Teoria del dret   Fons   Orden de suceder en los títulos de nobleza



Decimotercero: El siguiente paso en nuestro examen nos sitúa ante el régimen legal aplicable a la transmisión post mortem de los títulos de nobleza. Un régimen, como se verá seguidamente, que es excepcional en atención a su origen histórico, al objeto de la transmisión y a su finalidad; y ello determina que sus previsiones constituyan un elemento inherente a la propia institución nobiliaria.

  1. En cuanto a lo primero, interesa destacar, muy sumariamente, que tanto de la Partida 2.15.2, como de otros dos textos alfonsinos (el Espéculo 2.16, que la antecede en el tiempo, y la declaración regia ante las Cortes de Toledo de 1255) se desprende con claridad una finalidad común al establecer un orden regular para la sucesión en la Corona de Castilla basado en los principios de primogenitura, masculinidad y representación: la de preservar la unidad del Reino al fallecimiento del Monarca reinante ya que, como expresa el primero de los citados, «todo reino partido sería estragado». Idea que también se contiene en relación con la sucesión en los distintos Reinos de la Corona de Aragón en un texto coetáneo, el testamento del Rey Jaime I de 1272; texto igualmente inspirado en el principio de primogenitura pero que se diferencia de los textos alfonsinos por la rigurosa agnación que establece, aunque este criterio se modificará en el testamento del Rey Fernando el Católico de 1516 al disponer, como en aquéllos, que se prefiera el heredero «masculino al femenino».
    Ahora bien, es igualmente significativo que en todos los textos antes mencionados se haga referencia no al Derecho común sino a una costumbre particular, aplicable según la Partida 2.15 «doquier el señorío ovieron por linaje, e mayormente en España». Lo que ha de ponerse en relación con la Partida 2.1.11, que se refiere a los «Príncipes, Duques, Condes, Marqueses, Iuges, Vizcondes...» como «los otros Señores de que hablamos de suso, que han honra de señorío por heredamiento». Y el texto del Espéculo 2.16 aún es más preciso al afirmar que tal costumbre se aplica no sólo a la sucesión de los Reyes sino también a la de los «otros altos omes, señores de grandes tierras o de villas o de castiellos o de otros lugares, ó el señorío quisieron que fuese uno». De suerte que, en definitiva, la costumbre que determina el orden regular de la sucesión según los textos alfonsinos se circunscribe a las dignitates, el Monarca y los nobles; al igual que la finalidad de mantener la unidad del Reino se extiende a la preservación de la unidad de los señoríos y títulos nobiliarios. Asimilación que no puede sorprender dado que en este período histórico la nobleza, por su superior poder político y económico, era el primero de los «estados» que, con el Rey, integraban el Reino.

  2. Estas conclusiones se corroboran, en segundo término, si se examina el origen del principio central del orden regular de la sucesión en las dignitates, el de primogenitura. Pues de los dos restantes, el de representación estaba al servicio de la misma finalidad de mantener el objeto de la sucesión en el linaje por línea directa, «si el fijo mayor muriesse ante que heredasse» (Partida 2.15.2); y el de masculinidad sólo es una proyección en esta materia de las ideas sobre la condición de la mujer imperantes en la Edad Media, expresadas en lo jurídico con claridad en otro precepto alfonsino (Partida 4.13.2).
    En la Baja Edad Media, en efecto, la adopción del principio de primogenitura se justificó por los canonistas con base en una costumbre feudal y, por tanto, excepcional del Derecho común, cuyo fundamento doctrinal se halla en un texto reiterado por la doctrina en los siglos posteriores: el comentario del Abad Panormitano, donde se alude a una costumbre sobre la indivisión de la herencia quae viget inter nobiles y, por tanto, de la que estaban excluidos laboratores y mercatores. Aunque al ser considerado un privilegium odiosum -por entrañar la absoluta privación de bienes de la herencia a los hijos menores, salvo el sustento suficiente a los varones y una dote congrua a las hembras, como compensación para evitar el reproche moral-, la consecuencia fue que tal privilegio era de interpretación restrictiva y, de este modo, que quien lo invocaba en juicio debía probarlo cumplidamente. Pero por ser esta solución contraria a los intereses de la nobleza, no puede extrañar que se produjera una evolución posterior para modificar este extremo.

    Esta evolución se produce, efectivamente, tras consolidarse en el Reino de Castilla desde la segunda mitad del siglo XIII la institución de los mayorazgos. Y es significativo que la doctrina más autorizada de los siglos XVI y XVII, a la que el Abogado del Estado ha hecho amplia referencia en sus alegaciones, no sólo extiende el privilegio de primogenitura a la sucesión en estas vinculaciones de bienes y rentas feudales sino que, además, invierte su carácter. Pues apoyándose ahora en el Derecho común y, en concreto, en la institución de los fideicomisos ordenados in favore descendentium o intuitu familiae, se consideró que no constituían un privilegio odioso sino favorable (maioratus et primogenitura sunt favorabiles, non odiosae). Solución que se justifica, además, por razón de utilidad pública (in quorum conservatione favor publicus versatur); lo que potenciaba la consolidación como unidad de un conjunto de bienes y rentas in favore familiae. Esto es, en favor del linaje patrilineal del fundador del mayorazgo. Construcción que también era aplicable, y lo fue sin dificultad por la doctrina, a los títulos nobiliarios, por ser objeto igualmente de una transmisión mortis causa establecida in favore descendentium y estar también frecuentemente vinculados a un mayorazgo.

Decimocuarto: Al subsistir los títulos de nobleza en el régimen constitucional pese a la abolición de los mayorazgos, también permaneció el carácter excepcional y, por tanto, diferencial, del régimen de su transmisión post mortem, por ser un elemento inherente a la institución nobiliaria. Lo que puede apreciarse, aun expuestos muy sumariamente, en algunos extremos significativos del régimen legal hoy vigente.

  1. En primer término, desde la perspectiva del Derecho civil, dado que los títulos nobiliarios no constituyen, en sentido estricto, un bien integrante de la herencia del de cuius (arts. 657, 659 y 661 CC), aun cuando el derecho de uso y disfrute sea transmisible post mortem a los descendientes de quien lo ostenta si la merced tiene carácter perpetuo. Lo que determina una consecuencia relevante en esta sede constitucional: que no son aplicables a este singular bien incorporal las normas con proyección general que regulan la sucesión ordinaria por causa de muerte del Tít. III Libro III CC, o, en su caso, las contenidas en los Derechos civiles, forales o especiales, vigentes en algunas Comunidades Autónomas; aunque las primeras tengan carácter supletorio para el cómputo de los grados, como ha declarado la jurisprudencia del TS. De suerte que, al fallecimiento de quien ostenta un título de nobleza, pese a integrarse el conjunto de sus bienes y derechos en la herencia del causante y quedar regida así por las normas de Derecho civil, el título de nobleza, en cambio, se transmite post mortem sólo dentro del linaje o familia del beneficiario, según lo dispuesto en la Real concesión o, en su defecto, por lo establecido en el precepto legal específico que determina el orden regular de la sucesión, la Partida 2.15.2.

  2. En segundo lugar, la transmisión post mortem de los títulos de nobleza es de carácter vincular, y, por tanto, excepcional o extraordinaria. Lo que entraña, en esencia, la existencia de un orden de llamamientos objetivo y predeterminado que, en principio, es indefinido en cuanto a los sucesores en el uso y disfrute del título nobiliario que se transmite. Pues si éste ha constituido tradicionalmente una prerrogativa de honor vinculada a una familia o linaje -el de la persona a la que el Rey concedió la merced- ello permite perpetuar indefinidamente su uso y disfrute por los descendientes en línea directa de aquel a quien fue concedido.
    Este carácter vincular se expresa en las Cartas reales de concesión con fórmulas como «perpetuamente» o «para vos y vuestros sucesores», por entenderse que éstos, al ostentar el título nobiliario, seguían honrando tanto la memoria de aquél como el propio linaje, la nobilitas et familiarum dignitas. Finalidad que claramente se expresa en la Real Cédula de Carlos IV de 29 Abr. 1804, en la que se indica que el objeto de la concesión de un título nobiliario es «premiar los méritos y servicios del agraciado y de sus ascendientes, perpetuando en su familia el lustre y honor anejo a estas mercedes». Y cabe señalar que la vinculación a una familia o linaje se potenció en el pasado al estar unido el título nobiliario a un mayorazgo, como fue frecuente en Castilla a partir de la segunda mitad del siglo XIV. Pero en todo caso se manifiesta con claridad, al final del Antiguo Régimen, en lo dispuesto por la mencionada Real Cédula de 29 Abr. 1804, en la que Carlos IV estableció que aun cuando las mercedes de Títulos de Castilla fueran concedidas «sin agregación a vínculos y mayorazgos, o sin afección a jurisdicción, señorío y vasallaje de algún Pueblo», las que se concedieran en lo sucesivo, salvo disposición expresa en contrario, tendrían el carácter de vinculadas. Y ello se refuerza al prescribirse también que, por lo antes dispuesto, no «se entiendan libres las ya concedidas» (Novísima, 6.1.25).

    Por consiguiente, si en el caso de los mayorazgos la vinculación de ciertos bienes y rentas a un linaje o familia persiguió el reducir a una unidad el conjunto de aquéllos, para su transmisión a los sucesores del fundador de la vinculación, quienes debían conservarlos, otro tanto ocurre con el título nobiliario, bien inmaterial constitutivo de un nomen honoris, que es igualmente una unidad y, como tal, indivisible entre los descendientes de quien recibió la merced del Rey. Pero ello implica, cuando concurren varios descendientes de igual línea y grado, la necesaria exclusión de unos en favor de otro, el llamado según el orden de suceder aplicable al concreto título de nobleza de que se trate. Consecuencia que separa profundamente esta sucesión vincular de la ordinaria regida por el Derecho civil, puesto que no está presente en su régimen legal una igual posición jurídica de los llamados a la sucesión por la muerte del anterior poseedor del título de nobleza, sino una situación ya diferenciada previamente por un orden de suceder predeterminado.

  3. Finalmente, el carácter vincular de la sucesión y, por tanto, la finalidad de que el título de nobleza se perpetúe en el linaje de quien recibió la merced mediante un orden preestablecido, se refuerza con ciertas limitaciones que también son privativas del Derecho nobiliario. Pues tanto la persona a la que el Rey otorga esta prerrogativa de honor como aquellos a las que luego pasa por vía sucesoria tienen ciertamente el derecho de uso y disfrute de la misma; pero no son, en sentido propio, dueños sino poseedores del título de nobleza ya que carecen del ius disponiendi tanto en las relaciones inter vivos como mortis causa. Y, consiguientemente, no están facultados para enajenar el título nobiliario a un tercero, ni tampoco para cederlo o alterar el orden de sucesión sin que exista una previa autorización de la Corona. Conclusión que ha sido reiteradamente sentada por la jurisprudencia del TS, desde el pasado siglo hasta la S 25 Oct. 1996, en la que se afirma, con apoyo en la citada Real Cédula de Carlos IV de 29 Abr. 1804, que el orden de sucesión en los títulos nobiliarios «es inalterable», salvo que medie expresa autorización del Rey. Carácter que no es irrelevante desde una perspectiva constitucional, pues evidencia que el título de nobleza, por ser el resultado de la voluntad graciable del Monarca, se adquiere por vía sucesoria tal y como ha sido configurado por la Real concesión o por las posteriores autorizaciones regias.

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