Teoria del dret   Debat   El principio de igualdad: Introducción a
su análisis



C. Igualdad y no discriminación 

Todo principio moral o jurídico, como toda norma, trata de "proyectarse", de "enfrentarse" con la realidad, en el sentido de que trata de superponerse a ella para modularla, consagrándola o modificándola. La realidad con la que se enfrenta el principio de igualdad, a través de ese abanico de normas mencionado, es la de la enorme multiplicidad de rasgos, caracteres y circunstancias de los seres humanos. Muchos de esos rasgos hacen a algunos seres humanos semejantes entre sí y otros muchos los hacen desemejantes. El equipamiento fisiológico, por ejemplo, hace semejantes a la mayoría de los seres humanos, el rasgo de pertenecer a una de las "razas" hace a muchos semejantes entre sí pero desemejantes respecto a otros muchos, el rasgo de poseer una determinada experiencia o personalidad hace a los seres humanos mayoritariamente desemejantes entre sí. Frente a esta enorme multiplicidad de factores de semejanza y desemejanza el principio de igualdad opera imponiendo ciertas constricciones a los tipos de tratamiento normativo que los toman como base. Las diferencias entre los seres humanos son un dato de la realidad. Sobre ese dato se aplican las normas. Las normas pueden tomar en cuenta las diferencias humanas para poder llevar a cabo paralelas diferencias en las consecuencias normativas. Pues bien, el principio de igualdad trata precisamente de establecer cuándo está justificado establecer diferencias en las consecuencias normativas y cuándo no está justificado. Al hacer esto, el principio de igualdad se despliega en un abanico de principios de segundo orden y de normas concretas que se ocupan de catalogar los rasgos que diferencian a los seres humanos, los rasgos distintivos, en función de su "relevancia" o "irrelevancia" como justificaciones de tratamiento diferenciado. De esos principios y normas los que más directa e intuitivamente parecen expresar la idea de igualdad son aquellos que se ocupan de la cancelación de ciertos rasgos distintivos como razones relevantes para diferenciar en el tratamiento normativo. Son aquellos que prohíben prever una consecuencia normativa en presencia del rasgo y una consecuencia normativa distinta en ausencia de él. Aunque los seres humanos se diferencien entre sí en virtud de ese rasgo, las consecuencias normativas previstas deben ser las mismas para todos ellos. Ejemplos típicos de esto son la cancelación de rasgos distintivos como la raza, el sexo, el estado social, las convicciones religiosas, etc., como rasgos relevantes para establecer diferencias en la atribución de derechos políticos. Lo que se expresa diciendo que esos rasgos son "irrelevantes" es la dimensión genérica de "no discriminación" que tiene prima facie el principio de igualdad. Igualdad es, de modo inmediato, no discriminación, y no discriminación es simplemente la cancelación de diferencias como razones relevantes para la diferenciación normativa. No debe haber diferencias normativas que tomen como base rasgos irrelevantes. Por ello es explicable que se tienda a identificar la igualdad, sobre todo, con la no discriminación, pues al efectuar esa cancelación de rasgos los seres humanos aumentan su grado de semejanza frente a la consecuencia normativa. Las normas se ocupan de ellos "como si fueran iguales". De ese modo, la igualdad opera, en efecto, una "homogeneización" de los individuos frente a las normas, puesto que al ignorar o determinar que se ignoren muchos de aquellos rasgos que los distinguen de hecho, tiende a hacer "más iguales" a esos individuos desde el punto de vista de las consecuencias normativas. 

En esta dimensión básica de no discriminación el principio de igualdad tiene una propiedad que es importante señalar: es un principio necesariamente abierto. Abierto en dos sentidos. En primer lugar ha sido abierto históricamente. Podemos en efecto comprobar cómo, a lo largo de la historia, algunos rasgos distintivos de los hombres, de ser considerados relevantes a efectos ético-políticos han pasado a ser tenidos como irrelevantes. Tales son, por ejemplo, las convicciones religiosas tras las guerras de religión, el status social tras la revolución francesa, la raza tras la guerra de secesión americana, etc. Parece así que la idea de igualdad va "tomando cuerpo", encontrando su realización normativa, su vigencia, en el seno de la moralidad positiva y del sistema jurídico de las comunidades históricas. Siguiendo esa misma dinámica no podemos excluir que el curso de ese proceso histórico contemple en el futuro el paso paulatino de algunos rasgos ahora considerados como irrelevantes. La raza, el sexo, la religión han sido ejemplos particularmente dramáticos y disputados, pero hay muchos más que, por obvios, no han sido ni siquiera mencionados en la historia: poseer un lunar en el antebrazo, practicar la equitación, ser aficionado a la filatelia, etc. Esta es la razón de que el principio de igualdad, en su vertiente de no discrimunación, tenga que ser, tanto en el mundo moral como en el político o en el jurídico, una "cláusula abierta", lo que plantea algunos problemas, por ejemplo en la aplicación judicial del principio constitucional de igualdad. 

Desde esta perspectiva inicial podemos ya hacer un primer esbozo de lo que se ha llamado el "igualitarismo". El igualitarismo aparece como una cuestión de grado. En el extremo estaría el igualitarismo radical, que es aquel que mantiene que ningún rasgo distintivo de ningún ser humano es relevante para operar en base a él una diferenciación en la consecuencia normativa. Que yo sepa, nadie ha mantenido semejante posición, aunque quienes combaten el principio de igualdad lo proponen a veces como modelo por lo fácil que resulta hacer diana crítica en él. En el extremo contrario estaría el "anti-igualitario" total, que sería aquel que opinara que cualquier rasgo distintivo de cualquier tipo que fuera, por trivial que resultara para diferenciar a un ser humano de otro, sería base suficiente para una paralela diferenciación en la consecuencia normativa. Tampoco conozco a nadie que se haya aventurado a tanto. El principio de igualdad opera cancelando a través de sus tentáculos normativos los rasgos "irrelevantes", pero no cancela los rasgos relevantes. Es más, el principio de igualdad tiene como núcleo el señalar con nitidez la frontera entre la relevancia y la irrelevancia de los rasgos, pues precisamente porque prescribe que frente a rasgos irrelevantes no cabe hacer diferenciación, mantener el tratamiento normativo igual, es decir, no diferenciar, sería incorrecto. Podría decirse que tan contrario al principio es proponer diferentes consecuencias normativas en base a rasgos "irrelevantes", como proponer la misma consecuencia normativa para dos supuestos ignorando la presencia de rasgos "relevantes" en uno de ellos. Tan incorrecto es no conceder una medalla olímpica a un atleta negro por ser negro, como no concedérsela a un atleta blanco aunque sea el vencedor.

D. Los juicios de «relevancia» 

Si el principio de igualdad afirma que cuando no hay diferencias "relevantes" el tratamiento debe ser igual y cuando hay diferencias relevantes el tratamiento ha de ser diferenciado, entonces la clave de toda la maquinaria del principio es la determinación de lo que es la "relevancia" de los rasgos. Si tuviéramos una fórmula para decidir, frente a un rasgo distintivo, si se trata de algo relevante o irrelevante, entonces tendríamos resuelto con cierta claridad el problema de aplicar el principio de igualdad. Desafortunadamente no cabe alimentar mucho optimismo a este respecto. La naturaleza de lo que, para abreviar, llamaré "juicios de relevancia" no se presta, al menos en el discurso moral, a una contrastación precisa y objetiva. Veámoslo. 

En general la expresión "relevante" o el concepto de "relevancia" se usa en múltiples contextos difíciles de homogeneizar. Desde luego se trata de un concepto "relacional": algo es relevante para algo, en función de otra cosa, pero el tipo de relación que sea la relación de relevancia es algo multívoco, vago. Para empezar a iluminarlo un poco podemos traer a colación el uso que se hace del término, por ejemplo en la argumentación inductiva, y en particular cuando se desarrolla un razonamiento por analogía. Un razonamiento inductivo por analogía es aquel en que se infiere como conclusión que un acontecimiento A ha de producirse dado un estado de cosas B, a partir de la observación de que ese mismo acontecimiento A se ha producido como un estado de cosas relevantemente similar al estado de cosas B(21). Si el automóvil de Juan consume mucho aceite, entonces el automóvil de Luis, que es del mismo modelo y marca, también consumirá mucho aceite. Este tipo de argumento nunca es concluyente: Luis puede ser cuidadoso con el motor de su automóvil y Juan descuidado, o pueden vivir en climas distintos o utilizar distinto tipo de aceite. Pero en todo caso, para que esta argumentación sea mínimamente fuerte, los rasgos "similares" de los dos estados de cosas han de ser "relevantes". Decir que el automóvil de Luis también gastará mucho aceite porque es del mismo color que el de Juan o fue comprado el mismo año es un razonamiento falaz, porque ni el color ni el año de compra tienen, que se sepa, ninguna relación con el consumo de aceite. Por lo tanto, en el razonamiento analógico "relevante" denota la existencia de alguna relación entre los rasgos seleccionados como similares y el evento que se predice. Si los rasgos que se seleccionan como similares en ambos estados de cosas no tienen relación alguna con el acontecimiento que se predice, entonces no son rasgos "relevantes" para el razonamiento analógico. Naturalmente el tipo de relación con el que aquí se está tratando es el de relación causal. De hecho la idea de "relevancia" en la argumentación analógica es una aplicación de la idea de relevancia causal. Un estado de cosas A es relevante causalmente respecto de otro estado de cosas B, cuando el estado de cosas A es una condición necesaria o suficiente para que se produzca un estado de cosas B. Una variante de la relevancia causal se produce también en la "argumentación teleológica". Se habla así de relevancia de los medios para los fines en el sentido de "virtud" o eficacia de ciertos medios para alcanzar ciertos fines. Se ha discutido mucho si la relación de relevancia teleológica es una relación causal o lógica, y no se trata de una discusión perfectamente ajena a nuestra indagación: a veces se ha utilizado la idea de relevancia teleológica en razonamientos conectados con la igualdad. Además, si la argumentación teleológica tiene una lógica interna, también la puede tener la argumentación ética. Y esto, como veremos después, es decisivo para nuestro problema. 

En estos contextos la idea de relevancia hace referencia a relaciones de hecho (de causa-efecto, de medio-fin). En contextos normativos, que son los que aquí interesan, las cosas no son así. Se dice en ellos que ciertos hechos son "relevantes" para una norma cuando figuran previstos en ella como condición de aplicación de las consecuencias normativas. La relación de relevancia no es aquí una relación de hecho, sino una relación deóntica y la establece la propia norma al conectar tales condiciones con las consecuencias. Esto la hace especialmente problemática, porque mientras que en los casos anteriores podemos disponer de un test preciso para saber si el juicio de relevancia es correcto: a saber, la verificación de si A produce o no produce B, en el caso de la relación de relevancia establecida en la norma la existencia de un test que nos diga si la relevancia deóntica establecida en una norma es correcta o no resulta ser, como es notorio, mucho más complicada. El test de "corrección" del juicio de relevancia causal es un test fáctico, pero el test de "corrección" de un enunciado de relevancia normativa es también un enunciado normativo, un criterio ético de enunciamiento de normas. Si dispusiéramos de ese test o criterio las cosas serían relativamente sencillas. El principio de igualdad nos dice: Si las diferencias son irrelevantes, el tratamiento normativo ha de ser igual; si las diferencias son relevantes, el tratamiento ha de ser diferenciado. Pero ¿cuáles son las diferencias relevantes éticamente y cuáles las irrelevantes?, ¿y cuál es el tratamiento "diferenciado" que demandan aquéllas? 

Como viene sucediendo en toda cuestión crucial de la teoría ética, en ésta se dan también tres posiciones fuertes que tratan de responder a la pregunta. En primer lugar, la posición de quienes niegan que podamos responderla fundadamente. Como escriben Benn y Peters: "No hay fórmulas para determinar qué diferencias son relevantes para un propósito dado, o para medir el grado de distinción que justificarían…"(22). Es claro que desde esta posición el funcionamiento del principio de igualdad tropieza con un obstáculo insalvable. Si no sabemos cuándo las diferencias son relevantes o irrelevantes no podemos saber cuándo procede el tratamiento igual y cuándo el tratamiento diferenciado. 

En segundo lugar estaría la posición utilitarista. Hay un párrafo de Hospers que la explicita muy bien: "Las reglas del tratamiento igual tienen verdaderamente una gran utilidad; pero el utilitarismo de la regla afirmaría que pueden suspenderse a veces, o más bien, ceder el paso a reglas de utilidad todavía mayor que no las incluyen, si con ello puede alcanzarse algún bien muy grande o impedirse algún mal muy grande"(23). Pero el utilitarista lo que hace es hurtar el problema. Si el tratamiento igual produce utilidad, entonces se aplica; si el tratamiento desigual produce mayor utilidad, entonces se "suspende" el tratamiento igual. En realidad aquí no se trata de si ciertos rasgos son relevantes "moralmente" con respecto a cierto tratamiento, sino si este tratamiento es relevante "teleológicamente" para la producción de "algún bien muy grande". Y si es esa relación la que cuenta, entonces la presencia o ausencia de diferencias relevantes es indiferente: podría procederse al tratamiento desigual tanto en presencia como en ausencia de ellas. El utilitarismo justifica la desigualdad de tratamiento en función de "resultados". Tampoco, pues, resuelve nuestro problema. 

En tercer lugar está la posición difícil, es decir, aquella que calibra el problema y arriesga una respuesta. Empezaremos a diseñarla a partir de la teoría de Hare sobre la "relevancia moral": "La cuestión de qué rasgos de una situación son moralmente relevantes se reduce así a la cuestión de qué principios morales son aplicables a la situación; cualquier rasgo que figure en uno de esos principios es relevante. Y la cuestión de qué rasgos pueden ser moralmente relevantes se transforma en (collapses into) la cuestión de qué restricciones hay en la forma o en el contenido de los principios morales"(24). El problema de la relevancia queda así, a mi juicio, correctamente enmarcado: las diferencias son moralmente relevantes si son recogidas como tales en principios morales. Hay un criterio normativo, ético, que nos indica qué diferencias son relevantes y qué diferencias no lo son. Sucede, sin embargo, que una posición de este tipo podría también tener sus fallos, porque depende en buena medida de lo que entendamos por principios. La crítica de Bernard Williams lo ilustra muy bien. Williams se opone a los que piensan que "la cuestión de si una cierta consideración es relevante para un tema moral es una cuestión evaluativa". Su crítica se dirige precisamente contra aquellos que opinan que "aseverar que una consideración es relevante o irrelevante para una cierta cuestión moral es en sí adherirse uno mismo a un cierto tipo de principio o punto de vista moral". Cualquiera, parece argumentar Williams, podría universalizar su propia posición y construir así un principio para hacer relevantes o irrelevantes los rasgos que le apetezcan. Esto para él no es sino "una aserción de voluntad puramente arbitraria". Para determinar lo que cuenta como relevante o irrelevante es necesario determinar lo que cuenta como "razones morales" para un determinado tratamiento, y lo que cuenta como tal, parece afirmar Williams, son las exigencias morales que se derivan de ciertos rasgos de los hombres. Es decir, es la presencia de ciertos rasgos lo que suministra un fundamento para la demanda moral de cierto tratamiento(25). Esta posición crítica suscita muchos interrogantes, pero no obstante me parece que ilumina el problema. Es la "naturaleza" o característica especial del rasgo distintivo lo que justifica la consecuencia diferenciadora. Hay entre diferencia "relevante" y consecuencia diferenciadora una especie de vinculación "lógica" o "racional", de forma tal que es el rasgo distintivo lo que sirve de "razón" para la diferenciación. Raz lo ha visto muy bien al explicar de qué modo entiende lo que es un principio y cómo se expresa exhaustivamente: "Una expresión de un principio es una expresión penetrante (perspicacious) si la condición de aplicación que especifica es también el fundamento (ground) para la consecuencia normativa o si indica la naturaleza de ese fundamento. El fundamento para una consecuencia normativa es la razón que justifica esa consecuencia"(26). Este me parece ser el tipo de principios que andábamos buscando: aquellos principios que recogen un rasgo diferencial porque es una razón para un tratamiento diferencial. Así, nuestro problema se reduce a distinguir dos tipos de principios y a usarlos como criterio evaluador de normas: a) Principios que señalan rasgos distintivos que no son razones para tratamiento diferenciado, y b) Principios que incorporan rasgos distintivos que son razones para un tratamiento diferenciado. Naturalmente los más problemáticos son estos segundos, es decir, aquellos que demandan una conexión de "razón" o de "fundamento" entre la condición de aplicación y la consecuencia normativa. Sólo cuando se da esa conexión nos encontramos con una diferencia "relevante" que abra paso a un tratamiento normativo diferenciado. La pregunta ahora es: ¿qué tipo de conexión es ésa? 

Antes he escrito quizás un poco a la ligera que entre la condición y la consecuencia normativa hay una especie de vinculación "lógica" o "racional". Esto es lo que necesita explicación. Veamos si puedo darla: imaginemos que estamos analizando dos normas que rezan así: 

N1: "Si alguien necesita compañía, debes permanecer junto a él." 

N2: "Si alguien necesita compañía, debes huir de su lado." 

Ambas normas cumplen con el esquema deóntico que aquí utilizamos de forma que si la vinculación entre condición y consecuencia que buscamos estribara únicamente en el estar unidas formalmente por un operador deóntico, ambas estarían en el caso. El problema que tenemos ahora entre manos es el de saber por qué N1, que tiene una estructura formal idéntica a N2, parece sin embargo una norma más racional. Si interrogamos a una persona al respecto: ¿Por qué permaneciste junto a él?, y nos responde: Porque necesitaba compañía, esto nos parece una razón. Si, por el contrario, le preguntamos: ¿Por qué huiste de su lado?, y nos responde: Porque necesitaba compañía, esto no nos parece una razón. Rápidamente le pediremos "que se explique", es decir, que nos dé una razón ulterior. El lenguaje usual es a veces muy revelador: "Permanecí junto a él porque necesitaba compañía"; "Huí de su lado aunque necesitaba compañía". El primer enunciado constituye una "justificación"; el segundo, para usar una terminología conocida, suena más bien a "excusa", o al menos la demanda imperiosamente. Para ir directamente al grano: en el primer caso hay una relación de "implicación" entre la condición de aplicación y la consecuencia normativa que en el segundo caso no hay. Y lo que quiero mantener es que se da la "relevancia" de los rasgos distintivos para el tratamiento diferenciado cuando se da esa implicación entre unos y otros. Y una implicación que está más allá o más arriba de la mera vinculación derivada del operador deóntico, porque carece de sentido vincular deónticamente dos proposiciones que se implican de esa manera. Me inclino a pensar que ha de ser una de estas dos cosas (o las dos simultáneamente): o bien que la condición de aplicación es un enunciado normativo encubierto o solapado, un "hechizo" más del lenguaje usual, que demanda una consecuencia coherente con ese enunciado. O bien una implicación de tipo contextual o pragmático de acuerdo con la cual, en un determinado contexto sociolingüístico, ciertos enunciados sobre estados de dos cosas "presuponen", "entrañan", demandan o sugieren otros enunciados sobre estados de cosas conexos. Cuando esos enunciados primeros integran la condición de aplicación de una norma y sus enunciados "conexos" aparecen en ella como consecuencia normativa, entonces esa norma está dotada, en ese contexto sociolingüístico, de una justificación interna. Una diferencia es "relevante" para un tratamiento normativo diferenciado cuando tal diferencia y tal tratamiento se encuentran vinculados en un enunciado normativo de uno de esos dos tipos (o de los dos simultáneamente).

 

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