Castells, M. (1998). "Paraísos comunales: identidad y sentido en la sociedad red" (fragmentos). La era de la información. Economía, Sociedad y Cultura. (vol. 2: El poder de la Identidad). Madrid: Alianza Editorial. 2. La construcción de la identidad La identidad es la fuente de sentido y experiencia para la gente. Como escribe Calhoun: No conocemos gente sin nombre, ni lenguas o culturas en las que no se establezcan de alguna manera distinciones entre yo y el otro, nosotros y ellos. […] El conocimiento de uno mismo —siempre una construcción pese a que se considere un descubrimiento— nunca es completamente separable de las exigencias de ser conocido por los otros de modos específicos3. Por identidad, en lo referente a los actores sociales, entiendo el pro-ceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o un conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad sobre ¡ el resto de las fuentes de sentido. Para un individuo determinado o un actor colectivo puede haber una pluralidad de identidades. No obstante, tal pluralidad es una fuente de tensión y contradicción tanto en la representación de uno mismo como en la acción social. Ello se debe a que la identidad ha de distinguirse de lo que tradicionalmente loa sociólogos han denominado roles y conjuntos de roles. Los roles (por ejemplo, ser trabajadora, madre, vecina, militante socialista, sindicalista, jugadora de baloncesto, feligresa y fumadora al mismo tiempo) se definen por normas estructuradas por las instituciones y organizaciones de la sociedad. Su peso relativo para influir en la conducta de la gente depende de las negociaciones y acuerdos entre los individuos y esas instituciones y organizaciones. Las identidades son fuentes de sentido para los propios actores y por ellos mismos son construidas mediante un proceso de individualización4. Aunque, como sostendré más adelante, las identidades pueden originarse en las instituciones dominantes, sólo se convienen en tales si los actores sociales las interiorizan y construyen su sentido en torno a esta interiorización. Sin duda, algunas autodefiniciones también pueden coincidir con los roles sociales, por ejemplo, cuando ser padre es la autodefinición más importante desde el punto de vista del actor. No obstante, las identidades son fuentes de sentido más fuertes que los roles debido al proceso de autodefinición e individualización que suponen. En términos sencillos, las identidades organizan el sentido, mientras que los roles organizan las funciones. Defino sentido como la identificación simbólica que realiza un actor social del objetivo de su acción. También propongo la idea de que, en la sociedad red, por razones que desarrollaré más adelante, para la mayoría de los actores sociales, el sentido se organiza en torno a una identidad primaria (es decir, una identidad que enmarca al resto), que se sostiene por sí misma a lo largo del tiempo y del espacio. Aunque este planteamiento se aproxima a la formulación de Erikson, me centraré fundamentalmente en la identidad colectiva y no en la individual. Sin embargo, el individualismo (diferente de la identidad individual) también puede ser una forma de «identidad colectiva», como se analiza en la «cultura del narcisismo» de Lasch5. Es fácil estar de acuerdo sobre el hecho de que, desde una perspectiva sociológica, todas las identidades son construidas. Lo esencial es cómo, desde qué, por quién y para qué. La construcción de las identidades utiliza materiales de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva y las fantasías personales, los aparatos de poder y las revelaciones religiosas. Pero los individuos, los grupos sociales y las sociedades procesan todos esos materiales y los reordenan en su sentido, según las determinaciones sociales y los proyectos culturales implantados en su estructura social y en su marco espacial/temporal. Propongo como hipótesis que, en términos generales, quién, construye la identidad colectiva, y para qué determina en buena medida su contenido simbólico y su sentido para quienes se identifican con ella o se colocan fuera de ella Puesto que la construcción social de la identidad siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder, propongo una distinción entre tres formas y orígenes de la construcción de la identidad.
Naturalmente, las identidades qué comienzan como resistencia pueden inducir proyectos y, también, con el transcurrir de la historia, convertirse en dominantes en las instituciones de la sociedad, con lo cual se vuelven identidades legitimadoras para racionalizar su dominio. En efecto, la dinámica de las identidades a lo largo de esta secuencia muestra que, desde el punto de vista de la teoría social, ninguna identidad puede ser una esencia y ninguna identidad tiene, per se, un valor progresista o regresivo fuera de su contexto histórico. Un asunto diferente, y muy importante, son los beneficios de cada identidad para la gente que pertenece a ella. En mi opinión, cada tipo de proceso de construcción de la identidad conduce a un resultado diferente en la constitución de la sociedad. Las identidades legitimadoras generan una sociedad civil, es decir, un conjunto de organizaciones e instituciones, así como una serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de la dominación estructural. Esta afirmación puede resultar sorprendente para algunos lectores, ya que la sociedad civil sugiere por lo generar una connotación positiva de cambio social democrático. Sin embargo, ésta es de hecho la concepción original de la sociedad civil según la formuló Gramsci, padre intelectual de este ambiguo concepto En efecto en la concepción de Gramsci, la sociedad civil está formada por una serie de «aparatos», como la(s) Iglesia(s), los sindicatos los partidos las cooperativas, las asociaciones cívicas, etc, que, por una parte prolongan la dinámica del estado pero por otra están profundamente arraigados entre la gente9. Precisamente este doble carácter de la sociedad civil es el que la hace un terreno privilegiado para el cambio político al posibilitar la toma del estado sin lanzar un asalto directo y violento La conquista del estado por las fuerzas del cambio (digamos las fuerzas del socialismo en la ideología de Gramsci), presentes en la sociedad civil, se hace posible, precisamente, por la continuidad que existe entre las instituciones de la sociedad civil y los aparatos de poder del estado organizados en torno a una identidad similar (ciudadanía, democracia, politización del cambio social restricción del poder al estado y sus ramificaciones, y demás). Donde Gramsci y Tocqueville ven democracia y civilidad, Foucault o Sennett, y antes de ellos Horkheimer o Marcuse, ven dominación interiorizada y legitimación de una identidad normalizadora sobreimpuesta e indiferenciada. El segundo tipo de construcción de la identidad, la identidad para la resistencia, conduce a la formación de comunas o comunidades, en la formulación de Etzioni10. Puede que éste sea el tipo más importante de construcción de la identidad en nuestra sociedad. Construye formas de resistencia colectiva contra la opresión, de otro modo insoportable, por lo común atendiendo a identidades que, aparentemente, estuvieron bien definidas por la historia, la geografía o la biología, facilitando así que se expresen como esencia las fronteras de la resistencia. Por ejemplo, el nacionalismo basado en la etnicidad, como Scheff propone, «surge con frecuencia de un sentimiento de alineación, por una parte, y resentimiento contra la exclusión injusta, ya sea política, económica o social»11. El fundamentalismo religioso, las comunidades territoriales, la autoafirmación nacionalista o incluso el orgullo de la autodenigratura, al invertir los términos del discurso opresivo (como en la «cultura queer [homosexual]» de algunas tendencias del movimiento gay) son todos expresiones de lo que denomino la exclusión de los exclusores por los excluidos. Es decir, la construcción de una identidad defensiva en los términos de las instituciones/ideologías dominantes, invirtiendo el juicio de valor mientras que se refuerza la frontera. En este caso, surge el tema de la comunicabilidad recíproca entre estas identidades excluidas/excluyentes. La respuesta a esta cuestión, que sólo puede ser empírica e histórica, determina si las sociedades siguen siendo tales o se fragmentan en una constelación de tribus, a las que algunas veces se vuelve a llamar eufemísticamente comunidades. El tercer proceso de construcción de la identidad, la identidad proyecto, produce sujetos, según los define Alain Touraine: Denomino sujeto al deseo de ser un individuo, de crear una historia personal, de otorgar sentido a todo el ámbito de las experiencias de la vida individual […] La transformación de los individuos en sujetos es el resultado de la combinación necesaria de dos afirmaciones: la de los individuos contra las comunidades y la de los individuos contra el mercado12. Los sujetos no son individuos, aun cuando estén compuestos por individuos. Son el actor social colectivo mediante el cual los individuos alcanzan un sentido holístico en su experiencia13. En este caso, la construcción de la identidad es un proyecto de una vida diferente, quizás basado en una identidad oprimida, pero que se expande hacia la transformación de la sociedad como la prolongación de este proyecto de identidad, como en el ejemplo arriba mencionado de una sociedad postpatriarcal, liberando a las mujeres, los hombres y los niños mediante la afirmación de la identidad de las mujeres. O, en una perspectiva muy diferente, la reconciliación final de todos los seres humanos como creyentes, hermanos y hermanas, bajo la guía de la ley divina, ya sea de Alá o Jesús, como resultado de la conversión religiosa de las sociedades ateas, contrarias a la familia y materialistas, incapaces por otra parte de satisfacer las necesidades humanas y cumplir el designio de Dios. Cómo se construyen los diferentes tipos de identidades, por quiénes y con qué resultados no puede abordarse en términos generales y abstractos: depende del contexto social. La política de la identidad, como escribe Zaretsky, «debe situarse en la historia»14. Así pues, nuestra exposición ha de referirse a un contexto específico, el ascenso de la sociedad red. La dinámica de la identidad en este contexto puede comprenderse mejor si se contrasta con la caracterización efectuada por Giddens de la identidad en la «modernidad tardía», periodo histórico que, creo, está llegando a su fin, con lo cual no pretendo sugerir que estemos en cierto sentido llegando al «fin de la historia», como se postuló en algunas divagaciones postmodernas. En una vigorosa teorización, cuyas líneas principales comparto, Giddens afirma que «la identidad propia no es un rasgo distintivo que posee el individuo. Es el yo entendido reflexivamente por la persona en virtud de su biografía». En efecto, «ser un ser humano es comprender [...] tanto lo que se está haciendo como por qué se está haciendo [...] En el contexto del orden postradicional, el yo se convierte en un proyecto reflexivo»15. ¿Cómo incorpora la «modernidad tardía» este proyecto reflexivo? Según lo expone Giddens, uno de los rasgos distintivos de la modernidad es la interconexión creciente entre los dos extremos de la extensionalidad y la intencionalidad: las influencias globalizadoras, por una parte, y las disposiciones personales, por la otra […] Cuanto más pierden su dominio las tradiciones y la vida diaria se reconstituye en virtud de la interacción dialéctica de lo local y lo global, más se ven forzados los individuos a negociar su elección de tipo de vida entre una diversidad de opciones […] La planificación de la vida organizada de forma reflexiva […] se convierte en el rasgo central de la estructuración de la identidad propia16. Aunque estoy de acuerdo con la caracterización teórica de Giddens de la construcción de la identidad en el periodo de la «modernidad tardía», sostengo, basándome en los análisis presentados en el volumen primero de este libro, que el ascenso de la sociedad red pone en tela de juicio los procesos de construcción de la identidad durante ese periodo, con lo que induce nuevas formas de cambio social. Ello se debe a que la sociedad red se basa en la disyunción sistémica de lo local y lo global para la mayoría de los individuos y grupos sociales. Y, añadiría, por la separación en diferentes marcos temporales del poder y la experiencia (vol. 1, caps. 6 y 7). Así pues, la planificación reflexiva de la vida se vuelve imposible, excepto para la elite que habita el espacio atemporal de los flujos de las redes globales y sus localidades subordinadas. Y la construcción de la intimidad basada en la confianza requiere una redefinición de la identidad completamente autónoma frente a la lógica interconectora de las instituciones y organizaciones dominantes. En estas nuevas condiciones, las sociedades civiles se reducen y desarticulan porque ya no hay continuidad entre la lógica de la creación de poder en la red global y la lógica de la asociación y la representación en las sociedades y culturas específicas. Así que la búsqueda de sentido tiene lugar en la reconstrucción de identidades defensivas en torno a los principios comunales. La mayoría de la acción social se organiza en la oposición que existe entre los flujos no identificados y las identidades aisladas. En cuanto a la génesis de las identidades proyecto, aún se da, o puede darse, dependiendo de las sociedades. Pero propongo la hipótesis de que la constitución de sujetos, en el núcleo del proceso de cambio social, toma un camino diferente al que conocíamos durante la modernidad y la modernidad tardía, a saber, los sujetos, cuando se construyen, ya no lo hacen basándose en las sociedades civiles, que están en proceso de desintegración, sino como una prolongación de la resistencia comunal. Aunque en la modernidad (temprana o tardía) la identidad proyecto se constituyó a partir de la sociedad civil (como en el caso del socialismo, que se basó en el movimiento obrero), en la sociedad red, la identidad proyecto, en caso de que se desarrolle, surge de la resistencia comunal. Este es el sentido real de la nueva primacía de la política de la identidad en la sociedad red. El análisis de los procesos, las condiciones y los resultados de la transformación de la resistencia comunal en sujetos transformadores es el ámbito preciso para una teoría del cambio social en la era de la información. Una vez alcanzada una formulación tentativa de mi hipótesis, iría contra los principios metodológicos de este libro avanzar más por el camino de la teorización abstracta, que podría convertirse rápidamente en comentario bibliográfico. Trataré de sugerir las implicaciones precisas de mi análisis, centrándome en varios procesos clave de construcción de la identidad colectiva seleccionados por su importancia particular para el proceso de cambio social en la sociedad red. Comenzaré con el fundamentalismo religioso, tanto en sus versiones islámica como cristiana, si bien ello no supone que otras religiones (por ejemplo, el hinduismo, el budismo, el judaísmo) sean menos importantes o menos proclives al fundamentalismo. Continuaré con el nacionalismo, considerando, tras un repaso del tema, dos procesos muy diferentes pero significativos: el papel del nacionalísimo en la desintegración de la Unión Soviética y eh las repúblicas postsoviéticas, y la formación y resurgimiento del nacionalismo catalán. Luego pasaré a la identidad étnica, centrándome en la identidad afroamericana contemporánea. Y terminaré considerando, brevemente, la identidad territorial, basándome en mi observación de los movimientos urbanos y las comunidades locales de todo el mundo. Para concluir, intentaré una síntesis sucinta de las principales líneas de indagación que surgirán del examen de los diversos procesos contemporáneos de (re)construcción de la identidad basada en la resistencia comunal. Los paraísos de dios: el fundamentalismo religioso y la identidad cultural Es un atributo de nuestra sociedad, y me atrevería a decir de la naturaleza humana, si tal entidad existiera, encontrar consuelo y refugio en la religión. El miedo a la muerte, el dolor de la vida, necesitan a Dios y la fe en Dios, sean cuales fueren sus manifestaciones, sólo para que la gente pueda continuar. En efecto, fuera de nosotros, Dios no tendría dónde vivir. El fundamentalismo religioso es algo más. Y sostengo que ese «algo más» es una fuente muy importante de construcción de la identidad en la sociedad red por razones que serán más evidentes, espero, en las páginas siguientes. En cuanto a su contenido real, las experiencias, opiniones, historia y teorías son tan diversas como para desafiar una síntesis. Por suerte, a finales de la década de 1980, la American Academy of Arts and Sciences emprendió un importante proyecto comparativo que pretendía observar los fundamentalismos en varios contextos sociales e institucionales17. Así, sabemos que el «fundamentalismo es siempre reactivo, reaccionario»18, y que los fundamentalistas son selectivos. Quizás consideren que están adoptando todo el pasado completo, pero en realidad dedican sus energías a aquellos rasgos que mejor refuercen su identidad, conserven unido su movimiento, construyan defensas en torno a sus fronteras y mantengan a distancia a los otros […] Los fundamentalistas luchan bajo Dios —en el caso de la religión teísta— o bajo los signos de alguna referencia transcendente19. Para ser más preciso —y Coherente con los ensayos reunidos en el Proyecto de los «Fundamentalismos Observados»—, definiré el fundamentalismo, según mi propio entendimiento, como la construcción de la identidad colectiva o partir de la identificación de la conducta individual y las instituciones de la sociedad con las normas derivadas de la ley de Dios, interpretada por una autoridad definida que hace de intermediario entre Dios y la humanidad. Así, como escribe Marty, «es imposible que los fundamentalistas razonen o resuelvan nada con la gente que no comparte su sometimiento a una autoridad, ya sea una Biblia inerrable, un papa infalible, los códigos de la sharia en el islam o las implicaciones de la halaká en el judaísmo»20. Por supuesto, el fundamentalismo religioso ha existido durante toda la historia humana, pero parece ser sorprendentemente fuerte e influyente como fuente de identidad en este fin de milenio. ¿Por qué es así? Mis análisis del fundamentalismo islámico y del fundamentalismo cristiano en esta sección tratarán de proponer algunas pistas para comprender una de las tendencias más definitorias en la creación de nuestra época histórica21. [...] Identidades territoriales: la comunidad local Uno de 105 debates más antiguos en la sociología urbana hace referencia a la pérdida de la comunidad como resultado, primero de la urbanización y, luego, de la suburbanización. Hace algún tiempo, la investigación empírica, sobre todo la realizada por Claude Fischer y Barry Wellman147, parece haber jubilado la noción simplista de una covariación sistemática de espacio y cultura. La gente se socializa e interactúa en su entorno local, ya sea en el pueblo, la ciudad o los suburbios residenciales, y construye redes sociales entre sus vecinos. Por otra parte, las identidades de base local se combinan con otras fuentes de significado y reconocimiento social en un patrón altamente diversificado que permite interpretaciones alternativas. Así que donde, en los años recientes, Etzioni ve el renacimiento de la comunidad en buena medida de base local, Putnam observa la desintegración de la visión de Tocqueville de una intensa sociedad civil en los Estados Unidos, donde las asociaciones de voluntariado han perdido miembros y actividad de forma sustancial durante la década de los ochenta148. Los informes sobre otras zonas del mundo son igualmente conflictivos en sus valoraciones. Sin embargo, no pienso que sea inexacto decir que los entornos locales, per se, no inducen un modelo específico de conducta o, a este respecto, una identidad distintiva. No obstante, lo que los autores comunalistas sostendrían, y que es coherente con mi propia observación transcultural, es que la gente se resiste al proceso de individualización y atomización social, y tiende a agruparse en organizaciones territoriales que, con el tiempo, generan un sentimiento de pertenencia y, en última instancia, en muchos casos, una identidad cultural y comunal. Introduzco la hipótesis de que para que esto suceda es necesario un proceso de movilización social. Es decir, la gente debe participar en movimientos urbanos (no muy revolucionarios) mediante los cuales se descubren y defienden los intereses comunes, se comparte en cierta medida la vida y puede producirse nuevo sentido. Sé algo sobre el tema, ya que he pasado una década de mi vida estudiando los movimientos sociales urbanos a lo largo del mundo149. Resumiendo mis datos, así como la literatura pertinente, propuse que los movimientos urbanos (los procesos de movilización social intencionales, organizados en un territorio determinado, orientados hacia fines relacionados con lo urbano) se centraban en tres conjuntos principales de objetivos: demandas urbanas sobre las condiciones de vida y el consumo colectivo, afirmación de la identidad cultural local y conquista de la autonomía política local y la participación ciudadana. Diferentes movimientos combinaban estos tres conjuntos de fines en proporciones diversas y los resultados de sus esfuerzos eran igualmente distintos. No obstante, en muchos casos, prescindiendo de los logros explícitos del movimiento, su propia existencia producía sentido, no sólo para quienes participaban en el movimiento, sino para la comunidad en general. Y no sólo durante su lapso de vida (usualmente breve), sino en la memoria colectiva de la localidad. En efecto, sostuve y sostengo que esta producción de sentido es un componente esencial de las ciudades a lo largo de la historia, ya que el en torno construido, con su significado, es resultado de un proceso conflictivo entre los intereses y valores de actores sociales opuestos. Añadí algo más referente al momento histórico de mi observación (finales de los anos setenta, comienzos de los ochenta), pero proyectando mi opinión hacia el futuro: los movimientos urbanos se iban a convertir en fuentes cruciales de resistencia a la lógica unilateral del capitalismo, el estatismo y el informacionalismo. Era sobre todo porque el fracaso de los movimientos y políticas (por ejemplo, el movimiento obrero, los partidos políticos) en contrarrestar la explotación económica, la dominación cultural y la opresión política había dejado a la gente sin otra elección que rendirse o reaccionar atendiendo a la fuente más inmediata de cimiento y organización autónoma: su localidad. Así fue como surgió la paradoja de una política cada vez más local en un mundo estructurado por procesos cada vez más globales. Había producción de sentido e identidad: mi barrio, mi comunidad, mi ciudad, mi escuela, mi árbol, mi río, mi playa, mi capilla, mi paz, mi entorno. Pero era una identidad defensiva, una identidad de atrincheramiento de lo conocido contra el carácter impredecible de lo desconocido e incontrolable. Indefensa de improviso frente a un torbellino global, la gente se encerró en sí misma; lo que tuvieran o lo que fueran se convirtió en su identidad. En 1983 escribí: Los movimientos urbanos afrontan los temas reales de nuestro tiempo, si bien no en la escala ni en los términos adecuados para la tarea. Y, sin embargo, no tienen elección, ya que son la última reacción a la dominación y explotación renovada que inundan nuestro mundo. Pero son más que una última postura simbólica y un grito desesperado: son síntomas de nuestras propias contradicciones y, por lo tanto, capaces en potencia de superarlas […]. Producen nuevo sentido histórico —en la zona crepuscular de pretender construir dentro de los muros de una comunidad local una nueva sociedad que saben inalcanzable. Y lo hacen alimentando los embriones de los movimientos sociales del mañana dentro de las utopías locales que los movimientos urbanos han construido para no rendirse al barbarismo150. ¿Qué ha pasado desde entonces? Por supuesto, la respuesta empírica es extraordinariamente diversa, sobre todo si observamos a lo largo de las culturas y zonas del mundo151. Sin embargo, en aras del análisis, me aventuraría a sintetizar las principales trayectorias de los movimientos urbanos durante las décadas de los ochenta y los noventa bajo cuatro epígrafes. En primer lugar, en muchos casos los movimientos urbanos, y sus discursos, actores y organizaciones, se han integrado en la estructura y la práctica de los gobiernos locales, ya sea de forma directa o indirecta, mediante un sistema diversificado de participación ciudadana y desarrollo comunitario. Esta tendencia, aunque liquida los movimientos urbanos como fuente de cambio social alternativo, ha reforzado considerablemente al gobierno local e introducido la posibilidad del estado local como instancia significativa de reconstrucción del control político y el significado social. Volveré a este hecho fundamental en el capítulo 5, cuando analice la transformación general del estado. En segundo lugar, las comunidades locales y sus organizaciones han alimentado las bases de un movimiento medioambiental amplio e influyente, sobre todo en los barrios de clase media, y en los suburbios, las zonas residenciales más alejadas y el campo urbanizado (véase el cap. 3). Sin embargo, estos movimientos son con mucha frecuencia defensivos, y reactivos, centrándose en la conservación más estricta de su espacio y entorno inmediato, como ejemplifica, en los Estados Unidos, la actitud «en mi patio trasero, no», mezclando en el mismo rechazo los desechos tóxicos, las plantas nucleares, los proyectos de vivienda pública, las prisiones y los asentamientos de hogares móviles. Estableceré una distinción importante, que desarrollaré en el capítulo 3 cuando analice el movimiento ecologista, entre la búsqueda del control del espacio (una reacción defensiva) y la búsqueda del control del tiempo; es decir, la conservación de la naturaleza y del planeta para las generaciones futuras, a muy largo plazo, por lo que se adopta un tiempo cosmológico y se rechaza el planteamiento de tiempo inmediato del desarrollo instrumentalista. Las identidades que surgen de estas dos perspectivas son completamente diferentes, ya que los espacios defensivos conducen al individualismo colectivo y la sincronización ofensiva hace accesible la reconciliación entre cultura y naturaleza, con lo que se introduce una nueva filosofía holística de la vida. En tercer lugar, un vasto número de comunidades pobres de todo el mundo han participado en una supervivencia colectiva, como en el caso de las cocinas comunales que florecieron en Santiago de Chile o en Lima durante la década de los ochenta. Ya sea en los asentamientos ilegales de América Latina, en el centro de las ciudades estadounidenses o en los barrios de clase obrera de las ciudades asiáticas, las comunidades han construido sus «estados de bienestar» propios (en ausencia de las políticas públicas responsables basándose en redes de solidaridad y reciprocidad, con frecuencia en torno a iglesias o apoyadas por organizaciones no gubernamentales con financiación internacional (ONG), y a veces con la ayuda de los intelectuales de izquierda. Estas comunidades locales organizadas han desempeñado, y continúan desempeñando, un importante papel en la supervivencia diaria de una proporción significativa de la población urbana mundial, en el umbral de la hambruna y la epidemia. Esta tendencia la ilustró, por ejemplo, la experiencia de asociaciones comunales organizada por la Iglesia católica en Sao Paulo en la década de los ochenta152, o por las ONG de patrocinio internacional en Bogotá durante la década de los noventa153. En la mayoría de los casos, surge una identidad comunal, aunque es muy frecuente que quede absorbida dentro de la fe religiosa, hasta el punto de que arriesgaría la hipótesis de que este tipo de comunitarismo es, sobre todo, una comuna religiosa, ligada a la conciencia de ser los explotados o los excluidos. Así pues, la gente que se organiza en comunidades locales pobres puede sentirse revitalizada y reconocida como seres humanos mediante la redención religiosa. En cuarto lugar, este relato tiene un lado oscuro, concerniente a la evolución de los movimientos urbanos, sobre todo en las zonas urbanas segregadas, una tendencia que preví hace tiempo: Si no se escuchan las peticiones de los movimientos urbanos, si siguen cerrados los nuevos caminos políticos, si los nuevos movimientos sociales centrales (feminismo, nuevo movimiento obrero, autogestión, comunicación alternativa) no se desarrollan plenamente, volverán los movimientos urbanos —utopías reactivas que trataron de iluminar la senda que no podían recorrer—, pero esta vez como sombras urbanas ávidas de destruir los muros cerrados de su ciudad cautiva154. Afortunadamente, el fracaso no fue total y la expresión diversificada de las comunidades locales organizadas proporcionó caminos para la re-forma, la supervivencia y la autoidentificación, pese a la falta de movimientos sociales importantes, capaces de articular el cambio en la nueva sociedad que ha surgido en las dos últimas décadas. No obstante, las duras medidas de ajuste económico de los años ochenta, la extendida crisis de legitimidad política y el impacto exclusionista del espacio de los flujos sobre el espacio de los lugares (véase el volumen I) afectaron a la vida social y la organización en las comunidades locales pobres. En las ciudades estadounidenses, surgieron las bandas como una forma importante de asociación, trabajo e identidad para cientos de miles de jóvenes. En efecto, como Sánchez Jankowski ha mostrado en su amplio estudio sobre las bandas155, éstas desempeñan un papel estructurador en muchas zonas, lo que explica el sentimiento ambiguo de los residentes locales hacia ellas, en parte temerosos, pero también, en parte, capaces de relacionarse con la sociedad de bandas mejor que con las instituciones oficiales, que sólo suelen estar presentes en sus manifestaciones represivas. Las bandas, o su equivalente funcional, no son de ningún modo un graffiti estadounidense. Las pandillas de la mayoría de las ciudades latinoamericanas son un elemento clave de sociabilidad en los barrios pobres, al igual que lo son en Yakarta, Bangkok, Manila, Mantes-la-Jolie (París) o la Meseta de Orcasitas (Madrid). Las bandas son una vieja historia en muchas sociedades, sobre todo en los Estados Unidos (recuérdese Street Comer Society de William White). No obstante, hay algo nuevo en las bandas de la década de los noventa, que caracteriza a la construcción de la identidad como el espejo distorsionante de la cultura informacional. Es lo que Magaly Sánchez e Yves Pedrazzini, basándose en su estudio de los malandros (chicos malos) de Caracas, llaman la cultura de la urgencia156. Es una cultura del fin inmediato de la vida no de su negación sino de su celebración. Por lo tanto, todo ha de probarse, sentirse, experimentarse, lograrse, antes de que sea demasiado tarde, ya que no hay mañana. ¿Es en realidad tan diferente de la cultura del narcisismo consumista descrito por Lasch? ¿Han entendido los chicos malos de Caracas u otros lugares mas de prisa que el resto de nosotros qué ocurre en nuestra sociedad? ¿Es la nueva identidad de las bandas la cultura del hiperindividualismo comunal? Individualismo porque, en el modelo de gratificación inmediata solo el individuo puede ser una unidad contable apropiada. Comunalismo porque para que este hiperindividualismo sea una identidad —es decir, se socialice como un valor, no sólo como un consumo sin sentido—, necesita un medio de apreciación y apoyo mutuo: una comuna, como en la época de White. Pero, a diferencia de la de éste, esta comuna puede estallar en cualquier momento, es una comuna del fin de los tiempos, es una comuna del tiempo atemporal, que caracteriza a la sociedad red. Y existe, y explota, territorialmente. Las culturas locales de urgencia son la expresión invertida de la atemporalidad global. Así pues, las comunidades locales, construidas mediante la acción colectiva y conservadas mediante la memoria colectiva, son fuentes específicas de identidades. Pero estas identidades, en la mayoría de los casos, son reacciones defensivas contra las imposiciones del desorden global y el cambio de ritmo rápido e incontrolable. Construyen refugios, sí, pero no paraísos. Conclusión: Las comunas culturales de la era de la información
Nuestro viaje intelectual por los paisajes comunales proporciona algunas respuestas preliminares a las preguntas suscitadas al comienzo de este capítulo sobre la construcción de la identidad en la sociedad red. Para aquellos actores sociales excluidos de la individualización, o que se resisten a ella, de la identidad unida a la vida en las redes globales de poder y riqueza, las comunas culturales de base religiosa, nacional o territorial parecen proporcionar la principal alternativa para la construcción de sentido en nuestra sociedad. Estas comunas culturales se caracterizan por tres rasgos principales. Aparecen como reacciones a las tendencias sociales imperantes, a las que se opone resistencia en nombre de las fuentes autónomas de sentido. Son, desde el principio, identidades defensivas que funcionan como refugio y solidaridad, para proteger contra un mundo exterior hostil. Están constituidas desde la cultura; esto es, organizadas en torno a un conjunto especifico de valores, cuyo significado y participación están marcados por códigos específicos de autoidentificación: la comunidad de creyentes, los iconos del nacionalismo, la geografía de la localidad. La etnicidad, aunque es un rasgo fundamental de nuestras sociedades, sobre todo como fuente de discriminación y estigma, no puede inducir por sí misma comunas. Más bien, es probable que se incorpore a la religión, la nación y la localidad, cuya especificidad tiende a reforzar. La constitución de estas comunas culturales no es arbitraria. Utiliza las materias primas de la historia, la geografía, la lengua y el entorno. Así que se construyen, pero materialmente, en torno a reacciones y proyectos determinados por la historia y la geografía. El fundamentalismo religioso, el nacionalismo cultural, las comunas territoriales son, en general, reacciones defensivas. Reacciones contra tres amenazas fundamentales, percibidas en todas las sociedades por la mayoría de la humanidad en este fin de milenio. Reacción contra la globalización, que disuelve la autonomía de las instituciones, las organizaciones y los sistemas de comunicación donde vive la gente. Reacción contra la interconexión y la flexibilidad, que difumina los límites de la pertenencia y la participación, individualiza las relaciones sociales de producción y provoca la inestabilidad estructural del trabajo, el espacio y el tiempo. Reacción contra la crisis de la familia patriarcal, raíz de la transformación de los mecanismos de construcción de la seguridad, la socialización, la sexualidad y, por lo tanto, de los sistemas de la personalidad. Cuando el mundo se vuelve demasiado grande para ser controlado, los actores sociales pretenden reducirlo de nuevo a su tamaño y alcance. Cuando las redes disuelven el tiempo y el espacio, la gente se anda en los lugares y recuerda su memoria histórica. Cuando el sustento patriarcal de la personalidad se quiebra, la gente afirma el valor transcendente de la familia y la comunidad, como voluntad de Dios. Estas reacciones defensivas se convierten en fuentes de sentido e identidad mediante la construcción de nuevos códigos culturales a partir de materiales históricos. Como los nuevos procesos de dominación a los que reacciona la gente están insertos en los flujos de información; la construcción de la autonomía ha de basarse en la inversión de estos flujos. Dios, patria, familia y comunidad proporcionarán códigos eternos e indestructibles en torno a los cuales se organizará una contraofensiva a la cultura de la virtualidad real. La verdad eterna no puede virtualizarse. Está incorporada en nosotros. Por lo tanto, contra la informacionalización de la cultura, se informacionalizan los cuerpos. Es decir, los individuos llevan sus dioses en su corazón. No razonan, creen. Son la manifestación corporal de los valores eternos de Dios y, como tales, no pueden disolverse, perderse en el torbellino de los flujos de información y las redes transorganizativas. Por ello, la lengua y las imágenes comunales son tan esenciales para restaurar la comunicación entre los cuerpos autonomizados, escapando al dominio de los flujos ahistóricos, pero tratando de restablecer nuevos modelos de comunicación significativa entre los creyentes. |