Teoria del dret | M-3 | Hart y la escuela analítica inglesa |
Destaca especialmente Hart que no es lo mismo tener un hábito (como ir al cine) que aceptar una regla (como descubrirse al entrar a una iglesia). Tanto el hábito como la regla implican una conducta generalizada; pero
Pero las reglas tienen un aspecto interno que consiste en ver, en la conducta de que se trata, una pauta o criterio general de comportamiento a ser seguido por el grupo como un todo.
En suma, la continuidad de la autoridad legislativa depende de aquella forma de práctica social que constituye la aceptación de una regla. Aún si se concede que una persona dé órdenes habitualmente obedecidas (a las que llamamos derecho), los hábitos de obediencia a cada uno de los miembros de una dinastía no bastan para dar razón del derecho a suceder y, por consiguiente, de la continuidad:
Esta aceptación general de las reglas que confieren autoridad para legislar se traduce en diversas actitudes para cada grupo de personas: para los legisladores, cuando dictan normas de acuerdo con las reglas que los autorizan; para los tribunales, cuando aplican las normas dictadas por las personas facultadas; para los abogados, cuando informan y aconsejan a los ciudadanos según las normas dictadas por aquellas personas, y para los ciudadanos mediante su aquiescencia con los resultados de estos actos oficiales, su acatamiento de las reglas y el ejercicio de las potestades que ellas les confieren.
Según Hart, pues, la teoría de los hábitos de obediencia no explica la continuidad de los legisladores. Pero todavía cita un argumento más. ¿Cómo es posible que el derecho creado por un legislador desaparecido sea todavía obligatorio, cuando ya no pueda hablarse de obediencia habitual a su persona? Hobbes, Bentham y Austin intentan explicarlo afirmando que no es la obediencia al legislador que la dictó lo que hace obligatoria la norma, sino la autoridad del soberano actual que sigue aplicándola. Naturalmente, no se trata ya de una orden explícita sino de un reconocimiento tácito, consistente en el hecho de no interferir en la aplicación de la ley hecha por sus agentes; y con esto se vuelve a la ya criticada teoría de las órdenes implícitas o tácitas.
El concepto mismo del soberano como autoridad ilimitada también es objeto de controversia para Hart: en una sociedad dada pueden existir garantías o derechos de nivel constitucional que no puedan ser válidamente vulneradas por el legislador supremo, que vería así limitada su competencia sin que por ello debiese entenderse que obedece habitualmente a nadie. En consecuencia, para averiguar si una pretendida regla es o no derecho no hace falta saber si el que la dictó obedece a alguien, sino simplemente si estaba autorizado para hacerlo; y para demostrar que existe un sistema jurídico independiente no hace falta probar que su legislador supremo es ilimitado jurídicamente, o que no obedece habitualmente a nadie: hay que demostrar que las reglas que habilitan a ese legislador no confieren autoridad superior a otros legisladores de otros territorios. En resumen, un legislador puede ser supremo sin ser limitado, y lo fundamental es la presencia o la ausencia de reglas sobre la competencia para legislar.
4. Las reglas secundarias
Los inconvenientes observados en la teoría de Austin mueven a Hart a formular su propia concepción; y, a diferencia de Kelsen, que parte de la idea de coacción, él prefiere construir su teoría a partir de la idea de obligación.
En este menester, comienza por desechar un concepto psicológico de obligación: puesto que no es lo mismo sentirse obligado que tener una obligación, quien no atribuye valor alguno a la regla no deja por eso de estar obligado.
En concreto, decir que una persona tiene una obligación no implica para Hart afirmación alguna sobre sus sentimientos, ni significa tampoco que es probable que cierta desviación de su conducta provoque determinada reacción hostil. El enunciado de obligación se limita a establecer que el caso de esa persona cae bajo cierta regla, aunque presupone -como trasfondo- que las conductas irregulares enfrentan generalmente reacciones hostiles. Pero para comprender la estructura del derecho, hay que advertir que las reglas pueden ser consideradas desde dos ángulos distintos.
Uno de ellos es el "punto de vista externo". En él se sitúa el mero observador que, sin aceptar las reglas, se limita a comprobar la existencia de ellas en una comunidad que las acepta. Para el observador que emplea esta óptica -por ejemplo, a través del estudio de simples regularidades de conducta- la luz roja de un semáforo es un signo indicador de una alta probabilidad de que el tránsito se detenga. Pero esta descripción no está concebida en términos normativos, ni se desprenden de ella las nociones de obligación y de deber que emana de la idea de regla.
Para reproducir la manera en que las reglas funcionen, generalmente, hay que recurrir al "punto de vista interno". Esta es la perspectiva en que se colocan los funcionarios, abogados o particulares que aceptan las reglas como tales y las usan como guías de su propia conducta y como criterios de interpretación de las acciones propias y ajenas. Para estas personas, la luz roja no es un mero signo, sino una señal para que el tránsito se detenga y -lo que es más importante- una razón para detenerse, sí como el delito no es sólo un hacho que torna probable el castigo, sino precisamente el fundamento de la sanción.
Ahora bien, aún si se acepta todo esto, una sociedad donde sólo existieran reglas primarias de obligación (versión hartiana corregida de las "órdenes respaldadas por amenazas" de Austin), adolecería de ciertos defectos capaces de poner en peligro su funcionamiento. Las reglas carecerían de certeza, ya que no formarían un sistema ni existiría un criterio para identificarlas. Serían estáticas, pues no habría otro método que el consuetudinario para su abrogación, creación o modificación. Y además, la presión social resultaría ineficiente, pues su aplicación, libra da a los individuos afectados o al grupo en su conjunto, quedaría afectada por las controversias que pudieran plantearse sobre la licitud o la ilicitud de determinada conducta, o aún sobre la efectiva comisión de la conducta ilícita, discusiones que carecerían de un método definitivo para zanjarlas.
Hart considera demostrada así la necesidad de incluir en el esquema las reglas secundarias, que a menudo describe como "reglas que confieren facultades", pero que tal vez sería más apropiado describir como "reglas de segundo nivel" o "metarreglas". Entre ellas, las reglas de cambio son las que facultan a ciertos individuos o cuerpos colegiados para crear nuevas reglas primarias así como para derogar o modificar las anteriores: las reglas de adjudicación facultan a ciertas personas para determinar, en forma revestida de autoridad, si en una ocasión particular se ha transgredido una regla primaria; y la regla de reconocimiento (de la que sólo en cierto sentido puede afirmarse que "confiere facultades") es la que establece un criterio o grupo de criterios fijos y uniformes para determinar cuándo una regla cualquiera ha de ser considerada obligatoria para el grupo y sustentada por la presión social que dentro de él se ejerce.
5. La regla de reconocimiento como base del sistema.
Por cierto, la importancia de la regla de reconocimiento es tal que ella se convierte en el centro o base de cualquier sistema jurídico. Todas las reglas primarias de obligación se reconocen como tales a través de los criterios contenidos en la regla de reconocimiento o por medio de algún criterio delegado; pero, incluso, las reglas de cambio y de adjudicación dependen de los mismos criterios. Y entonces, ¿cómo se reconoce la propia regla de su reconocimiento? O, como diría Kelsen ¿cuál es el fundamento de su validez?
La respuesta de Hart remite a los puntos de vista desde los que puede verse el fenómeno de la obligación. Rara vez la regla de reconocimiento es formulada: generalmente su existencia se muestra en el uso que de ella hacen los tribunales, los funcionarios, los súbditos o sus consejeros. Ese uso es característico del punto de vista interno, y se traduce en su propio lenguaje natural; por ejemplo se dirá: "el Derecho dispone...". En cambio, un observador situado en el punto de vista externo diría, verbigracia: "En Inglaterra reconocen como derecho...". La primera forma de expresión puede denominarse enunciado interno, pues usa la regla de reconocimiento y la acepta sin manifestar expresamente que está aplicándola y aceptándola. La segunda es un enunciado externo, pues, sin aceptar la regla de reconocimiento, enuncia el hecho de que otros la aceptan.
Si se tiene en cuenta que generalmente la palabra "válido" se usa en enunciados internos, es posible afirmar que una regla es válida cuando satisface todos los requisitos establecidos en la regla de reconocimiento. Esta forma de validez no tiene para Hart relación alguna con la eficacia, a menos que la propia regla de reconocimiento incluya entre sus criterios el de que una regla primaria es válida siempre que no haya dejado de ser eficaz (regla del desuso).
Sin embargo, hay que distinguir entre la eficacia de una regla en particular y la del sistema en general, porque carecería de objeto determinar los derechos y deberes de los particulares con referencia a un sistema que, en general, no es eficaz. En este último caso no se puede decir que tal es el sistema jurídico de la comunidad. Cabe afirmar, entonces, que toda persona que formula un enunciado interno respecto de la validez de una regla primaria presupone el enunciado fáctico externo de que el sistema es generalmente eficaz; dicho de otro modo, que la eficacia del sistema es el contexto o el trasfondo normal de todo enunciado interno.
Esto no implica, sin embargo, que un enunciado de validez signifique que el sistema es generalmente eficaz: y tampoco permite fundar la validez de la regla de reconocimiento, a la manera kelseniana, en una postulación o hipótesis. Para Hart es verdad que los enunciados internos corrientes de validez presuponen algunos hechos que un enunciado externo haría explícitos; pero estos presupuestos forman parte del trasfondo o contexto normal de tales enunciados. Cada vez que se afirma la validez de una regla, se usa y se acepta una regla de reconocimiento; y a la vez, se presupone que dicha regla de reconocimiento es aceptada por la comunidad. Pero si se pusiera en duda alguno de estos presupuestos, su verdad podría ser demostrada por referencia a la práctica efectiva de la comunidad.
No puede, pues, presentarse el problema de la validez respecto de la propia regla de reconocimiento. Ella no es válida ni inválida: sólo se la acepta. Decir que la regla de reconocimiento "se da por admitida pero no puede ser demostrada" vale tanto para Hart como afirmar que "se admite" que el metro patrón de París, que es el criterio de corrección de todas las medidas, es en sí mismo correcto. Afirmar que la regla de reconocimiento existe es formular un enunciado externo, a saber, afirmarla como práctica compleja pero concordante de jueces, funcionarios y súbditos. Su existencia es cuestión de hecho, y sobre este factor empírico se construye la teoría jurídica de Hart.
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