Teoria del dret   Fons   Orden de suceder en los títulos de nobleza



Cuarto: La cuestión es, sin embargo, distinta, tal como la he percibido, cuando de la discriminación por razón de sexo se trata. La proscripción de las diferencias jurídicas basadas en el sexo se erige en de uno de los principios del Estado social y democrático de Derecho que lo diferencian decididamente del Estado constitucional decimonónico, acomodado a esta forma de discriminación. Al lado de dicho principio, como prolongación del mismo, aparece la tarea de la equiparación social de hombres y mujeres, que puede llegar a legitimar determinadas formas de promoción específicamente dirigidas a la mujer. Pero el mandato, ya no la tarea, es la desaparición de las diferencias jurídicamente cristalizadas: en esto la CE opera con eficacia directa.

En la TC S 38/1986, FJ 3.º, decíamos en términos que resultan, a nuestros efectos, expresivos: «El principio de igualdad viene recogido en el art. 14 CE, y es un principio básico de nuestro ordenamiento jurídico en todas sus ramas y, en cuanto un reglamento como el citado consagre una desigualdad por un factor como el sexo, debe entenderse derogado de plano por la CE, si era anterior a ella». Y en la TC S 128/1987, FJ 5.º, con perspectiva histórica, declarábamos cómo «la expresa exclusión de la discriminación por razón de sexo halla su razón concreta, como resulta de los mismos antecedentes parlamentarios del art. 14 CE, y es unánimemente admitido por toda la doctrina científica, en la voluntad de terminar con la histórica situación de inferioridad en que, en la vida social y jurídica, se había colocado a la población femenina... No es necesario, ante el cúmulo de datos y pruebas que suministra la historia de nuestra sociedad, hacer referencia a tales dificultades...».

No es necesario tampoco insistir mucho más. La propia sentencia (FJ 8.º) respaldada por la mayoría pone de manifiesto cómo las diferencias de trato basadas en el sexo han de ser sometidas a un canon mucho más estricto que el correspondiente al principio general de igualdad. Lo que ocurre es que, apenas hecho este pronunciamiento, se afirma como tarea previa la de examinar si el art. 14 CE, como tal, es siquiera aplicable a los títulos de nobleza «dada la peculiar naturaleza de aquéllos». De este modo, el recorrido por la historia aboca en la afirmación del carácter «simbólico» de los títulos nobiliarios, concluyéndose en la constitucionalidad de la preferencia del varón en unos términos en los que no acaba de resultar diáfano si lo que ocurre es que la CE no se aplica a dichos títulos, si es su carácter simbólico el que hace constitucionalmente irrelevante a esta diferencia de trato, o ambas cosas a la vez.

Frente a esta forma de argumentar entiendo que lo primero que convendría dejar sentado es que nos encontramos ante una diferencia de trato basada en el sexo que es clara, directa y pretendida: En igualdad de línea y grado, el título nobiliario recae en el varón, y no en la mujer. En eso no hay, al menos aparentemente, discrepancia, pero debe quedar afirmado como punto de partida. Donde, sin duda, comienza la discrepancia es en la valoración del contenido de esa diferencia de trato, pues la sentencia la devalúa hasta tal punto que parece negarla. El argumento de base, tomado de la TC S 27/1992, es el de que los títulos nobiliarios no confieren hoy día un status diferenciado respecto del resto de los ciudadanos, algo que, por lo demás, no es sino una premisa de la propia viabilidad constitucional de dichos títulos como tales. Los títulos no conferirían hoy día sino un puro derecho al nombre, un nomen honoris. Este argumento es desarrollado en esta sentencia por medio de la imagen del «símbolo», del carácter simbólico de los títulos, entendidos en su conjunto (FF.JJ. 12, 15), como memoria de la historia, una historia minuciosamente recorrida, con conclusiones que bien podrían haber sido distintas. Ahora bien, precisamente eso y no otra cosa es lo que está en cuestión en toda esta controversia, el derecho al nombre, al nomen honoris o, si se quiere, el derecho al símbolo; el derecho a ostentar jurídicamente ese honor, en la medida en que socialmente así se entienda, inherente a llevar ese nombre («bien inmaterial» lo llama la propia sentencia, FJ 14 B), sin discriminación por razón de sexo. Con independencia de lo cual, y ello es específico de esta forma de discriminación, apenas hace falta decir que no todo se agota en el nombre y en el símbolo; estos últimos, por el contrario, encuentran de hecho una prolongación material como consecuencia del principio dispositivo, de la dinámica propia de las relaciones entre particulares, de la libertad de testar, sin necesidad de entrar en otras ventajas sociales, que no pueden ser pura y simplemente desconocidas a la hora de valorar una diferencia de trato que, no se olvide, es jurídica en su origen (arts. 130 y 135 RRC).

Si la diferencia de trato por razón de sexo es, en su propio contexto, real y no imaginaria, la conclusión sólo podría haber sido la de su ilegitimidad constitucional, a la vista particularmente de la escasa consistencia, tal como la he apreciado, de los distintos argumentos empleados en sentido contrario.

Desde luego, y aunque en la sentencia no aparezca como tal argumento (FJ 13 B), la conclusión anterior no queda desvirtuada con la alegación de que también la regla de primogenitura es discriminatoria, porque la cuestión no es la de si dicha regla comporta una diferencia de trato, lo que es innegable, sino si dicha diferencia de trato es comparable en su pretensión, su naturaleza y alcance a la basada precisamente en el sexo. En esto volvemos a lo mismo de antes, es decir, a la evidencia, valga la aparente paradoja, de que no todas las desigualdades son iguales.

Tampoco puede valer el argumento, éste sí incorporado a la sentencia (FJ 15), de que una institución histórica como la que nos ocupa no puede ser tocada en uno de sus elementos sin inmediatamente desnaturalizarla, sin hacerla irreconocible. Como se ha dicho en expresión que ha hecho fortuna, «que sean como son, o que no sean»; y, como no van a dejar de ser, que sean como son. Con ello se postula para la institución una impermeabilidad a la historia absolutamente privilegiada. Pues, para comenzar, no nos encontramos ante un elemento basilar de la institución, alejados como estamos de la ley de los salios. En nuestro modelo estamos exclusivamente hablando de un elemento, en definitiva, secundario, del sistema, el de la preferencia del varón sobre la mujer en aquellos precisos casos en los que se da la igualdad de línea y de grado, pues, no dándose esa igualdad, toda preferencia desaparece. Pero, sobre todo, no son los títulos nobiliarios la única institución con raíces preconstitucionales que está llamada a adaptarse a la CE. Los títulos nobiliarios, ciertamente sufrieron ya hace tiempo su principal mutación, pero las Constituciones del siglo XIX tenían sus imperativos y las del siglo que ya acaba tienen otros. La publicatio de los títulos nobiliarios tiene el pequeño coste derivado de la circunstancia de vivir en una res publica constitucional. La autorregulación que se produce bajo las Constituciones republicanas no tiene estas trabas. Pero no siempre se puede pretender todo.

Finalmente, la cuestión tampoco se puede resolver de diferente manera mediante alguna de las otras dos «huidas» que tienden a proponerse, la «huida hacia arriba», es decir, hacia «la persona del Rey» (art. 56.3 CE), y la «huida hacia abajo», es decir, hacia el puro ámbito de las «relaciones entre particulares» o ámbito de las relaciones en las que no participan los poderes públicos (FJ 12 C). La primera, sin reflejo ciertamente en la sentencia, la imputación directa a la persona del Rey, en una proyección por así decir privada, no resulta viable en un sistema como el nuestro, en el que los actos del Monarca van refrendados con la sola excepción del art. 65.2 CE. Con absoluta independencia de la mayor o menor intensidad de la participación real en la formación del acto, como no puede ser de otra manera, lo que importa desde la CE es la participación responsable del refrendante (art. 64.2 CE), sometido desde luego a aquélla (TC S 5/1987, FJ 3.º). Así fue como desde el principio se ha organizado la monarquía constitucional y, desde luego, la parlamentaria.

En cuanto a la «huida hacia abajo», la de las relaciones entre particulares y la consiguientemente menor incidencia de los derechos fundamentales en este ámbito, la misma no puede llevar muy lejos en una situación legal en la que los títulos nobiliarios tienen carácter oficial, en cuya ordenación participan toda suerte de servidores públicos. Una mera cuestión de relaciones entre particulares lo será en una república con antecedentes monárquicos. O en nuestro sistema en algunos extremos secundarios de su regulación, como el relativo a la distribución o la cesión de títulos. Pero, más allá de esto, aquí estamos en un régimen esencialmente público, reforzado, que no debilitado, por el ámbito de libertad del testador.

Del conjunto de los fundamentos jurídicos de la sentencia que antecede quisiera destacar, por último, una afirmación básica: «el carácter histórico de una institución no puede excluir, por sí solo, su contraste con la CE» (FJ 8.º). Queda en el aire la determinación de qué compañía hubiera podido permitir esa exclusión. La tesis parece haber sido la que pudiera expresarse así: el carácter histórico y simbólico de una institución puede excluir su contraste con la CE, en este caso con la prohibición de discriminación por razón de sexo. Si es así, considero mi deber dejar constancia de mi respetuosa discrepancia.

Madrid, 9 Jul. 1997.

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