante, como se desprende del estudio de la OCDE sobre "alfabetismo funcional" (literacy skills) mostrado más arriba, que muestra cómo una gran parte de la población de muchos países no dispone de las habilidades básicas para conseguir un adecuado desempeño informacional. Definir qué se entiende por "alfabetismo funcional" en la sociedad del conocimiento será fundamental, pero conseguir tal definición será complejo, aunque sólo sea porque la tendremos que ir adaptando permanentemente, de acuerdo con las nuevas posibilidades de la tecnología (hoy precisamos saber utilizar un ordenador, pero ¿qué precisaremos dentro de unos años?) y las nuevas exigencias de las organizaciones (hoy nos conformamos con saber utilizar la información, pero en el futuro será fundamental desarrollar una especie de intuición informacional que nos diga cuando vale la pena gastar nuestro tiempo en una determinada pieza de información). O sea, no sólo tendremos que aprender a aprender toda la vida, sino que tendremos que aprender a adaptarnos a una definición mutante de lo qué son conocimientos básicos (alfabetismo funcional). Exagerando un poco, puede que nos despertemos un día siendo "cultos" y acabemos yendo a la cama como "incultos". Y encima, lo tendremos que aceptar.

El impacto que la necesidad de un nuevo tipo de alfabetización tendrá en los sistemas educativos es comprensible, pero ello no significa que sepamos qué deba hacerse exactamente. Sin embargo, algo puede decirse. Por ejemplo, en una era intensiva en información, saber "manejar información" será crítico; consecuentemente, el enseñar, o facilitar los mecanismos para aprender, gestión de la información, constituirá una parte importante del esfuerzo de los "enseñantes" (como se verá más adelante).

Segundo, el sistema educativo deberá poner especial énfasis en ayudar al ciudadano (véase que no usamos el término estudiante, porque todos lo seremos durante toda nuestra vida) a descubrir sus activos de creatividad. Será más importante ayudar a descubrirse a uno mismo, a desvelar las capacidades de cada uno, que transmitir (transferir) unos conocimientos concretos (y, por ello, rápidamente obsoletos). Quizás hoy no imaginemos cómo hacerlo, pero la innovación del sistema educativo aportará nuevas ideas al respecto. Lo que está claro es que, aunque quizás no pueda enseñarse a "ser creativo", si que pueden darse ideas para evitar que la creatividad innata se pierda en un esquema educativo demasiado rígido.

Tercero, el aprendizaje de otras lenguas será considerado crítico, y no sólo en conexión a las políticas industriales que se han comentado más arriba (se ha visto en el estudio de la IMD citado más arriba, que la competitividad de muchos países depende de su capacidad para conseguir mercados exteriores, y ello se basa en la capacidad multilingüe de sus profesionales), sino porque ello se considerará importante para el "desarrollo lateral" de la mente.

Finalmente, la nueva alfabetización deberá también poner el acento en el desarrollo y mantenimiento de habilidades manuales. Piénsese que si todo el aprendizaje se orienta a la "manipulación" (valga el uso metafórico del término) de signos y símbolos (la base de la cultura de la información), sin que se invierta al mismo tiempo en el desarrollo de habilidades manuales, o sea en la "manipulación" de objetos físicos, puede que con ello se pierda capacidad para entender el mundo real, físico al fin y al cabo.

 

Nuevas formas de enseñar

Pero quizás más importante que qué enseñar será posiblemente cómo enseñar. En un mundo repleto de información, que nos llegará por múltiples canales, mantener la atención del "estudiante" será muy difícil. Será preciso desarrollar nuevos métodos de enseñanza, fundamentados en la idea de estímulo continuo. Por una parte, atraer la atención de quien debe aprender (ciudadanos en edad escolar) sólo podrá conseguirse convirtiendo el proceso de aprendizaje en uno de descubrimiento, de implicación, de satisfacción de la curiosidad con un alto componente de diversión. Y satisfacer a quien quiere aprender (ciudadanos en cualquier momento de su vida) implicará que se da respuesta personalizada a sus necesidades, y que se compensa adecuadamente el esfuerzo (básicamente en términos de output útil por el tiempo dedicado) que se invierte en el aprendizaje. En ambos casos, aparece un nuevo componente en la ecuación del sistema educativo: la sintonización entre quien enseña y quien es enseñado. La continuidad del método basado del profesor que sabe y que transfiere sus conocimientos a un receptor pasivo será puesta en cuestión, tanto por sus costes como por su ineficiencia. De la enseñanza como institución se pasará a la enseñanza como experiencia. Quizás se trate, pues, de redescubrir la escuela Socrática.

Es en este sentido como lo dicho más arriba sobre el cambio de visión entre los modelos de transferencia y transacción de información toma todo su sentido. Un modelo educativo basado en el paradigma de la transferencia ("yo sé, tu escuchas") está reñido con un mundo informacionalmente más interactivo (un mundo en red). En especial, en esta época en la que, por primera vez en la historia, un alumno puede enseñar algo al profesor (como es el caso en informática). Quien decide dedicar su tiempo a aprender en un "centro" (entre otras muchas cosas que podría hacer, como, por ejemplo, aprender por su propia cuenta en "la Red"), debe obtener algún tipo de "compensación" por su esfuerzo. Esta compensación no tiene por qué consistir en algún tipo de "reconocimiento académico" (aunque ya hay instituciones que empiezan a aplicar la idea de la titulación progresiva, de manera que cada curso superado te da "derecho" a algún tipo de "certificado" educativo). Más bien se trataría de una compensación de tipo práctico, ligada a la aplicabilidad "inmediata" (o, por lo menos, demostrable) de lo que has aprendido. En otras palabras, en un mundo saturado de información, en un océano audiovisual y comunicativo, uno invertirá en ponerse a aprender si del esfuerzo obtiene habilidades de clara aplicación, como ocurre cuando alguien al aprender informática se ve capacitado para empezar a utilizar lo que ha aprendido directamente en su ordenador. Es evidente que hay disciplinas en las que esta aplicabilidad inmediata no resulta fácil (como la mayoría de ciencias exactas o naturales), pero ello no debe ser obstáculo para impedir que éstas se sigan explicando como una abstracción lejana a la experiencia cotidiana de los alumnos. El método educativo debe migrar desde el paradigma de la transferencia hacia el paradigma de la transacción, es decir del intercambio de conocimientos, de manera que el aprendizaje consista en una especie de pacto, de sintonía entre fuentes (profesor y alumno), en la que ambas partes constaten una mejora de su estado de conocimientos entre el antes y el después. En otras palabras: yo apostaré por aprender con una "fuente" de conocimientos si se me demuestra que efectivamente aprendo cada día. No me servirá la promesa del "algún día entenderás porque te explico esto ahora"; necesitaré entender su importancia ahora mismo, porque de lo contrario no dedicaré ni mi tiempo ni mi atención a escucharte, ni merecerá la pena que lo conserve en mi memoria.

Es evidente que este nuevo proceso educativo, un intercambio de atención del alumno por conocimiento aplicable (que me permita entender mejor el mundo, ahora), requiere un cambio radical en la forma de enseñar. Y requiere un tipo significativamente diferente de "profesor". Este "enseñante", nos recuerda Lévy (1998), deberá ser más un "animador de la inteligencia colectiva de sus grupos de alumnos que un dispensador de conocimientos" (p124). Concepto este, el de inteligencia colectiva, que describe el hecho de que nadie puede saberlo todo (no hay opción enciclopedista viable), pero todos sabemos algo. De la comunicación entre nosotros, del establecimiento de un mecanismo que nos permita llegar a quién tiene un conocimiento específico cuando lo necesitamos, dependerá que podamos aprender. Así, el rol del "enseñante" será también vehicular al "alumno" hacia la buena información. De esta manera, mientras que históricamente el enseñante tenía el conocimiento (y era difícil o imposible adquirirlo en otro lugar), hoy el enseñante dirige al alumno hacia el buen conocimiento, evitándole la pérdida de tiempo que representaría discriminar la calidad de cada una de las posibles fuentes de información.

En una escuela o universidad tan participativa, donde la autoridad se diluye en la inteligencia colectiva, y lo importante no es transferir un conocimiento sino aprender a encontrarlo en la Red, aparece un nuevo e importante reto: cómo conseguir resultados positivos (que se aprenda) a través de nuevos patrones de pensamiento consistentes en juntar conceptos a partir de fragmentos que los alumnos encuentran por la Red. Se trata de una forma radicalmente nueva de aprender, en la que hay mucho de autoaprendizaje, y, por tanto, en la que será vital la presencia de estímulos que apoyen en el esfuerzo. Las tecnologías podrán ayudar, pero no lo serán todo, obviamente. El diseño de un esquema de estímulos, muchos de ellos personalizados, tendrá tanta o más importancia que la inversión en tecnologías. En este sentido, la imaginación de los enseñantes deberá aportarnos soluciones hoy impensables. Habrá que invertir, pues, inteligentemente para favorecer el desarrollo de esta imaginación colectiva del colectivo de enseñantes.

Finalmente, en una sociedad del conocimiento en la que se valoran las ideas, la inteligencia, la imaginación, etc., y en la que el aprendizaje es perpetuo, existirá una presión psicológica notable sobre los ciudadanos. Por una parte, el mundo será más y más complejo, más difícil de entender (prácticamente nadie entiende hoy cómo funcionan la mayoría de aparatos con los que convivimos un día cualquiera de nuestra vida). La mayoría necesitaremos ayuda psicológica para aprender a convivir con nuestra ignorancia, y para aprender a sacar partido, en cambio, de la inteligencia colectiva. Por otra parte, deberemos aprender a aceptar nuestra situación de alumnos perpetuos, a entender que no hay un final en nuestro período formativo, a metabolizar que cualquier situación es una situación de aprendizaje. Decir que deberemos aprender toda la vida es simple, pero no lo es aceptarlo psicológicamente con todas sus implicaciones. Así pues, tendremos que aprender a convivir con nuestra ignorancia, y aceptar que así como debemos comer cada día, también deberemos aprender cada día.

 

Un nuevo rol de la escuela

Una nueva forma de enseñar debe llevar a un nuevo tipo de escuela, y también a un nuevo tipo de universidad. De hecho, el cambio es más profundo de lo que parece, porque se pasará de un "lugar físico" donde se aprende, a un "lugar virtual". La enseñanza existirá, pero ello no implica que deban necesariamente existir las escuelas o las universidades (de la misma manera que la banca siempre existirá, aunque en el futuro quizás no existan los bancos). La escuela será un punto de estímulo, un nodo al que se va a buscar razones para aprender, a capturar información sobre lo que vale la pena aprender. Una experiencia más que una institución, que puede producirse en casa, en el trabajo, en el automóvil, o en el avión.

Obviamente, esto será más o menos cierto a partir de un cierto grado de desarrollo intelectual. Así, no parece plausible que, al menos a corto plazo, desaparezca el rol básico de la escuela en las etapas de adquisición de las habilidades de lectoescritura, ahora aumentadas con las habilidades informacionales que ya se han comentado (habilidades para el lenguaje audiovisual, lógico-informático, comunicacional, etc). La escuela será en este sentido un "campo de entrenamiento" para desarrollar métodos que nos permitan usar la inteligencia colectiva a lo largo de nuestra vida.

La escuela, la universidad, y cualquier tipo de centro de enseñanza en general, deberá llevar adelante esta transformación, no tanto porque lo desee, sino porque se verá forzada a ello. Porque entrará en competencia con una multiplicidad de fuentes de información y de conocimiento, en especial con los medios de comunicación, tanto los tradicionales como los más nuevos, de los que quizás sólo hemos visto hasta ahora la punta del iceberg. En una sociedad informacional, la información está en todas partes, se comercia con ella, se trabaja con ella, se vive con ella, y por ello es lógico que aparezcan más y más formas de utilizarla, de difundirla, de manejarla. Esta competencia de la escuela con los nuevos medios es especialmente aguda en términos de tecnología: muchos alumnos disponen en sus casas de instrumentos mucho más avanzados (acceso a Internet, televisión digital, videojuegos, comunicación por satélite, etc.) de los que encuentran en su escuela, incluso en algunos casos en su universidad. En este sentido, debería hacernos pensar que, mientras nuestros hogares han ido cambiado progresivamente de manera sustancial gracias a las nuevas opciones de recepción de información y de comunicación (el salón de hoy en día, con la televisión en el centro de la escena, es significativamente distinto del de principios de siglo; la habitación de los niños orbita, frecuentemente, alrededor del televisor, del PC, y de la videoconsola), la forma básica de la clase no ha cambiado prácticamente en siglos (una habitación rectangular, con una mesas en filas, y con un lugar privilegiado desde donde emana "el saber").

La escuela debería acentuar, pues, su rol de experiencia cognitiva por encima de su rol de transferencia. Se debería constituir en un nodo donde puedan encontrarse (física o virtualmente) los diferentes actores interesados en la experiencia del aprendizaje: los propios centros, los enseñantes, los alumnos, los padres, las empresas, la sociedad civil en general. Un nodo que permitiera expresar a cada agente su visión sobre lo que es exigible a la escuela en cada momento (qué programas, qué contenidos, qué métodos, qué formas de evaluación, etc). En el caso de la universidad, esta participación de otros agentes no-académicos, como las empresas, resultará fundamental. Primero, por lo que se ha dicho más arriba en cuanto a la importancia de incorporar a la educación en la política industrial. Y, segundo, porque en disciplinas sofisticadas, como, por ejemplo, la biotecnología, la informática o las telecomunicaciones, está ocurriendo por primer vez en la historia que los desarrollos más avanzados se producen en la industria y no en la universidad, con lo que ello puede implicar de concentración en investigación rentable en detrimento de la investigación pura y básica, siempre imprescindible para el inicio de líneas de desarrollo revolucionarias que acaban trayendo consigo nuevos productos y procesos. En otras palabras, si hoy la fuerte competencia tecnológica estimula la emergencia de más y más "universidades corporativas", centradas en líneas de investigación básica, los grandes costes derivados en estas aventuras científicas de las empresas quizás las lleven a reflexionar sobre la conveniencia de aprovechar de nuevo los esquemas de enseñanza e investigación públicas. Pero, para ello, será necesario sintonizar mejor lo que piden unos (las empresas) con lo que ofrecen los otros (las universidades). Y en este campo hay todavía mucho que aprender.

Algo que deberá cambiar también profundamente es el rol evaluador de los centros de enseñanza. Hoy, lamentablemente, parece que el único output esperado por parte de los alumnos es el "reconocimiento académico", el título. Pero, ¿qué sentido tiene este tipo de reconocimiento puntual en un esquema de aprendizaje continuo? Si uno aprende en su casa, en el trabajo, en una ONG, etc., ¿cómo podremos "reconocer las adquisiciones" de conocimiento? Además, ¿cómo "homogeneizar" las propuestas formativas múltiples que se derivan de un "mercado de créditos"? (uno podrá diseñarse la carrera que desee a base de sumar créditos a distancia ofrecidos por instituciones académicas esparcidas por el mundo). ¿Cómo convencer a un posible reclutador de talentos de que el portafolio personal de aprendizaje, que te has construido a lo largo de los años, es sólido y no responde a una estrategia de mera acumulación de "créditos fáciles"? Algunos expertos sugieren que hay que ir hacia un modelo de "autoevaluación a distancia", de test permanente automatizado (vía web, por ejemplo), de manera que cada uno pueda evaluar sus conocimientos, en cualquier momento y lugar, respondiendo a un test estándar, universal.También habrá que exprimir aquí la imaginación, lo que demuestra que en enseñanza veremos quizás más cambios en el cómo se hace que en el qué se hace.

Finalmente, uno de los retos cruciales con los que deberán enfrentarse los centros y profesionales de la enseñanza es determinar qué valores se transmiten (o se intercambian) con los alumnos. Porque la verdad es que un entorno fundamentalmente consumista, meritocrático, competitivo, no invita precisamente a subrayar algunos de los valores tradicionales de lo que conocemos como "civilización". Por no decir que tendrá cada vez menos sentido hablar de eso de "la" civilización, a causa de la tendencia al multiculturalismo y multietnicismo, una clara realidad en muchos centros de enseñanza primaria y secundaria de las grandes ciudades españolas. El problema es más sutil de lo que parece, porque curiosamente las empresas están ahora descubriendo la importancia de la gestión por valores en la sociedad del conocimiento. O sea, nos encontramos con un desfase entre lo que la escuela experimenta (dudas sobre qué valores transmitir en una sociedad orientada al consumo y al éxito egocéntrico) y lo que empresa empieza a valorar (el sentimiento colectivo de que los proyectos deben hacerse con convicción, con una carga importante de valores como pulsión corporativa, y no simplemente teniendo en cuenta la cuenta de explotación). Sin valores no vale la pena hacer nada, opinamos muchos, pero no es la presente una situación en la que sepamos cuáles son los valores que valen la pena. Y aun a pesar de caer en el tópico de reclamar de la escuela más de lo que puede hacer, uno tiende a pensar que orientarnos hacia los "buenos" valores (no necesariamente los tradicionales, claro está) será parte de lo que deberemos pedir a la colectividad educativa, de la que, es cierto, todos (ciudadanos y empresas) formaremos parte.

 

Conclusión

Por alguna razón, quizás profunda pero a lo mejor coyuntural, nos encontramos con que el concepto "conocimiento" entra a formar parte del discurso económico y político en Occidente. Empresas, empresarios, profesores, todos se han puesto de acuerdo en que el conocimiento es un activo fundamental para el desarrollo; es más, muchos de ellos convienen en que es "el" activo más crítico para el futuro. Este discurso coincide, curiosamente, con el momento quizás más dulce en el campo de las tecnologías de la información (están por todas partes, tenerlas y usarlas dan estatus, no utilizarlas te convierten en un dinosaurio), y a la vez, con un momento de crisis de la escuela. O sea, el conocimiento es vital, parece que empezamos a tener herramientas para manejarlo, pero las formas tradicionales de transmitir conocimientos parece que no funcionan. Se trata de tres problemas distintos, que normalmente tratan expertos distintos, pero que por razones que quizás no comprendemos aún, están hoy y estarán aún más en el futuro íntimamente ligados. El reto de los próximos años consiste, precisamente, en poner a trabajar a mentes normalmente concentradas en áreas muy específicas, en escenarios más amplios, más complejos, más multidisciplinares. Como se ha mostrado en este texto, la gestión del conocimiento como activo es ya considerado como algo crítico desde la perspectiva de la política industrial; la educación de los ciudadanos es pensada desde un horizonte de estabilidad democrática, de pleno empleo. La cultura de la información se ve como más fundamental que las habilidades consideradas como básicas en una sociedad industrial. La competitividad de las naciones se ve desde puntos de vista diferentes. Y detrás de todos estos nuevos planteamientos aparece, de manera persistente, la idea de que las ideas son el motor del futuro. Las ideas para el cambio, la inteligencia colectiva como dínamo del bienestar. No se trata, como hemos intentado demostrar, de una mera abstracción, resultado de una moda más. Parece que hay fundamentos que demuestran que, en efecto, estamos entrando en una economía del conocimiento.

Si todo esto es cierto, el debate sobre el sistema educativo se situará en el centro de otros muchos debates. La educación será como aquella pieza del puzzle que siempre acaba cohesionando a todo el conjunto. Quizás esto ya ha sido así desde siempre. La novedad es que ahora estamos siendo más conscientes de ello. Que los políticos aúpen el debate sobre la educación a lo más alto de su discurso es ciertamente nuevo.

Pero reentender el rol del sistema educativo no resulta fácil, especialmente si la discusión se restringe a lo endogámico. En otras palabras, el futuro de la educación en la sociedad del conocimiento no puede ser debatida sólo por expertos en educación. Las empresas, los ciudadanos, los jóvenes, todos tienen algo que decir. Y habrá que escucharlos con mucha atención. Entre otras cosas porque no hacerlo en la época de la interactividad sería algo anacrónico. En este texto se ha pretendido tan sólo aportar algunas ideas sobre la necesidad de la reinvención de la educación en la sociedad del conocimiento. Pero necesitamos muchas más...

Amunt
Tancar