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igualdad: Introducción a su análisis |
E. Principios de tratamiento diferenciado
A partir del principio general "a diferencias irrelevantes, tratamiento igual" se despliegan, como hemos visto, una pluralidad de principios de segundo orden que se ocupan de la determinación del principio general a cada uno de los tipos de rasgos considerados irrelevantes. Lo mismo sucede a partir de otro principio general: "a diferencias relevantes, tratamiento diferencial". Lo que ahora vamos a hacer, supuesto que sabemos el camino para determinar cuándo son relevantes las diferencias, es ver cómo se despliega este segundo principio en algunos otros más determinados. Seleccionaré cuatro para no hacer esto interminable, pero cuatro que son al mismo tiempo muy usuales, muy discutidos y de cierta importancia(27). Son los siguientes:
a) Principio de satisfacción de necesidades.
b) Principio de retribución de merecimientos.
c) Principio de reconocimiento de aptitudes.
d) Principio de consideración de status.
Naturalmente estos cuatro principios no agotan todas las posibilidades
de manifestación o desarrollo del principio general. Pero tienen la virtud de poner muy
de manifiesto algunas de las dificultades de articulación de la idea de igualdad. Otros
principios no se discuten tanto: por ejemplo, aquellos que incluyen como rasgo diferencial
relevante una noción claramente deóntica, como "tener un derecho" (en sentido
amplio), "tener una obligación", "haber delinquido", etc. En estos
casos nadie discute que es adecuado un tratamiento diferenciado. Tampoco mencionaré
algunos otros de uso común, pero de menor importancia, como el de "prioridad en el
tiempo", que se usa en las listas de espera o en las colas de los teatros (y también
en los sistemas legales). Los principios que voy a tratar se caracterizan por establecer
como relevantes rasgos cuya apariencia primera es "fáctica", aunque esto, como
veremos, no convence a todo el mundo. De hecho se discute ampliamente si los rasgos en
cuestión son "hechos" o son "títulos". Además en ellos no está tan
clara la implicación entre diferencia de rasgo-diferencia de tratamiento, lo que
contribuye a suscitar espinosos problemas de aplicación. Desde luego no puede en algunos
de ellos hablarse de una implicación recíproca o "de ida y vuelta" entre rasgo
y tratamiento tan rotunda como la que se da, por ejemplo, entre cometer un delito y sufrir
una pena. Y plantean asimismo problemas de interpretación. Pero pasemos a ellos.
a) Principio de satisfacción de necesidades
Este principio impone genéricamente que la existencia de una necesidad autoriza un tratamiento diferenciado consistente en la satisfacción de esa necesidad. De acuerdo con él una norma que adjudique ese tratamiento a quien padezca la necesidad, y no lo adjudique a quien no la padezca es una norma correcta. Hasta aquí parece claro, pero a partir de aquí empiezan los problemas. Porque hay supuestos poco discutibles: hasta los neoliberales dan mejor de comer a sus hijos anémicos que a sus hijos robustos. Pero hay otros muchos en que el principio dista de resultar claro y de fácil aplicación. Dejando a un lado los problemas de fundamentación (que el lector habrá advertido que no abordo en este trabajo), la noción misma de "necesidad" es difícil de determinar. No sólo se discute cuándo puede decirse que se da una necesidad, sino también si es una noción descriptiva. Benn y Peters afirman que no es una "cuestión de hecho", sino que presupone normas. Hablar de necesidad, escriben, es hablar de algo cuya ausencia daña o va en detrimento de alguien, y los daños o detrimentos no son inteligibles sin una medida o modelo o norma mediante la cual se midan los estados de cosas(28). Otros argumentan que las expresiones de la forma "A necesita X" son incompletas, puesto que deben ser suplementadas de la forma "A necesita X para Y". Entonces lo que confiere valor de justificación no es la existencia de la necesidad, sino el "fin" o "meta" que se alcanza al satisfacerla(29). En general puede decirse que este tipo de enfoques se orientan hacia la identificación o la reducción de la "necesidad" a la posesión de un "título" a su satisfacción. Seguramente con la vista puesta en disolver el concepto de "necesidad" en el concepto de "tener un derecho". Pero esta operación es altamente complicada y sólo resulta convincente en algunos casos muy claros. Depende en una gran medida de nuestra idea de lo que es una "necesidad". Y como es notorio, sobre esto se ha escrito exhaustivamente. Se recurre a veces a la idea de "necesidades funcionales" y "necesidades intrínsecas"(30). O, en la tradición hegelomarxista (Marcuse, por ejemplo), se habla de "necesidades aparentes" y "necesidades reales". En definitiva, si no queremos afirmar que hay varias nociones heterogéneas de necesidad, tendremos al menos que admitir que el concepto de necesidad es un concepto "elástico"(31). Esto no quiere decir sino que es una noción cuyo significado es contextual. Contextual en sentido genérico y contextual en el sentido más específico de que los niveles o standards de una determinada comunidad determinan su "fuerza" en un grado muy considerable.
Con todo ello no quisiera, sin embargo, llevar al ánimo del lector que
sea un principio de imposible aplicación. De hecho se aplica cotidianamente y mantiene su
fuerza. Pero tiene dificultades exegéticas que sería deshonesto disimular. Lo que es
preciso es enfrentarse con ellas y superarlas, porque se trata de algo muy crucial para la
teoría de la justicia.
b) Principio de retribución de merecimientos
Permítaseme utilizar una palabra quizá poco hermosa, "merecimiento", para tratar de abarcar con ella tanto los "méritos" en sentido estricto como los "deméritos". En general para abarcar con ella todos aquellos supuestos en los que tenga sentido afirmar que un individuo "merece X", sea X un premio, un castigo o cualquier otra forma de tratamiento. Y advertiré también que cuando hablo de "merecimiento" presupongo que estoy hablando de una característica, rasgo o circunstancia adquirida(32), es decir, obtenida o alcanzada por un individuo consciente y activamente, y no de una característica innata o adscrita al individuo sin colaboración por su parte.
Teniendo en cuenta esto, el principio de retribución de merecimientos dispone genéricamente que la presencia de un merecimiento autoriza un tratamiento diferenciado consistente en la retribución del mismo. Una norma que dé tal tratamiento a quien posea el merecimiento y no lo dé a quien no lo posea es una norma correcta. Pero con este principio sucede casi lo mismo que con el anterior. Los problemas empiezan tras enunciarlo. Existen muchas situaciones que dan lugar a juicios de merecimiento; es decir, que se puede afirmar que alguien merece un tratamiento dado en una gran variedad de situaciones y en base a componentes muy diversos: trabajo, esfuerzo, éxito, riesgo, sacrificio, responsabilidad, etc.(33). En todos los casos lo que se ha llamado la "base del mérito" parecen ser ciertos hechos concernientes al sujeto en cuestión, pero no es tan sencillo ni aislar estos rasgos fácticos ni ponderarlos o sopesarlos para cada ocasión. El análisis de la noción de "mérito" en general ha sido muy exhaustivo. Y hay opiniones muy dispares. Hay quien piensa que es una noción normativa y la conecta directamente con reglas(34). Otros, sin embargo, tratan de matizar esa calificación y buscan diferenciar claramente el "merecer una cosa" del "tener título a una cosa"(35). Como sucedía con la noción de necesidad, aquí también se plantean problemas cuando se trata de resolver el "tener un mérito" en el "tener un derecho". En ocasiones nos sentimos inclinados a hacerlo, pero en otras no tanto. Por eso aquí también hay que ponerse a hacer distinciones: Miller, por ejemplo, distingue tres tipos de juicios de mérito: juicios amplios y poco especificados, juicios sobre modos genéricos de tratamiento y juicios sobre modos específicos de tratamiento. Kleinig, por su parte, distingue entre demandas brutas de mérito, que no tienen relación con reglas, demandas institucionalizadas de mérito, si se dan en contextos normativos, y demandas específicas de méritos. Las clasificaciones, como se puede comprender, pueden multiplicarse ampliamente, dada la variedad de contextos en que se dan este tipo de juicios.
Otro problema conexo es el de la relación que el mérito establece con el tratamiento, y, muy en particular, la que éste establece con aquél. Feinberg mantiene, muy plausiblemente, que las bases del "merecer" varían respecto al modo de tratamiento, de forma tal que ambos se implican recíprocamente(36). Es un problema que no puedo detenerme a tratar. Baste con consignar que Feinberg enumera tipos diversos de tratamiento por su relación con la base del mérito: adjudicación de premios; asignación de premios; asignación de grados; recompensas y castigos; elogio, censura y otras respuestas informales, y reparación, imputación de responsabilidad (liability) y otros modos de compensación. Es obvio que una norma cuya consecuencia sea algún tratamiento de éstos sólo tiene sentido si selecciona como condición de aplicación la base de mérito adecuada a este tratamiento. Feinberg, además, expresa esto de una manera casi idéntica a como resolvíamos antes del problema de la "relevancia": el que una persona merezca X es siempre una razón para darle X, aunque no siempre una razón concluyente.
En definitiva, también con el principio de la retribución de méritos
tenemos profundos problemas. Ante nosotros se pueden dar ciertos rasgos o circunstancias
de hecho, pero ¿cómo sabemos cuándo son méritos y cuándo no? Eso depende igualmente
de determinaciones y standards de contexto, pero en todo caso, como afirma Kleinig,
es algo que descansa en valoraciones de estos rasgos o características. Sobre qué bases
hacer esas valoraciones es problema complejo, pero que, como recordé hablando del
principio de satisfacción de necesidades, no debe inclinarnos a pensar que es un criterio
de imposible aplicación. También éste es aplicado cotidianamente, pero debe ser al
mismo tiempo desarrollado y esclarecido.
c) Principio de reconocimiento de aptitudes
Es éste un principio mucho menos problemático que los dos anteriores. Cuando hablo de "aptitudes" me refiero a rasgos o características, predominantemente innatas, que funcionan también como razones para un tratamiento diferenciado, pero que, sin embargo, no pueden ser equiparadas a los "merecimientos"(37). Me refiero a cosas tales como la inteligencia, la salud, algunos rasgos físicos, la experiencia, etc., que suelen utilizarse profusamente como requisitos para la adjudicación de empleos, oficios, tareas, etc. Se opera con este criterio cuando, por ejemplo, se exige cierta altura para seleccionar jugadores de baloncesto, ciertas condiciones físicas para seleccionar pilotos de vuelo, cierta capacidad intelectiva para funciones docentes, etc. No pueden ser considerados méritos porque, como es obvio, uno no coopera activamente en tener la estatura que tiene o en no ser daltónico. Se trata más bien de requisitos que, de ser satisfechos, suponen una cierta "aptitud" o capacidad para llevar a cabo ciertas tareas o desarrollar ciertas actividades. Pues bien, cuando la consecuencia normativa de una regla es la adjudicación de empleos cuyo contenido son esas tareas o actividades, la exigencia por la regla de esos requisitos o "aptitudes" se justifica por sí misma. Así, es correcta la norma que adjudica el empleo a quien es portador de esos rasgos diferenciales, y no los adjudica a quien carece de ellos. Como vemos, aquí también funciona la interrelación entre rasgo y tratamiento, en el sentido de que poseer la aptitud es una razón para recibir el tratamiento frente a otros, porque ese tratamiento (la adjudicación del empleo o tarea) demanda la posesión de la aptitud.
Si digo que los problemas de aplicación son aquí menores es porque
creo que gran parte de ellos pueden ser resueltos con razonamientos no valorativos, y en
especial con razonamientos teleológicos.
d) Principio de consideración de status
Aunque inicialmente pueda parecer discriminatorio que se trate diferencialmente a ciertos tipos de individuos en virtud del status que ocupan, veremos que es práctica usual y, además, ampliamente aceptada. Cuando hablo de status estoy haciendo referencia al concepto técnico usado por los sociólogos, que es más preciso que el sentido vulgar. Ocupar un status es ocupar una posición social cuyos rasgos vienen definidos por el entramado normativo de la sociedad. Ser "niño", "anciano", "varón", "pobre", "médico", "leproso", etc., son todos ellos status. Como se sabe los status tienen una especial naturaleza: son normativos en el sentido de que son definiciones hechas por normas sociales de las distintas posiciones de la sociedad. En esta dimensión son el asiento de las "exigencias del rol", expectativas normadas de conducta. Pero también son fácticos en el sentido de que consisten en la descripción de un conjunto de rasgos de hecho. Pues bien, es muy frecuente que los sistemas normativos tengan previstas consecuencias diferenciadas que demandan como condición de aplicación la ocupación de un status, de forma tal que quienes no se encuentran en el caso son tratados de otra manera. Los problemas surgen aquí porque a veces proceder de este modo está razonablemente justificado, mientras que en otras condiciones constituye una violación del principio de igualdad como no discriminación. Las normas sobre irresponsabilidad moral y jurídica de los niños, sobre la atención que ha de darse a los ancianos, etc., son del primer tipo. Pero normas que establecieran consecuencias diferenciadas por status como el de "hembra" o "mestizo" serían consideradas, en la mayoría de los casos, como discriminatorias. La selección de unas y otras estará seguramente en función de correlaciones a establecer entre el tipo de status y el tipo de tratamiento. Por ejemplo, se admite que se exima a los ancianos del trabajo, pero no que se les prive del derecho a voto; o se admite que los niños no tengan derecho a voto, pero no que se les niegue el derecho a la educación. En general las diferencias por razón de status rozan a veces nociones como las de "necesidad" o "aptitud" y podrían ser disueltas en ellas, pero en otras ocasiones mantienen una especificidad que aconseja diferenciarlas. En todo caso tampoco están exentas de problemas de aplicación y, sin embargo, son de uso cotidiano.
Antes de pasar a otro tema es necesario hacer unas consideraciones generales sobre estos principios de tratamiento diferenciado. Haber ejemplificado y discutido algunos nos ayudará para ello. Recordemos en primer lugar que algunos de los más importantes entre ellos descansan en nociones, como la de "necesidad" o "mérito", que no sólo tienen una clara resonancia deóntica, sino que eluden la aplicación de criterios interpretativos con gran facilidad. La remisión al contexto social, cultural y lingüístico se hace necesaria para descubrir la mayoría de los criterios de uso de tales nociones. Esto tiene una importancia apenas disimulable, porque supone que la determinación de la existencia de esos rasgos diferenciales es por necesidad algo variable, evolutivo en el tiempo, ligado de algún modo al desenvolvimiento de las pautas culturales de la comunidad. Esta peculiaridad liga a quien tiene que decidir sobre la aplicación de esos principios a las coordenadas que subyacen contextualmente a los lenguajes normativos. Pero ese tipo de vínculos es de una enorme labilidad.
Un segundo rasgo importante de algunas de esas nociones es su "gradualismo", es decir, que denoten realidades cuya presencia o ausencia no es definida y unitaria, sino que puede darse gradualmente, aumentando o disminuyendo de acuerdo con una escala cuya certeza de medida es muy elusiva. Por eso, cuando operan como condiciones relevantes para un tratamiento diferenciado imponen sobre ese tratamiento su misma gradualidad. A cierto "grado" de necesidad, de merecimiento, de aptitud, etc., corresponde un grado paralelo de "diferenciación" en el tratamiento. Esto es un rasgo que recuerda mucho a lo que, característicamente, Dworkin ha llamado el "peso" de los principios, es decir, aquella condición que hace imposible su aplicación en la forma "o todo o nada". Es necesario "ponderar", "sopesar", tanto su validez para un caso como el grado de esa validez(38). Esta característica vaguedad e indeterminación de las nociones mencionadas y de los principios que se construyen a partir de ellas recuerda a veces también al concepto lógico de "probabilidad" mucho más que al concepto de "verdad"(39), en el sentido de que su presencia o ausencia, su aplicabilidad o no aplicabilidad son más bien mensurables en grados y rara vez se dan completas y unitarias. Esta gradualidad y la correspondiente necesidad de "graduar" la consecuencia normativa ponen al intérprete en muy difíciles situaciones.
En tercer lugar sucede con estos principios algo que no parece suceder con los principios de no discriminación, y es que pueden entrar en conflicto entre sí. Puede, en efecto, concebirse una situación en la que nos veamos precisados a diferenciar o no diferenciar, a diferenciar en un sentido o en otro, debido a la presencia de dos o más de esos rasgos distintivos. Diferenciar en virtud de las necesidades y diferenciar en virtud de los méritos son, como es notorio, dos opciones que pueden resultar antagónicas. Hasta el punto de que son la piedra de toque de dos ideologías contrapuestas. A la hora de pensar en criterios de distribución, por ejemplo, utilizar el principio de satisfacción de necesidades o el principio de reconocimiento de aptitudes puede llevarnos a resultados diferentes. Ello quiere decir que la aplicación de esos principios a situaciones determinadas o en función de consecuencias normativas determinadas exige el establecimiento de un orden jerárquico ad hoc, de forma tal que para el caso en cuestión sepamos cuál de ellos tiene más fuerza y se impone, sobrepasa a los demás. Y estos criterios de jerarquización también dependen con frecuencia de la situación en cuestión, y usualmente de la naturaleza de la consecuencia normativa que se pretenda adjudicar.
Hay por último que tratar un problema importante que puede plantearse con respecto a ellos. Y es el siguiente: ¿son los principios de que estamos tratando, es decir, los principios de tratamiento diferenciado, principios de igualdad o son, por el contrario, principios de justicia? Y a este respecto pueden mantenerse dos posiciones. Una, que es la que mantengo aquí, tiende a considerar principios de igualdad tanto a los de no discriminación como a los de tratamiento diferenciado por rasgos relevantes. Otra que afirma en cambio que sólo los principios de no discriminación son principios de igualdad, mientras que los principios de tratamiento diferenciado son principios de Justicia. Esta cuestión implica problemas de fundamentación que aquí no he querido abordar, pero si damos por resueltos estos problemas en el sentido de que ambos tipos de principios son fundados, entonces, dejando a un lado la cuestión puramente verbal, lo que nos interesa son las consecuencias de ambas posturas. Quien mantenga la primera(40) tiene que concebir ambos tipos de principios de una manera coordinada y armónica, sin conflictos entre sí, y desplegando coherentemente el principio general de igualdad. Quien persista en diferenciar a los primeros como principios de igualdad de los segundos como principios de justicia(41) debe tener claramente prevista la posibilidad de que entren en conflicto y asumir la existencia de situaciones en que sea preciso decidir si priman los primeros o los segundos. Yo prefiero utilizar la expresión "justicia" como un vocablo genérico que denota tanto ambos tipos de principios de igualdad como otros relacionados con la certeza (lo que se ha llamado "justicia natural") y con la libertad. Pero dejando a un lado las definiciones estipulativas o lexicográficas, en seguida se cae en la cuenta de que lo que exige el problema que nos ocupa es simplemente un criterio de jerarquización para la aplicación coordinada de los dos tipos de principios. Si dispusiéramos de ese criterio ello nos permitiría coordinar la aplicación de los principios, si mantenemos la primera posición, y resolver los conflictos entre ellos, si mantenemos la segunda. Pasaré a proponer el que me parece más adecuado.
Utilizando la conocida idea del lexical order de John Rawls mantengo que, de los dos tipos de principios (no discriminación y tratamiento diferenciado), los primeros son prioritarios sobre los segundos, de forma tal que para proceder en un caso concreto a la aplicación de cualquiera de los segundos han de estar satisfechos todos los primeros. O dicho en términos más directos: la diferenciación basada en rasgos irrelevantes está satisfecha. Por ejemplo, por muy adecuada que parezca la atribución de una recompensa por determinados méritos, la norma que la estipula no es correcta si, en virtud de un rasgo irrelevante como la raza, han sido excluidos de optar a ella una clase de individuos. Esto es de gran importancia, porque rara vez encontramos el desarrollo del principio de igualdad concentrado en una norma aislada, es decir, manteniendo el esquema de relación pincipio-norma en que me he basado. Lo más frecuente es que el desarrollo del principio de igualdad tenga que materializarse a través de conjuntos de normas interrelacionadas, es decir, a través de "instituciones". Y con respecto a ellas formulo la siguiente propuesta:
"Una institución satisface el principio de igualdad si y sólo si su funcionamiento está abierto a todos en virtud de principios de no discriminación, y, una vez satisfecha esa prioridad, adjudica a sus beneficios o cargas diferenciadamente en virtud de rasgos distintivos relevantes."
Si esta idea fuera correcta, su utilización eliminaría un fuerte
contingente de problemas en la aplicación del principio de igualdad, y, para los que
mantengan la heterogeneidad entre igualdad y justicia, eliminaría muchos de los posibles
conflictos entre ellas.
F. Igualdad «formal» e igualdad «real»
En un trabajo que trata de presentar las líneas maestras de articulación del principio de igualdad y los problemas que suscita esa articulación es necesario ocuparse de una distinción que se ha hecho tan famosa y popular que ha sido incorporada incluso a algunos textos constitucionales contemporáneos. Se trata de la distinción entre igualdad "formal" e igualdad "real". Y más cuando desde los mismos planteamientos del trabajo me situé en un punto de vista que califiqué de "normativo". La idea, que tomaba de Dahrendorf, es que la igualdad o la desigualdad se "produce" por las normas, o, como dice el autor alemán muy expresivamente, que los hombres pueden ser iguales before the law, pero son desiguales after the law. Yo quería ir todavía más allá para afirmar que no sólo eso es así, sino que incluso los juicios de igualdad o desigualdad que hacemos cotidianamente sobre los hombres no son, o al menos no son fundamentalmente, enunciados descriptivos, como cuando decimos que alguien es más alto que otro o igual de alto que otro, sino que son enunciados normativos. Naturalmente esto no quiere decir que no haya entre los hombres semejanzas, acaso hasta identidades, o desemejanzas susceptibles de ser descritas; las hay, y sobre ellas precisamente opera el principio de igualdad, como hemos visto. Lo que quiere decir es que los juicios de igualdad o desigualdad, aunque tomen esos datos como materia prima no son juicios descriptivos de esos datos. Sin embargo, la distinción mencionada parece expresar un punto de vista distinto. Por eso conviene analizarla.
Si afirmamos que existe una igualdad normativa o "formal" y una igualdad fáctica o "real" tenemos que asumir la posibilidad de que ambas no coincidan, y, en concreto, y éste es el núcleo del problema, la posibilidad de que convivan una igualdad "normativa" y una desigualdad "fáctica". Es éste un tema y un argumento muy conocido, especialmente referido al Derecho. Se ha mantenido, en efecto, profusamente que el que los ciudadanos sean "iguales ante la ley" no quiere decir, sin embargo, que sean "realmente" iguales. Más bien, se mantiene, la ley les hace necesariamente desiguales de facto. La idea, como es sabido, proviene de un conocido texto de Marx que, además, como la mayoría de los suyos, ha sido trivializado hasta la exasperación. En mi opinión, lo que viene a argumentar Marx es, brevemente, lo siguiente: el principio jurídico de que "todos los miembros de la sociedad tienen igual derecho a percibir el fruto íntegro del trabajo", formulado en el programa de Gotha, es, sin embargo, un principio no igualitario, un "derecho desigual". Unos individuos son superiores física o intelectualmente a otros y dan más de sí en el trabajo; unos están casados y otros no, unos tienen más hijos que otros, etc. Si les damos el fruto de su trabajo les estamos tratando todavía desigualmente. De hecho, argumenta Marx, todo derecho es desigual: el derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual, pero los individuos son desiguales. Este abismo entre esa medida y la realidad multiforme sólo podrá ser salvado en la "fase superior" del desarrollo de la sociedad. Sólo cuando "corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva" se superará el "estrecho horizonte del derecho burgués", y sólo entonces podrá aplicarse la fórmula "De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades". Hasta aquí, casi parafraseado, el argumento de Marx. De este argumento pueden darse dos interpretaciones: una más compleja, que tenga en cuenta el contexto de la obra y el pensamiento de Marx, pero que yo creo que nos lleva a un callejón sin salida(42), y otra más inmediata, quizá más ingenua, pero desde luego más plausible. Según esta segunda interpretación, lo lógico es pensar que Marx encontraba insuficientemente igualitario el principio "todos tienen derecho al fruto íntegro del trabajo" porque generaba desigualdades, y quería ir más allá mediante la puesta en marcha de dos principios coordinados: "todos deben trabajar según su capacidad" y "todos tienen derecho a ver sus necesidades satisfechas". Cabría entonces analizar esto y suscitar quizá dudas. Por ejemplo, los que tuvieran mucha capacidad y pocas necesidades ¿no se sentirían un poco molestos? Pero como el propio Marx hace algunas afirmaciones sobre el sistema jurídico propias de su época, sus seguidores, con esa capacidad que muestran de hacer intemporal todo lo que escribió el padre fundador, han reducido el mensaje a sugerir que haya una diferencia insalvable entre la igualdad jurídica, o "formal", y la igualdad económica o "real". Pero, ¿qué puede significar esto? La verdad es que intentar encajar esas dos presuntas "igualdades" en los pares abstracto/concreto, formal/material, ideal/real, como se ha venido haciendo insistentemente, siempre me ha parecido un procedimiento un poco tosco y de endebles resultados. Categorías tan vacías como ésas pueden ser aplicadas con un alto grado de arbitrariedad. Por ello propongo reformular el problema mediante dos aserciones conectadas para proceder después a analizarlo. Podemos decir que ese dilema significa esto:
a) Disponemos de un "criterio" o medida objetivo-descriptiva de lo que es la igualdad entre los hombres.
b) Las normas jurídicas no pueden, por diversas razones, producir un estado de cosas tal que satisfaga ese criterio o medida.
Pues bien, ninguna de estas dos afirmaciones me parece, sin embargo, tan fácil de mantener. Por lo que respecta a la primera, y centrándonos en la dimensión estrictamente económica, que es, al cabo, donde se viene a situar el problema, las cosas no son tan claras como pretende esa afirmación(43). Y no tanto porque no exista un criterio o medida de desigualdad económica: la realidad es a este respecto tan pavorosa que sólo un cínico podría mantener tal hipótesis, sino porque resulta altamente dudoso que tal criterio o medida pueda ser "objetiva" y "descriptiva". En efecto, tanto en aquella fórmula de Marx como en las actuales propuestas del análisis económico se barajan siempre nociones como "necesidad", "capacidad", "bienestar", "utilidad", etc., cuyo carácter normativo es bastante ostensible(44). Sólo el puro optar entre un criterio y otro para medir las desigualdades implica ya una completa trama de juicios de valor que, sin perjuicio de su variada y a veces oscura naturaleza, son sin duda expresión de normas subyacentes. Si aceptamos esto, el primer paso de la argumentación se reduce a la afirmación de que disponemos de un "principio" de igualdad de validez absoluta e indiscutible. Ello no quiere decir que los aspectos cognoscitivos o descriptivos del principio en cuestión sean despreciables, sino simplemente que forman parte de un enunciado, o están inmersos en una argumentación, cuyo carácter básico es valorativo o normativo. La cuestión no es trivial, porque lleva consigo un replanteamiento del problema en términos muy distintos. Ahora ya no es una igualdad "fáctica" o "real" frente a una igualdad "normativa", sino un principio normativo de igualdad frente a otro u otros principios normativos de igualdad. ¿Cabe todavía, sin embargo, mantener la diferenciación?
Esto nos lleva a la segunda afirmación del dilema. Nuestro problema ahora es cómo hay que entender la aserción de que las normas jurídicas no pueden producir un estado de cosas tal que satisfaga el principio indiscutible que hemos hallado. A mi juicio, esa aserción es susceptible de tres interpretaciones: 1. Las normas jurídicas, por su especial naturaleza abstracta y general, no pueden descender al detalle concreto de la aplicación del criterio distributivo a cada uno. Esto es lo que parece sugerir Marx desde su óptica jurídica decimonónica. Hoy sabemos ya, sin embargo, que las normas jurídicas no tienen necesariamente esa "naturaleza" abstracta y general y que pueden ser tan particulares y concretas como cualquier otras. Sabemos también que la abstracción y la generalidad no son compatibles con la diversificación (como, por lo demás, lo muestra la misma fórmula de Marx). 2. Las normas jurídicas, en tanto que jurídicas, utilizan necesariamente otro criterio de igualdad distinto del mencionado e incompatible con éste. Esto ha podido concebirse quizá como consecuencia de la identificación de la igualdad jurídica con la igualdad como no discriminación, o, como se suele decir, con la igualdad "ante la ley". Pero a lo largo de este trabajo creo haber puesto de manifiesto que el principio de igualdad es no discriminación y, por tanto, es también diferenciación razonada. Y no veo ninguna tara connatural a las normas jurídicas que les impida incorporar ambos criterios si éstos son compatibles. Tampoco veo ninguna razón de peso para pensar que no lo son(45). 3. Las normas jurídicas pueden incorporar nuestro criterio, pero resulta ser una incorporación meramente retórica porque entre la vigencia formal de dichas normas y la operatividad o eficacia real de las mismas existe una interferencia del sistema económico. Así los criterios de igualdad, aunque estén reconocidos, carecen de fuerza para materializarse en la realidad. Una posible respuesta a este argumento es la de Bernard Williams. Williams, al hablar de los criterios de igualdad, hace una distinción entre "relevancia de las razones" para un tratamiento normativo y "operatividad de las razones" para ese tratamiento. Todo principio o criterio de igualdad (por ejemplo, el principio de satisfacción de necesidades) ha de estar apoyado en razones, de forma tal que el tratamiento normativo que demande opere sólo cuando se da, como condición necesaria, una razón relevante para ese tratamiento (por ejemplo, el estar enfermo para recibir tratamiento médico). Pero esa razón relevante para la distribución, por ejemplo, de tratamiento médico, puede ser condición necesaria para ese tratamiento, pero no condición suficiente para su distribución, porque, por ejemplo, un cierto sistema económico o de organización de la sanidad exija para el cuidado médico el pago de una cantidad de dinero. Entonces, y supuesto que la necesidad es el fundamento, la razón relevante, para el tratamiento, podríamos encontrarnos con que dos individuos que tengan iguales necesidades de tratamiento reciben, sin embargo, tratamientos desiguales a causa de la exigencia económica. Esta situación, dice Williams, es "un estado de cosas irracional" que viola el mismo principio de igualdad del que se partía. Lo que se impone entonces es hacer que las razones "relevantes" sean también "operativas"(46). Aunque Williams no lo sugiere expresamente, se puede conjeturar que para hacer operativas las razones relevantes las normas de distribución no han de estar inermes ante el sistema económico, sino que han de ir acompañadas de un conjunto de normas de "operatividad" que graviten sobre el sitema económico.
Pero esto, que es una solución aparentemente sencilla, plantea sin embargo algunos problemas ulteriores. Se nos presenta la igualdad como un criterio de distribución de renta por razones operativas. Este segundo criterio interfiere en el sistema económico para conseguir la "operatividad" de estas razones relevantes. Pero ¿qué es un sistema económico? Pues, simplemente, un complejo sistema de producción y distribución de bienes constituido y articulado por normas jurídicas; es decir, es también una parte del sistema jurídico, un subsistema de normas dentro del sistema jurídico. Pues bien, ese subsistema económico-jurídico establece, a través de normas jurídicas, sus propios criterios de distribución. Si aplicamos la idea de Williams nos encontramos con un sistema de normas en cuyo seno tienen vigencia dos criterios de distribución heterogéneos: uno por razones de operatividad "ética" y otro por razones de operatividad "económica". En el caso de que haya conflictos entre dos tipos de normas, ¿cómo resolverlo?
Este parece ser el problema que estaba en el fondo de toda la extendida convicción de que hay dos igualdades, la "formal" y la "real". Es, hoy por hoy, el problema de la convivencia del principio de igualdad y el sistema económico de mercado. No voy a entrar aquí en un problema de tal envergadura. Me limitaré a hacer algunas precisiones iniciales que pocas veces se tienen en cuenta. La relación de la igualdad con el "mercado" puede plantearse en dos planos distintos: el de las reglas "constitutivas" del sistema económico y el de las reglas "derivativas" de distribución del sistema económico(47). En el primero de esos planos el mercado como idea regulativa y el principio de igualdad mantienen excelentes relaciones. Incluso se ha hablado de esa idea regulativa como un modelo particularmente apto para desarrollar una concepción completa y satisfactoria de la igualdad(48). Donde surgen los problemas es en el segundo de esos planos, y muy particularmente cuando el modelo mercado se utiliza únicamente como criterio de distribución a partir de un sistema económico constituido desigualitariamente. Entonces los conflictos operatividad ética-operatividad económica son inevitables. En esa tesitura se hace preciso establecer nuevamente una tabla jerárquica de prioridad de criterios. La más intuitivamente aceptable, también en lexical order, vendría a decir lo siguiente: "El criterio de distribución de operatividad económica sólo entra en funcionamiento una vez satisfecho el criterio de distribución de operatividad ética." Muchos pueden ver en la aplicación de esta máxima una fórmula fácil de solución del dilema. Pero seguramente no es más que el comienzo de otros muchos problemas de mayor alcance todavía. Si se diera el caso, por ejemplo, de que el criterio de distribución de operatividad ética se demostrara "insaciable"(49), ello supondría que el criterio de operatividad económica no entraría nunca en funcionamiento. Estaríamos en realidad proponiendo que el sistema económico de mercado actuara únicamente como sistema de producción, pero no de distribución. Y ello por razones morales. He aquí la tarea heroica de la ética.
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