Introducción. Cuestiones de método

  • Iván Rega Castro

     Iván Rega Castro

    Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela, en la actualidad es investigador postdoctoral del Departament d’Historia de l’Art i Història Social de la Universitat de Lleida y miembro del Centre d’Art d’Època Moderna.

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Introducción

¿Qué significa «leer» una imagen? ¿Se puede leer la imagen como un texto? ¿Es el arte un lenguaje? En este contexto, parece más apropiado hablar de «leer» antes que simplemente de «mirar» cuadros, películas, fotografías o esculturas. En cualquier caso, si una obra de arte es susceptible de ser leída, esto es, de entender o interpretar su significado, de comprender su sentido, seguramente haya maneras de hacerlo correctamente y de hacerlo mal. Para leer o mirar imágenes pareciera bastar la capacidad que tenemos todos de reconocer en una imagen algo que hayamos visto antes en el mundo real o en otras imágenes. No obstante, aprender a «mirar» no es una capacidad que se desarrolla en nosotros de forma innata, es decir, no es automática.
Es necesario adquirir una serie de conocimientos básicos y poner en funcionamiento un sistema o método de interpretación. En las páginas siguientes os familiarizaréis con este método, es decir la iconografía e iconología, que sirven a los historiadores del arte para efectuar una lectura o interpretación de la obra de arte dentro de sus correctas coordenadas de tiempo y espacio. Por consiguiente, una vez hayáis interiorizado los tres niveles de significación de la obra de arte, que en su día formuló Erwin Panofsky en diferentes trabajos (1935-1968), y hayáis asimilado los contenidos de este módulo, comprenderéis en qué consiste el trabajo del iconógrafo y/o del iconólogo –no es que la distinción entre estas disciplinas (iconografía e iconología) sea ahora una cuestión fundamental.
Sin embargo, dejemos que sea otro de los padres de la disciplina, Ernst Gombrich, quien os diga en qué consiste un manual de iconografía y que sea él quien os dé la primera regla metodológica, a modo de bienvenida al módulo.

«Hay que reconocer que resulta más apasionante leer o escribir historias de detectives que leer libros de cocina, pero son estos últimos los que nos explican la manera en que se hacen corrientemente las comidas y, mutatis mutandis, si es de esperar que alguna vez se sirvan los dulces delante de la sopa. [...] Deberíamos exigir al iconólogo que después de cada uno de sus vuelos volviera a su base y nos explicara si los programas del tipo de los que ha disfrutado reconstruyendo pueden documentarse con fuentes primarias o solo con las obras de sus colegas iconólogos. De lo contrario, correremos el peligro de estar construyendo un modo místico de simbolismo, casi igual a como el Renacimiento construyó una ciencia ficticia de los jeroglíficos basada en una falsa idea de partida acerca de la naturaleza de la escritura egipcia».

E. H. Gombrich, Imágenes simbólicas. Estudios sobre el arte del Renacimiento (1983/1972, pág. 48).

Objetivos

Los objetivos que deberá alcanzar el estudiante tras trabajar los materiales didácticos de este módulo son los siguientes:
  1. Adquirir la terminología y las herramientas de análisis e investigación para entender e interpretar correctamente la significación de una obra de arte, siempre en relación con sus fuentes literarias o textuales.

  2. Distinguir entre iconología e iconografía, y diferenciar estas dos posturas metodológicas en el estudio de la historia del arte.

  3. Adquirir una serie de conocimientos básicos y familiarizarse con un sistema o método de interpretación, es decir, el método iconológico, para efectuar una lectura o interpretación de la obra de arte dentro de sus correctas coordenadas de tiempo y espacio.

1.El lenguaje de las imágenes

No cabe duda que vivimos en la «sociedad de la imagen». Además, damos por hecho que existe una comunicación visual o una cultura visual y que las imágenes son portadoras de significados. Durante gran parte del siglo XIX y el XX se generalizaron dos ideas –¿preconceptos?– en torno a las imágenes, que, en gran medida, aún perviven en amplios sectores de las sociedades contemporáneas. Las imágenes son «copias fieles» de la realidad y, por ende, no mienten; y las imágenes tienen significados apriorísticos que es posible «leer» sin recurrir para nada a otro tipo de experiencia diferente de la experiencia sensible, es decir, que las imágenes «hablan» por sí solas.
Pero las imágenes nunca están solas (1) ; siempre aparecen contextualizadas en el marco de una sociedad, tiempo y lugar. Es ahí donde radican las claves para una correcta lectura e interpretación de las imágenes y no en las imágenes mismas. Consecuentemente, su significado siempre es el resultado de múltiples relaciones (sociales, ideológicas, políticas, morales, religiosas, etc.) que se establecen con las mismas. Y es que también los medios de producción, circulación y recepción de las imágenes, cambiantes según coordenadas de tiempo y espacio, alteran nuestra manera de entender o interpretar su significado, de comprender su sentido.
(1) El arte puede ofrecer –y de hecho lo hace frecuentemente– testimonio de algunos aspectos de la realidad social que los textos pasan por alto. Pero el arte figurativo a menudo es menos “realista” de lo que parece. Así pues, la crítica de las fuentes es fundamental. Para un amplio análisis sobre cómo pueden utilizarse las imágenes como documento histórico, véase Francis, Haskell (1994). La historia y sus imágenes: el arte y la interpretación del pasado. Madrid: Alianza, y Burke, Peter (2001). Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico (págs. 25-41, y, de un modo particular, las págs. 37-38). Barcelona: Crítica.
Profundicemos un poco en estas ideas. Hoy en día, leer imágenes se ha convertido en un lugar común de las humanidades. Pero leer una imagen no es un proceso automático. Además, el proceso de significación, es decir, de interpretación y producción del sentido, responde a un conjunto de relaciones cambiantes bajo diversas circunstancias históricas.
Las imágenes no pueden ser entendidas como simples reproducciones, es decir un simple «reflejo de la sociedad» o del mundo visible (2) , sino como representaciones visuales que responden a una serie de convenciones en función de las relaciones que mantienen las imágenes y la cultura que las producen. De hecho, a través de las distintas épocas han conformado y conforman un lenguaje propio, es decir, el lenguaje de las imágenes (lenguaje icónico), sometido a su correspondiente sistema codificado de signos y reglas, el cual tiene su quintaesencia en el arte figurativo (3) . Dicho lenguaje es tan rico y complejo como el lenguaje oral o escrito, pero diferente de ellos. No puede quedar duda alguna. Y la tradicional relación entre imagen y palabra, que designa a su vez una relación unívoca entre el arte y la literatura, no puede llevarnos a equívocos a este respecto:

«Pese a que la idea de que el arte es un lenguaje universal está muy extendida, es completamente falsa, ya que en realidad se trata de un lenguaje particular con normas y códigos de interpretación específicos».

Viçent Furió, Sociología del arte (2000, pág. 79).

Casi sin darnos cuenta, acabamos de realizar un desplazamiento del centro de interés del término arte en favor de la noción más genérica de imagen, más apropiada para los objetivos y fines de la iconografía y la iconología. Por tanto, el presente módulo trata de las imágenes y no del arte. Ahora bien, si la imagen es una clase de texto o mensaje, que se camufla bajo la apariencia de un reflejo o transcripción fiel del mundo real, no han de extrañarnos las reflexiones sobre las nociones de lenguaje o signo.

1.1.Lengua, sistema, signo

En la sistematización de la iconología es fundamental la influencia de la entonces naciente ciencia de la lingüística. Fue a principios del siglo XX cuando el lingüista suizo Ferdinand de Saussure estableció la tradicional diferenciación entre lengualangue, la lengua estándar social, constituida por un sistema de signos que forman un código– y palabra/hablaparole, el acto lingüístico individual e irrepetible del hablante. Partiendo del presupuesto de que la lengua es el «contexto o trama de relaciones que convencionalmente determina qué significa una palabra», llegó a la conclusión de que la evolución de las palabras y de su significado debería estudiarse en relación con su contexto cultural y sociológico (4) . Una conclusión que abrió grandes expectativas para los estudios de humanidades y ciencias sociales. Además, en lo tocante a la historia del arte, Sausurre consideró la obra de arte como una representación significativa de otra cosa y, el arte, como un lenguaje que transmite contenidos semánticos a través de medios formales (5) .
No en vano, desde la publicación de su Curso de lingüística general (1916) quedó fijado el eje lengua-habla-signo; Sausurre también admitió la división del signo en dos partes, un significante (forma) y un significado (concepto), que aparecen indisociablemente unidos. Esto constituye la base conceptual de la semiótica o semiología, una ciencia surgida entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, que se ocupa de las diferentes clases de signos, así como de las reglas que gobiernan su creación y producción, transmisión, recepción e interpretación. Tal como estableció el filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco, «la semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda considerarse como signo»; y agregó: «signo es cualquier cosa que pueda considerarse como sustituto o significante de cualquier otra cosa (6) ». Así pues, como opuesta a la iconografía, que busca identificar el significado, la semiótica se preocupa por la forma en que se crea el significado.
Por otra parte, cualquier manual de semiótica general daría una clasificación de los signos en cuatro categorías o tipologías: indicios, iconos, símbolos y signos «en sentido estricto». No obstante, la imagen solo se corresponde con las tres últimas –icono, símbolo, signo–; y el arte, de un modo particular, con la categoría de símbolo, sin una correspondencia biunívoca entre signo y significación. Pero tal vez sea más fácil explicar que el arte no puede ser un signo convencional desde otras bases conceptuales. Tomaremos como postulado la definición del filósofo Ernst Cassirer, quien plantea que el arte es «una forma simbólica, es decir, uno de los medios que ha inventado el hombre para aprehender la realidad y comunicar algo respecto de ella (7) ».
Pero ¿qué es un símbolo?
En cualquier diccionario al uso encontraríamos una definición semejante a «una figura o imagen empleada como sustituto o signo de cualquier otra cosa».
En esta definición se considera que el símbolo pertenece a la categoría de los signos en tanto que, por naturaleza o convención, representa o sustituye a otra cosa. No obstante, «el símbolo, a diferencia del signo, es ambiguo y se presta a diferentes significaciones», es decir, no es unívoco. He aquí, pues, el fundamento del lenguaje de las imágenes, el cual no siempre es reversible. Pero ¿y el significado de las imágenes? Este es un asunto escurridizo, habida cuenta de que las imágenes representan algo, es decir, son semejantes, en algunos aspectos, a la cosa representada (significado representacional), pero también de que esta atribución de significación no es estrictamente convencional (simbolismo).
Como explica Umberto Eco, la imagen o signo icónico tiene cierta semejanza o «iconicidad» con el objeto que representa o refiere en la realidad y está, además, sometido a un sistema de convencionalismos que se construyen al conocer y recordar dicho objeto (8) . Por tanto, las imágenes no son tan representativas como se cree; porque, aun siendo reconocibles (desciframiento, decodificación), siempre aparecen envueltas en cierta «ambigüedad (9) ».
Hace ya tiempo, el psicólogo y filósofo Rudolf Arnheim propuso una sugestiva y útil clasificación de los valores de la imagen, en su relación con la realidad, en tres categorías (10) :
  • Un valor de representación: la imagen representa cosas concretas; aporta información (visual) sobre el mundo.

  • Un valor de símbolo: la imagen simbólica es la que representa cosas abstractas. La noción de símbolo, muy cargada a su vez históricamente, es la forma de exteriorizar un pensamiento o idea, así como el signo o medio de expresión al que se atribuye un significado convencional –compartido y socialmente aceptado– y en cuya génesis se encuentra la semejanza, real o imaginada, con lo significado.

  • Un valor de signo: una imagen sirve de signo cuando representa un contenido cuyos caracteres no refleja visualmente.

Una imagen particular puede ser utilizada para cada una de estas funciones y con frecuencia sirve a más de una al mismo tiempo. Pongamos, por ejemplo, el más conocido de los retratos que Hyacinthe Rigaud pintó para Luis XIV. En cuanto que retrato, presuponemos que la imagen aporta información sobre la realidad. Pero, dado que su función no era, en términos generales, presentar una «copia» reconocible de los rasgos del rey, sino, por el contrario, celebrar al Rey sol, es decir glorificarlo, se trata de una imagen simbólica. De hecho, el cuadro está plagado de símbolos. Quizás el símbolo de la monarquía más fácilmente reconocible sea la corona; pero en este caso está relegada a un segundo plano –sobre el cojín. Lo que sí lleva es un cetro corto. Se acostumbraba a representar a los reyes francos portando un centro muy particular: «la mano de justicia». Se trata de una mano de marfil bendiciendo, un objeto que es a la vez atributo de los reyes y símbolo de poder que alude a la potestad del soberano de juzgar y hacer justicia.
Figura 1. Hyacinthe Rigaud, Luis XIV, h. 1701. Pintura al óleo sobre lienzo. Museo del Louvre, París.
Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Louis_XIV_of_France.jpg.
Por otra parte, cabe hacer referencia a la flor de lis, una representación de la flor del lirio, que, convertida ya en imagen-signo, identifica, en atención a una determinada convención (heráldica), la Casa de Borbón. Pero, a decir verdad, las imágenes-signo apenas son imágenes en el sentido corriente de la palabra –que corresponde, en líneas generales, a las dos primeras clasificaciones. Tal es el caso, por ejemplo, de las primeras imágenes paleocristianas, que aparecieron alrededor del año 200 d. C., como la imagen-signo del Pez –tal vez la hayáis visto, en forma de pegatina, en la parte de atrás de un coche–, que alude directamente a Cristo (Ichthys, que significa ‘pez’ en griego, es el acrónimo de Iesous Xristos Theou Yios Soter [‘Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador’]).
Figura 2. Imagen-signo del Pez (Ichthys, que significa pez en griego, es el acrónimo de «IESOUS XRISTOS THEOU YIOS SOTER» [‘Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador’]).
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/d/da/Ichys.svg.
Después de habernos ocupado de estudiar signos y símbolos, nadie puede dudar de que se producen fenómenos de comunicación en el ámbito de la imagen, así como en el ámbito del arte. Pero pudiera parecer más problemático usar categorías de la semiótica o la lingüística para explicar o estudiar tales fenómenos en un manual de iconografía. No obstante, la historia del arte y la iconología están acostumbradas a alimentarse de la teoría y críticas literarias, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX. En lo tocante a la semiótica, cabe referir que el crítico literario y teórico checo Jan Mukarovsky definió, ya en torno a 1930, el arte como un «hecho semiológico», concluyendo que la obra de arte, en tanto que signo, tiene una función comunicativa, pero también una función estética (función poética).

1.2.Lenguaje, cultura, símbolo

Este cambio metodológico y sustancial que se fundamenta en un análisis previo del lenguaje y de sus relaciones no solo está en las bases conceptuales de la iconología y la iconografía, sino también de la antropología cultural y/o social, tal y como la entendió el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss. Él sostuvo que «la cultura es básicamente un sistema de signos producidos por la actividad simbólica de la mente y que las asociaciones simbólicas no necesariamente son las mismas en todas las culturas».
Son muchos los historiadores que, desde finales de las décadas de 1960 y 1970, se volvieron hacia la antropología en busca de nuevos modelos para relacionar cultura y sociedad, en lo que se llamó «antropología histórica (11) ». Es el caso de los algunos historiadores asociados a la revista francesa Annales, por ejemplo, Emmanuel Le Roy Ladurie, Jacques Le Goff y Pierre Nora, quienes cultivaron la historia de las mentalidades o de las «representaciones colectivas» y del imaginario social, esto es, lo «imaginado» más que lo puramente imaginario. De hecho, la mayoría de las lenguas distinguen entre pensar –con palabras, conceptos o números– e imaginar –pensar con imágenes–, es decir, una capacidad «imaginaria» –en el sentido de crear imágenes– que evidentemente está relacionada con el hecho artístico (literatura, artes plásticas, cine, etc.) y su capacidad para fabricar imágenes.
El concepto de cultura de los antropólogos era y sigue siendo atractivo a los historiadores, el cual está relacionado, desde el punto de vista conceptual, con el estudio de los símbolos que tradicionalmente han llevado a cabo los especialistas de historia del arte y de la literatura. Otra definición alternativa de símbolo (Revilla, 1999, pág. 372) podría ser que se trata de «[...] una realidad aprehensible mediante los sentidos que [...] remite a otra realidad que excede el alcance de los mismos (12) ». Y es que las imágenes están profundamente enraizadas en el espíritu humano, razón por la cual se le adscriben a menudo valores mágicos o religiosos. De hecho, el antropólogo e iconólogo francés Gilbert Durand se aproximó al problema por otra vía: desde el psicoanálisis del filósofo suizo Carl G. Jung. Porque, como él, creía en la existencia de los arquetipos, es decir, ciertas imágenes (arquetípicas) compartidas por toda la humanidad, presentes de modo preconsciente en la psique de Homo sapiens y que forman parte del «contenido del inconsciente colectivo». Una concepción que se acerca en parte a la filosofía de las formas simbólicas de E. Cassirer, en el sentido de que «el hombre no vive en un universo puramente físico, sino en un universo simbólico. Lengua, mito, arte y religión son partes de este mundo (13) […]».
No obstante, el medievalista Jacques Le Goff criticó esta visión de «lo imaginario» en las sociedades humanas y advirtió del peligro de hacer una historia de lo imaginario como una «historia de los arquetipos». Desde este punto de vista, los historiadores de los Annales rechazaron el concepto de símbolo para acuñar el término imaginarios sociales (o culturales), que les convenía más para definir esta particular categoría de representaciones colectivas, en tanto que representaciones de la realidad social, ideas-imágenes de la sociedad y de todo lo que se relaciona con ella. Pero no cabe duda de que los símbolos son al imaginario lo que los signos a un código, los cuales, ya sea como contenido del inconsciente colectivo, ya como motivos mitológicos y legendarios, adoptan finalmente forma a través de la actividad artística.
Una de las más importantes contribuciones a la historia de los imaginarios sociales es El nacimiento del purgatorio (1981), obra en la que Le Goff se ocupa de la aparición de la idea de purgatorio –justamente asociada a la aparición de la palabra purgatorium–, que sitúa cronológicamente a finales del siglo xii (14) . Él señaló (1981, pág. 51 y sigs.) que:

«El verdadero nacimiento del Purgatorio se produce durante una mutación de la mentalidad y de la sensibilidad en el paso del siglo XII al siglo XIII, especialmente durante una modificación profunda de la geografía del Más Allá y de las relaciones entre la sociedad de los vivos y la sociedad de los muertos».

Jacques Le Goff, El nacimiento del purgatorio (págs. 51 y ss).

En aquella época muchas cosas estaban cambiando en el occidente medieval (entre los siglos XII y XIII). Pero la aparición del purgatorio respondía a la necesidad de llenar el tiempo existente entre la muerte «de la carne» y el Juicio Final (Apocalipsis 20, 7-15), cuando resucitarán los cuerpos para volver a unirse a las almas y ocupar un lugar definitivo en el cielo o el infierno.
Así, Tomás de Aquino recogió la nueva idea-imagen en la Summa Theologica (escrita entre 1265 y 1274):

«Del lugar del purgatorio no se encuentra en la Escritura nada expresamente determinado, ni pueden aducirse razones eficaces para ello. No obstante, probablemente y lo más concorde con los dichos de los santos [...] es que el lugar del purgatorio [...] es un lugar inferior, unido al infierno, de tal manera que el mismo fuego que en él atormenta a los condenados purifica a los justos en el purgatorio [...]».

Tomás de Aquino, Suma Teológica (1956, t. VIII, XVI, págs. 645-646).

No obstante, hay que esperar a la segunda mitad del siglo XIII para que el arte empiece, tímidamente, a representar las almas del purgatorio. En general, estas aparecen atormentadas entre unas llamas que no se diferencian de las del infierno, pero ese «tercer lugar» queda claramente identificado por los gestos de las figuras: ánimas en oración, que así expresan su esperanza en la salvación, y a veces por la presencia de ángeles, que las consuelan, liberando incluso algunas de ellas.
Si bien, algunos ejemplos más tardíos introducen importantes novedades en cuanto al castigo de los pecadores: la doble purificación por el agua y el fuego, que podemos ver en algunos purgatorios de la miniatura francesa. Tal es el caso de los purgatorios pintados por Jean Colombe en las Horas de Ana de Francia y en Las muy ricas horas del Duque de Berry, donde podemos observar, cuando menos dos espacios bien diferenciados: un lago o poza de agua fría y una corriente o rio de fuego, que se integran en un paisaje verde. Éste contrasta, por su parte, con la montaña del fondo, donde se representa el purgatorio como un acantilado rocoso, en el cual las ánimas podían purificarse a través del arrepentimiento.
Figura 3. «Purgatorio», miniatura (ilustración de manuscrito). Ilustración de Las muy ricas horas del Duque de Berry, de los hermanos Limbourg (1411-1416, f. 113 v). Museo Condé, Chantilly.
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/53/Folio_113v_-_Purgatory.jpg

1.3.Lenguaje, estilo, modo

«El arte es uno de los medios de comunicación. Evidentemente, realiza una conexión entre el emisor y el receptor [...]. ¿Nos autoriza esto a definir el arte como un lenguaje organizado de un modo particular?»

Yuri M. Lotman. Estructura del texto artístico (1982, p. 17).

El sentido común dice que la respuesta a la pregunta que lanza Lotman es afirmativa, esto es, que el arte puede describirse como un «lenguaje especial» y, la obra de arte, como un «texto» producido en dicho lenguaje. Si una imagen es un texto (visual), entonces, es también un sistema, dado que se trata de un conjunto o ensambladura de elementos, los cuales funcionan coordinadamente para cumplir con su propósito: las líneas, las formas, los colores, las luces y las sombras, etc. Pero hay que ser cautos a este respecto (15) , porque las imágenes son también artefactos, al igual que un coche, un sofá o un programa de ordenador. Es decir, una imagen es un objeto fabricado por seres humanos para seres humanos y, por tanto, se ajusta, como cualquier otro objeto, a un uso y función específica dentro de la sociedad y/o la cultura (o las culturas o subculturas) que la produce.
(15) El modelo de lectura de textos (desciframiento, decodificación), que sirve como metáfora para la interpretación de diferentes fenómenos o actos comunicativos, ya desde la semiótica, ya desde la iconología, está siendo fuertemente contestado desde los «estudios visuales». Se trata de una enfoque interdisciplinar y relativista que se ocupa de la “cultura visual”, en el ámbito académico, y que propone un giro hacia modelos de recepción y de visualización centrados en la «condición de espectador» (mirar, reconocer). Uno de los primeros teóricos interesados en el campo de los estudios visuales fue Mitchell, W. J. T. (1994). Teoría de la imagen: ensayos sobre representación verbal y visual (págs. 16-17 y sigs.). Madrid: Akal, 2009.
Por otro lado, no hay arte sin un emisor ni un receptor, es decir, sin un artista –o un comitente, un mentor (de un programa iconográfico), etc.– y un público. No está de más referir aquí que estas categorías, al igual que las de código y mensaje, pertenecen al modelo de la comunicación verbal del lingüista ruso Roman Jakobson, tal y como fue formulado en la década de 1960. Jakobson presenta y describe los seis elementos que intervienen en la comunicación: emisor, receptor, mensaje, contexto/referente, canal, código.
Del mismo modo, el lingüista y semiólogo ruso Yuri M. Lotman hizo importantes avances al estudiar la cultura como un fenómeno de comunicación. Lotman dio cuenta de la tendencia a identificar la cultura con un repertorio (o código), a modo de «caja de herramientas» de hábitos, técnicas y estilos con los cuales la gente construye sus estrategias para «entender el mundo (16) ». Una noción no muy lejana de la que acostumbran a utilizar los historiadores para estudiar las mentalidades colectivas e imaginarios sociales.
Pero ¿en qué consiste un repertorio? Si entendemos la cultura bajo el prisma de la teoría de la comunicación y, por consiguiente, aceptamos el estatus del «arte como lenguaje (17) », este puede definirse como
(17) Tal y como creyó Gombrich: «Todo apunta a la conclusión de que la locución “el lenguaje del arte” es más que una metáfora [...]». Gombrich, Ernst H. (1979). Arte e ilusión: estudio sobre la psicología de la representación pictórica (pág. 88). Barcelona: Gustavo Gili.
«[...] un conjunto de reglas y materiales que regulan tanto la construcción como el manejo de un determinado producto, o en otras palabras, su producción y su consumo (18) ».
(18) Iglesias Santos, M. (1994). «El Sistema literario: teoría empírica y teoría de los polisistemas». En: Villanueva, D.: (coord.). Avances en teoría de la literatura: estética de la recepción, pragmática, teoría empírica y teoría de los polisistemas (págs. 337-338). Santiago de Compostela: Universidade de Santiago de Compostela.
Por tanto, la noción de repertorio representa un paso adelante; no puede equipararse sin más a la noción de código o lenguaje, ya que comprende los materiales disponibles para la creación y producción. Es decir, un posicionamiento teórico que trae a la luz, sin embargo, una serie de problemas que quedan, a veces, fuera del campo de acción tradicional de la historia y de la teoría del arte. Es el caso de la oposición entre lenguaje y estilo, la cual ya puso de manifiesto Gombrich (19) .
(19) Gombrich, Ernst H. 1979). Arte e ilusión: estudio sobre la psicología de la representación pictórica (pág. 19 y sigs.). Barcelona: Gustavo Gili. Moralejo Álvarez, Serafín (2004). Formas elocuentes. Reflexiones sobre la teoría de la representación (págs. 123-127). Madrid: Akal.
Aprovechémonos aquí de sus palabras: «En el polo del “lenguaje” tendríamos todo lo que de suprapersonal, inconsciente, automático y fatal puede haber en los llamados estilos históricos, concebidos al modo absolutista (20) [...]» (estilo neoclásico, estilo barroco, etc.). Esto es lo que tradicionalmente llamamos períodos, o simplemente épocas, los cuales son formulados posteriormente por los historiadores del arte como una «unidad». El uso del término estilo se reserva, en cambio, para su acepción de estilo individual (el estilo de Miguel Ángel, el estilo de Rembrandt, etc.). De manera que estilo pasa a ligarse a las nociones de expresión y modo. El lenguaje artístico, comprensible y convencional en una sociedad, tiempo y lugar, se contrapone a la expresión individual del estilo, que utiliza los medios a su alcance –dentro de la caja de herramientas que constituye el lenguaje o código de cada época. En este sentido, y aun admitiéndose un cierto grado de inexactitud, se puede identificar el eje «estilo» y «lenguaje» en la historia del arte, con «habla» y «lengua» en la lingüística, o con «mensaje» y «código» en la teoría de la comunicación.
Lo cierto es que algo más o menos equivalente a lo que entendemos por lenguaje o, más propiamente, repertorio existe también en el arte. De hecho, no son pocos los historiadores del arte que han recurrido a términos como lenguaje, en contraposición a estilo, como alternativa para los estilos epocales. El historiador estadounidense Meyer Shapiro (1999, págs. 71-72) escribió, a mediados del siglo XX, una síntesis sobre la historia del estilo, en la que subrayó:

«[...] el estilo es, sobre todo, un sistema de formas con una cualidad y expresión significativas por medio del cual se hace visible la personalidad del artista y el punto de vista general de un grupo [generaciones, escuelas (21) ]».

Se trata, en cualquier caso, de una realidad que es, en esencia, compleja, dinámica, oscilante entre polos extremos. En un lado está el lenguaje; en el otro, el estilo; en el tercer vértice, el modo. El modo es un «estilo aplicado». El concepto de modo permite determinar las diversas formas de expresión del mismo artista o del mismo círculo dentro de un mismo período de tiempo (22) . Pero no es fácil trazar la frontera entre modo y estilo.
Ahora bien, pasando de la idea al plano de lo concreto, veamos cómo funciona el eje lenguaje-estilo-modo en un caso de estudio, como por ejemplo la pintura florentina del siglo XV. El relato de la historia del arte sobre el Quattrocento florentino, en los manuales de bachillerato, consiste en poner de relieve la minuciosa observación de la naturaleza, la investigación de procedimientos idóneos para representarla, en un progreso constante hacia la «ilusión de realidad», o bien la construcción del espacio en perspectiva, entre otros anhelos de la época. En ese sentido, dentro de un tiempo y de un lugar parece que solo existe un estilo. Pero la pintura florentina exhibió una complejidad mayor de la que puede sugerir este relato si dejamos a un lado los estilos epocales (lenguaje) y atendemos a los estilos individuales.
Por ejemplo, en el convento de San Marcos, Fra Angelico llevó a cabo un fresco, situado en el corredor norte del edificio, cuyo asunto es la Anunciación. Es uno de los frescos que se hicieron en último lugar, probablemente hacia 1450. Fra Angelico desarrolló un modelo visual que mantenía, en líneas generales, elementos de la pintura del gótico italiano, sin renunciar a la verosimilitud del espacio. De hecho, su estilo se caracteriza por el uso de otros medios ajenos a la construcción del espacio en perspectiva, como el modelado del color o el vacío, para simbolizar conceptos espirituales: ascetismo, misticismo.
Figura 4. Fra Angelico, La Anunciación, h. 1440-1450. Pintura al fresco. Convento de San Marcos, Florencia.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/La_Anunciaci%C3%B3n_%28Fra_Ang%C3%A9lico,_Florencia%29#/media/File:Fra_Angelico_043.jpg.
Pero para entender que los artistas dan formas diferentes a lo que desean representar, ya sea en función de un contenido o de un género concreto, o bien en función del talento y de la formación artística o de la expresión que se persigue, tal vez haya que compararla con otra obra del mismo tema, como, por ejemplo, La Anunciación del Museo Nacional del Prado, considerada actualmente una de las primeras obras maestras de Fra Angelico y la primera de las muchas versiones que de este pasaje evangélico pintó a lo largo de su carrera.
Figura 5. Fra Angelico, La Anunciación, h. 1425-1428. Pintura al temple sobre tabla. Museo del Prado, Madrid.
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e8/La_Anunciaci%C3%B3n%2C_by_Fra_Angelico%2C_from_Prado_in_Google_Earth_-_main_panel.jpg.
Pero aún podemos ir más allá en nuestro análisis, si echamos mano del concepto de modo.
También para el convento de San Marcos, se le encargó a Fra Angelico la realización de un fresco en una de las celdas que sirvió de lugar privado para Cosme de Médici, mecenas de las obras de remodelación y ampliación. El asunto elegido para decorarla fue la adoración de los Magos. La obra está fechada después de 1450 y, seguramente, no fue ejecutada exclusivamente por Fra Angelico, que sí fue responsable del diseño. Teniendo en cuenta el estilo, apreciamos la mano de Benozzo Gozzoli, su discípulo más aventajado.
Figura 6. Fra Angelico y Benozzo Gozzoli, La adoración de los Magos y (en el centro:) Cristo varón de Dolores, h. 1450. Pintura al fresco. Convento de San Marcos, Florencia.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Cappella_dei_Magi#/media/File:Angelico,_affresco_s._marco,_adorazione_dei_magi_cella_39.jpg.
Esta expresión de una individualidad original y única es más evidente si cabe en la comparación con otra obra un poco más tardía, pero que atiende a la misma técnica y soporte –pintura al fresco– y aborda, además, la misma historia. Se trata de la capilla de Los Magos, en el palacio Médici-Riccardi, donde se representa el cortejo de los Reyes Magos (1459-1461), la obra más conocida de Benozzo Gozzoli. Si las cotejamos, se hace evidente que Gozzoli experimentó en pocos años una evolución en su estilo que le llevó hacia un mayor naturalismo. Pero también es cierto que su modo de hacer se ajusta, aquí, a las necesidades de una clientela específica y a las características de un tipo de patronazgo, cosa que no debe extrañarnos, habida cuenta de que es frecuente que un artista se exprese en modos diferentes.
Figura 7. Benozzo Gozzoli, Cappella dei Magi (‘capilla de los Magos’), fresco de la pared este, h. 1459-1461. Pintura al fresco. Palazzo Medici Riccardi, Florencia.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Cappella_dei_Magi#/media/File:Gozzoli_magi.jpg
Estos dos ejemplos de la pintura florentina, casi extremos, evidencian en sus estilo y modo y en los detalles de su iconografía, a qué clientela sirve cada uno; a una rica familia florentina o más propiamente a una casa principesca, los Médici, o a los monjes dominicos de un convento, San Marcos de Florencia. En aquella, el detallismo y la riqueza de los atuendos acabaron por dar a un tema religioso un carácter más bien profano. Igualmente son evidentes las asociaciones con el lujo de las cortes italianas: una escena de caza en medio del paisaje, el castillo en lo alto de la montaña, etc.
De lo que no cabe duda es de que al abordar las nociones de estilo y modo ahondamos en las posibilidades del método iconográfico (23) .
(23) Para Panofsky, «[…] En una obra de arte, la forma no puede separarse del contenido; la distribución del color y de la línea, de la luz y de la sombra, de los volúmenes y de los planos […], debe entenderse como vehículo de una significación que trasciende a lo meramente visual». Panofsky, E. (1979). El significado de las artes visuales (págs. 171-193, especialmente pág. 187). Madrid: Alianza Forma.

2.La ciencia de las imágenes

Iconografía e iconología son dos términos utilizados prácticamente como sinónimos en la terminología científica común de los historiadores del arte, pero también son considerados dos métodos distintos y auxiliares al estudio de la historia del arte. Sus orígenes, sus bases conceptuales y sus bases epistemológicas son diferentes, aunque ambos vocablos proceden de la misma raíz griega, eìkón (‘imagen’, ‘figura’). Esta aparente confusión se deriva de la manera en que estos dos conceptos han sido tradicionalmente utilizados por distintas disciplinas afines a la historia y a la historia del arte. Para poder hacer una atribución correcta de significado, deberemos llevar a cabo un análisis individualizado de cada una de ellos y rastrear brevemente la historia de estos términos en la historiografía (24) .
(24) Como afirmó Mateo Alemán, los libros deben ser «pocos, buenos y bien conocidos». En este sentido, frente a la actual oferta editorial de manuales de iconografía, siguen siendo de obligada referencia, Esteban Lorente, Juan Francisco (1990 o cualquier otra edición). Tratado de iconografía. Madrid: Istmo, y Castiñeiras, Manuel (1998). Introducción al método iconográfico. Barcelona: Ariel, 2008. Más recientemente, García Mahíques, Rafael (2008-2009). Iconografía e iconología (2 vols.). Madrid: Encuentro.

2.1.Iconografía

Desde el punto de vista etimológico, el término iconografía está formado por dos vocablos griegos: eìkón (‘imagen’, ‘figura’) y gráphein (‘escribir’, ‘describir’), por lo que entendemos que se trata de la ciencia o disciplina que se ocupa de la descripción de imágenes, aunque en la historia del término se han ido entrecruzando distintas acepciones.
Pero a grandes rasgos entendemos por iconografía
«el estudio descriptivo y clasificatorio de las imágenes a partir de su aspecto exterior y la relación con sus fuentes literarias, esto es, sus asociaciones textuales. Este estudio tiene por objetivo descifrar el tema o asunto de una figura, o más propiamente, de una representación figurativa (25) ».
Realmente, esta acepción se desarrolló asociada al estudio del arte cristiano y de sus temas. Por tanto, en este «estadio» del desarrollo de la disciplina, la iconografía nos ayuda a identificar correctamente escenas como la que se muestra a continuación, que ya forman parte del imaginario colectivo occidental –independientemente del origen, extracción social o credo del espectador:
Figura 8. Alberto Durero, La adoración de los tres Magos, 1504. Pintura sobre tabla; técnica mixta. Galería de los Uffizi, Florencia.
Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Albrecht_D%C3%BCrer_-_Adorazione_dei_Magi_-_Google_Art_Project.jpg.
Cualquier observador familiarizado con la cultura y el arte occidentales puede identificar fácilmente a la mujer sentada, a la izquierda, que sostiene un niño sobre sus rodillas, como la Virgen María con su hijo: Jesús. Este recibe la ofrenda de tres personajes masculinos: uno, el más viejo de los tres, se arrodilla para entregar el primero de los presentes, mientras el segundo, de pie, en el centro de la composición, mira hacia el tercero, un hombre joven de color negro. Sus regalos van en recipientes lujosos. La escena se enriquece con otros detalles. Pero estos tres personajes, ataviados con mantos reales, ricos ropajes y joyeles, como es habitual desde la Baja Edad Media, representan a los tres Reyes magos.
Así pues, cuando vemos, en un contexto religioso, una escena semejante a esta, protagonizada por tres personajes masculinos, de edades o rasgos raciales diferentes, con la iconografía propia de los reyes, portando presentes a un niño de corta edad, inmediatamente identificamos a de los tres Reyes Magos; esto es, en esa escena «reconocemos» algo que hemos visto antes en otras escenas semejantes. Así, pues, analizamos la escena casi inconscientemente; contamos el número de figuras; identificamos un grupo de tres personajes, por su sexo, posición, aspecto y vestimenta, y lo separamos del resto de los elementos que conforman la escena. Inmediatamente identificamos el tema o asunto que se representa, así como el resto de los motivos que componen la escena.
El tema es el asunto en torno al cual se conforma la escena. El motivo, por el contrario, constituye un subtema dentro de esa misma escena, o un asunto menor relacionado con el asunto general y que suele acompañarlo. Por tanto, frente al carácter global del tema principal, el motivo se relaciona con lo particular (26) .
(26) Castiñeiras, Manuel (1998). Introducción al método iconográfico (pág. 42). Barcelona, Ariel, 2008). Esta definición de «tema» y «motivo» no se corresponde, sin embargo, con la formulada por E. Panofsky, que quien diferenciaba entre elementos formales (motivo) y de contenido (tema), al igual que otros iconógrafos actuales. García Mahíques, Rafael (2008). «El proyecto “Los tipos iconográficos” y una reflexión sobre la terminología en los estudios iconográficos». En: Rafael García Mahíques y Zuriaga. Imagen y cultura. La interpretación de las imágenes como historia cultural (págs. 30-31).
Para arrojar más luz sobre esta división entre los elementos de una misma escena, nos servirá de ejemplo la La adoración de los tres Magos: el tema principal son los tres Magos junto al grupo de la Virgen María con el Niño –nótese que para Durero, José es un motivo del que puede prescindirse–, el cual conforma el asunto de la obra; los añadidos o ampliaciones que suelen acompañarlo son los motivos, tales como el portal de Belén, los pajes, el séquito, etc.
Por consiguiente, solemos identificar fácilmente que se trata de los tres Reyes Magos, por semejanza a otras escenas en que se repite el mismo decorado o que suelen estar conformadas por los mismos motivos. Pero, a la vez, reconocemos el tema por los personajes principales, por contraposición con otras escenas semejantes en que se echa mano del mismo decorado, del mismo número de figuras, incluso de las mismas actitudes y posiciones, pero donde la caracterización de los personajes es diferente. En estas circunstancias son las vestimentas y los objetos que porta el grupo objeto de estudio, esto es, sus atributos, lo que suele ayudarnos a diferenciar, sin ningún género de dudas, a los tres Magos de los pastores, por ejemplo, aunque la escena tenga lugar en el mismo escenario típicamente descrito como un pesebre o portal de Belén.
El atributo (iconográfico) es, por tanto, un objeto real que ayuda a caracterizar de forma precisa una figura, humana o divina, de acuerdo con hechos de su biografía, esto es, de su historia, o bien conforme a determinados convencionalismos.
Figura 9. Domenico Ghirlandaio, Adoración de los pastores, 1485. Pintura al fresco. Capilla Sassetti, iglesia de la Santa Trinidad, Florencia.
Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Domenico_Ghirlandaio_-_Adoration_of_the_Shepherds_-_WGA08819.jpg.
Por ejemplo, los recipientes lujosos que suponemos portan los obsequios son el atributo de los tres Reyes Magos, al igual que la corona o el manto real. Pero también están el color de la piel –negra– o la edad –más joven– como atributos particulares del rey Baltasar, al menos desde finales del siglo XV.
Se esperaría que identificar los «textos ilustrados» en una imagen religiosa como esta sea la siguiente tarea del iconógrafo, es decir recurrir a las fuentes literarias. Pero, en este caso, buscar y localizar los textos bíblicos en que se fundamenta la escena es una misión plagada de sorpresas, habida cuenta de que estos personajes solo aparecen en el Evangelio de Mateo.

«Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle» (Mt 2, 1-2).

«Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2, 11).

Mateo hace un relato muy escueto. En verdad, solo habla de «magos», en ningún momento refiere sus nombres, ni que fuesen reyes, ni que fueran tres –un número que posiblemente se deba a la cantidad de los obsequios. Estas creencias fueron agregadas varios siglos después y se han mantenido en la tradición popular. Según la creencia católica, estos magos eran representantes de religiones paganas de pueblos vecinos: los Magos fueron considerados originarios de Europa, Asia y África, respectivamente. Igual que ocurre con los demás trabajos de investigación histórica, algo detectivesca, para resolver un rompecabezas iconográfico como este hace falta un cierto bagaje de conocimientos básicos, para hacer corresponder una escena compleja con un texto o una serie de textos que den cuenta de sus principales rasgos.
Esta relación de la iconografía con el arte cristiano ha venido siendo habitual en la historiografía del arte hasta fechas recientes. En el estudio de la iconografía cristiana destacó Emile Mâle, cuyas obras sobre el arte francés de la Edad Media constituyen desde finales del siglo XIX una especie de gran enciclopedia de la iconografía medieval, basada en la identificación de los temas, motivos y fuentes literarias de las representaciones figurativas de una sociedad, tiempo y lugar. Mâle tuvo muy clara la relación que debía establecerse entre textos e imágenes para comprender la producción artística de estos siglos, así como el fundamento teológico o doctrinal del arte medieval. Pero la importancia de su trabajo enciclopédico no se limitó al arte medieval, ya que esta preocupación por recopilar marcos generales, partiendo de lo particular, le permitió encontrar paralelismos entre el arte cristiano de distintas épocas e identificar diferentes códigos de representación de la fe cristiana. Así pues, también se dio cuenta de que la iconografía cristiana de la Edad Moderna en los países católicos era muy similar al de la Edad Media, en el sentido de que las representaciones religiosas «obedecían a leyes»:

«Pronto me di cuenta, no sin asombro, que en el siglo XVII, al igual que en la Edad Media, las escenas religiosas obedecían a leyes. Creía, por ejemplo, que iba a encontrar tantas representaciones de la Natividad como cuantos artistas había, pero descubrí, con algunas variables de detalle, un tema inmutable».

E. Mâle, El arte religioso de la contrarreforma: estudios sobre la iconografía del final del siglo XVI y de los siglos XVII y XVIII (2001, pág. 11).

En su reflexión sobre las representaciones y el pensamiento colectivo del siglo XVII, Mâle nos presenta un descubrimiento fundamental, esto es, el tipo iconográfico, un concepto bien implantado en el vocabulario de los historiadores del arte y que conviene también clarificar. En sentido estricto, la iconografía se ocupa, como ya hemos apuntado, de la representación de temas o asuntos y conceptos (abstractos). Ahora bien, por tipo se entiende
«la materialización o concreción de un tema o un asunto. En otras palabras, el modo concreto como se ha llegado a configurar en imagen un tema o un asunto (27) ».
(27) García Mahíques, Rafael (2008). «El proyecto “Los tipos iconográficos” y una reflexión sobre la terminología en los estudios iconográficos». En: Rafael García Mahíques y Zuriaga. Imagen y cultura. La interpretación de las imágenes como historia cultural» (págs. 33-33).
Es importante, llegados a este punto, que sepamos diferenciar lo que es tema de lo que es tipo. El tema es algo conceptual y abstracto, extra-artístico, mientras que el tipo es lo concreto, es decir, el modo concreto como el tema se materializa en imagen. Por ejemplo, al hilo del texto de Mâle, la Natividad o la Epifanía son dos temas evangélicos, es decir, del Nuevo Testamento, conocidos por la gran mayoría de los cristianos y de los «consumidores» de cultura y el arte occidentales.
Pero una cosa es cómo se conforman estas imágenes en el imaginario colectivo occidental –en una sociedad, tiempo y lugar concretos–, y otra cosa bien diferente es la imagen o representación figurada que los artistas crean a partir de dicho tema, la cual, eventualmente, puede dar lugar a diferentes tipos iconográficos. Para comprobar este presupuesto, os propongo que volvamos algunas páginas atrás, observemos atentamente la Adoración de los tres Magos de Alberto Durero (figura 8) y la comparemos con otras representaciones de la Adoración de los Reyes Magos en la pintura del Quattrocento florentino. Tal es el caso, por ejemplo, de la Adoración de los Magos de Sandro Botticelli, también conservada en la Galleria Uffizi de Florencia.
Figura 10. Sandro Botticelli, Adoración de los Magos, h. 1475. Pintura sobre tabla; técnica mixta. Galería de los Uffizi, Florencia.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Adoraci%C3%B3n_de_los_Magos_%28Botticelli%29#/media/File:Botticelli,_adorazione_dei_magi_uffizi.jpg.
En esta Adoración de los Magos, Botticelli coloca sobre una pequeña meseta a la Virgen con el Niño y san José, dentro de un edificio en ruinas; el cortejo principesco y los curiosos se disponen a los lados, formando dos grupos, que se abren en torno a las dos figuras de Magos, en el primer plano, en el centro.
En cambio, Durero representó una escena de la Adoración de los Reyes que ocupa el primer plano, aunque un poco desplazada hacia la izquierda, donde se levanta el portal de Belén. Un establo improvisado donde solo hay un buey, y donde no hay rastro de san José. Frente a él se encuentra Melchor, arrodillado, siempre representado como el más viejo de los Magos. Detrás de él es reconocible la figura de Baltasar, representado como un joven negro, y prácticamente en el centro de la composición dispone al tercer Rey Mago, Gaspar, vuelto hacia Baltasar. Se trata de un tipo iconográfico que recuerda un poco a la pintura flamenca, el cual parte, mutatis mutandis, del modelo que ofrecía el panel central del Tríptico de Santa Columba, de Rogier van der Weyden, pero aquí no retiene más que algunos elementos de ese prototipo. El Niño Jesús recibe las ofrendas de los tres Reyes Magos, que representan las tres edades del hombre y no las distintas razas, pues a mediados del siglo XV aún no era habitual la convención de representar a uno de ellos de color negro.
Figura 11. Rogier van der Weyden, La Adoración de los Magos o Tríptico del altar de Santa Columba (panel central), 1450–1455. Pintura al óleo sobre tabla. Alte Pinakothek, Múnich.
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Tr%C3%ADptico_del_altar_de_Santa_Columba#/media/File:Saint_Columba_Altarpiece_%28central_panel%29.jpg.
De hecho, es la Adoración de los Magos, un tríptico realizado por el pintor alemán Hans Memling, conocido también como tríptico del Prado, el primer caso conocido en la historia del arte en el que el rey Baltasar es representado como un individuo de raza negra.
Figura 12. Hans Memling, La Adoración de los Magos o Tríptico del Prado (panel central), h. 1479-80. Pintura al óleo sobre tabla. Museo del Prado, Madrid.
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/c/c8/Memling_-_Adoration_of_the_Magi_Triptych.jpg.
Hasta aquí, esta breve historia del tipo iconográfico de la Adoración de los Magos en el paso de la Edad Media al Renacimiento, que remite a la «historia de los tipos» de Erwin Panofsky (28) , en el sentido de una investigación histórica acerca del modo en que, bajo unas condiciones históricas concretas, un tema o asunto específico se expresó a través de un objeto y forma concretos, es decir un tipo. Ahora bien, esta investigación histórica, que es verdaderamente la base del método iconográfico, comporta hasta cinco operaciones diferentes, que hemos ido efectuando a lo largo de estas últimas páginas:
  • Descripción.

  • Identificación.

  • Clasificación.

  • Origen.

  • Evolución.

A la luz de estas operaciones, se podría definir la iconografía, en última instancia, como
«la ciencia que estudia y describe las imágenes conforme a los temas que desean representar, identificándolas y clasificándolas en el espacio y el tiempo, precisando el origen y evolución de las mismas (29) ».

2.2.Iconología

Si atendemos a la etimología del término, la palabra iconología también está formada por dos vocablos de origen griego: eìkón (‘imagen’) y el sufijo -logía (‘que habla o trata de’, ‘estudio de [un determinado tema]’). Se trata, pues, de
la ciencia o disciplina que estudia las imágenes, en sentido amplio, o bien, como han señalado autores de la Antigüedad clásica, una especie de lenguaje figurado.
Ahora bien, esta aproximación etimológica puede llevar a error, dado que la iconografía e iconología modernas, consolidadas como disciplinas académicas a mediados del siglo XX, gracias a los trabajos de Panofsky (1935-1968), se ocupan también de la interpretación de los significados conceptuales, simbólicos y alegóricos subyacentes en las imágenes. Así, pues, no consiste únicamente en catalogar y clasificar los asuntos o poner en relación imagen y texto, sino que esta «ciencia de las imágenes» tiene un trasfondo más complejo.
Iconología en tanto que ciencia de las imágenes aparece por primera vez como cultismo griego italianizado para dar título al tratado de Cesare Ripa, publicado en Roma en 1593, Iconología.
La Iconología de Ripa fue el repertorio o colección de alegorías más utilizado por los artistas de los siglos xvii y xviii (30) . Se trata, en verdad, de una enciclopedia en la que se presentan, en orden alfabético, alegorías y personificaciones, siempre de manera similar. Un personaje, generalmente femenino, identificado por diferentes atributos y/o símbolos que lo acompañan, cuyo significado se explica a través de una serie de textos ilustrativos.
Debe quedar claro que la personificación es una figura humana, normalmente femenina, que representa o encarna una idea abstracta o un elemento de la naturaleza. En relación con la personificación se sitúa el atributo, que ya hemos definido anteriormente. De hecho, la asociación entre figura y atributo se puede calificar en muchas ocasiones de «sinécdoque» es decir, a partir de una parte se denomina o refiere el todo. Tal es el caso, por ejemplo, de unos pinceles entrecruzados sobre una paleta, cuya simple representación sirve para evocar la pintura, y, en sentido más amplio, las bellas artes.
Pero veamos algún ejemplo.
Según Ripa el Arte era personificado en:

«Mujer vestida de verde, con pincel y cincel en su derecha, mientras sujeta con la izquierda un palo, hincado en tierra, donde apoya una planta tierna y joven.» (Cesare Ripa, Iconologia, Madrid, Akal, 2002, pág. 116.)

Figura 13. «Arte» (personificación o alegoría), xilografía (técnica de impresión con plancha de madera). Ilustración de Cesare Ripa, Iconología (1611, pág. 31). Padua.
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/f/f3/Personification_of_%27Art%27_from_Cesare_Ripa%27s_%27Iconologia...%27_Wellcome_L0035389.jpg.
No obstante, Ripa representa a la mujer portando un pincel y un cincel, no porque sean útiles habituales del pintor y el escultor, sino «porque simbolizan la imitación de la natura, que particularmente se expresa y se destaca en el pintar y esculpir». De hecho, fiel a la teoría del arte del Renacimiento, advierte que «el Arte no imita, sino que suple los defectos naturales, tal y como sucede especialmente con la agricultura». Este es el significado o sentido de la vara hincada en la tierra, que sirve de guía a la planta, y logra, «con su dureza y derechura [...] que a fuerza de arte vaya creciendo el retorcido y débil arbolillo (31) ».
Esta representación o concreción de un concepto abstracto a partir de una sucesión de distintas metáforas es un recurso típico de la retórica y la oratoria. De hecho, el concepto de iconología fue usado ya por Platón con el significado de «habla figurada» (Fedro), es decir, un lenguaje figurado o alterado a base de tropos y figuras retóricas (32) . Efectivamente, esta práctica combinatoria de palabras e imágenes es tan antigua como la escritura misma y, desde la Antigüedad clásica, el término imagen se relaciona tanto con las representaciones visuales como con las lingüísticas (metáfora).
Ripa echó mano de diferentes fuentes, buscando correspondencias en textos medievales, como las Etimologías de Isidoro de Sevilla; en tratados de mitología clásica (re)elaborados por comentaristas renacentistas, como Vicenzo Cartari o Giovanni Boccaccio; en los libros de jeroglíficos –durante el Renacimiento, primero en Italia, y luego en Francia y España, el jeroglífico pseudoegipcio se puso de moda–, como los de Horapolo (de Horus Apollo) o Piero Valeriano; o más reciente, en la literatura emblemática.
Así, pues, el término iconología tiene su origen en los manuales de símbolos, alegorías y personificaciones que circularon por Europa entre los siglos XVI-XVII, en cuya base está la fascinación de los humanistas europeos por los jeroglíficos –recuérdese que la transmisión de textos jeroglíficos egipcios a la cultura humanística tiene lugar, en Roma, a través de los obeliscos provenientes del Antiguo Egipto. El Renacimiento consideró el jeroglífico como una forma de escritura pictográfica o ideográfica que usaron los sacerdotes egipcios para dar a conocer la sabiduría antigua.
Jeroglífico es un término que tiene su origen en dos palabras griegas: hierós (‘sagrado’) y glýphein (‘escritura’). Durante el Quattrocento se tenía la idea de que tanto Platón como las religiones antiguas habían poseído una especial sabiduría que contribuía a explicar la fe cristiana por medio de estos jeroglíficos, que tanto tenían de misterioso y enigmático. Al éxito de este lenguaje hermético contribuyeron, en gran medida, los libros o tratados, como, por ejemplo, la Hieroglyphica de Horapolo (1505) y la Hypnerotomachia Poliphili (‘Sueño de Polífilo’) de Francesco Colonna (1499).
El mundo estaba lleno de sabiduría, y era preciso (re)descubrirla. Es bien sabido que las imágenes han tenido usos y funciones muy diversos a lo largo de la historia. No cabe ninguna duda de que su poder de sugestión –de la cual da cuenta la publicidad, el arte propagandístico, etc.– está relacionado con la posibilidad de transmitir ideas, es decir, con la transmisión de un mensaje intelectual, cuya lectura conlleva un ejercicio de decodificación, a fin de entender una información o significado que no siempre es inteligible, dado que, en no pocas ocasiones, se ha perdido su contexto.
Una prueba de esta afición humanística por los jeroglíficos, que también se dio en la Península ibérica, son los conocidos siete emblemas de la Universidad de Salamanca. Se trata de un conjunto de bajorrelieves del antepecho del claustro del edificio de la universidad, tradicionalmente datados entre 1525-1530. Pues bien, cinco de ellos se interpretan siguiendo las claves del Sueño de Polífilo, una novela alegórica publicada por Colonna, en 1499, que constituye una de las bases de la emblemática europea del siglo xvi (33) . No obstante, antes de continuar, debe quedar claro que en los jeroglíficos renacentistas el lema o inscripción en latín es independiente del cuerpo gráfico (ideograma), que es solo una traducción literal y redundante. Un claro ejemplo es el siguiente «enigma» del claustro de la Universidad de Salamanca:
Figura 14. «Atempera tu velocidad sentándote y tu tardanza surgiendo», primero de los siete emblemas o enigmas de la Universidad de Salamanca, entre 1525-1530. Bajorrelieve. Claustro de la Universidad de Salamanca.
Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Salamanca-enigma01-Universidad%2801%29.JPG.
El primero de los siete emblemas o enigmas –por cuanto son grupos de figuras misteriosas, acompañadas de inscripciones, a día de hoy no fácilmente inteligibles– está formado por dos edículos que cobijan sendos jeroglíficos. Ocupémonos solamente del de de la derecha: representa a una mujer sentada en un taburete de tres patas, en actitud de levantarse –véase que la pierna izquierda aparece desnuda, como si el personaje pretendiera iniciar la marcha. La mujer sostiene en su mano derecha un par de alas y, en su izquierda, una tortuga o galápago, tomada directamente del Sueño de Polífilo:
Figura 15. «Velocitatem sedendo, tarditatem tempera surgendo» (jeroglífico), xilografia. Ilustración de Colonna, Francesco (1499). Hypnerotomachia Poliphili (pág. 133). Venecia. Ejemplar digitalizado de la Biblioteca Nacional de España (INC/1324), Biblioteca Digital Hispánica.
Fuente: http://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/bdh0000024346.
No obstante, en la composición de este jeroglífico se produjo tal vez un descuido por parte de los canteros, y, como consecuencia, los lemas o inscripciones en latín se encuentran intercambiados. Así, pues, la sentencia que leemos a la derecha –«MEDIUM TENUERE BEATI» (‘En el medio está la virtud’)– no se corresponde con este jeroglífico, dado que a este enigma le corresponde en realidad otra inscripción: “VELOCITA/TE(M) SEDE(N)DO TARDITATE(M) TE(M)PERA SV(R)GENDO” (‘Modera tu velocidad sentándote y tu lentitud moviéndote [levantándote]’). Es decir, el ideograma de la citada mujer en acto de levantarse traduce literalmente la sentencia, a través de un juego de contrastes, entre sus miembros superiores e inferiores (figura 14). Véase como la pierna en actitud de movimiento sostiene un símbolo de la lentitud (la tortuga), mientras que la pierna reposada sostiene a su misma altura un símbolo de velocidad (las alas). Esta idea se representa también en el sexto enigma de la serie. Este representa dos anclas que tienen dos delfines estilizados enroscados en sus espigas, con sendas inscripciones en griego y latín: «Festina lente» (‘Apresúrate despacio’). Expresa el mismo concepto y, según Aulo Gellio, era el lema o sentencia favorita del emperador Octavio Augusto.
Figura 16. «Semper festina tarde» (jeroglífico), xilografía. Ilustración de Colonna, Francesco (1499). Hypnerotomachia Poliphili (pág. 133). Venecia. Ejemplar digitalizado de la Biblioteca Nacional de España (INC/1324), Biblioteca Digital Hispánica.
Fuente: http://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/bdh0000024346.
Pero su popularidad en el Renacimiento se debe no tanto a Augusto y Aulo Gellio como a Aldo Manucio y a Erasmo de Róterdam. En efecto, Aldo Manuzio, el gran editor veneciano que publicó el Sueño de Polífilo, también tomó esta sentencia como marca tipográfica de su imprenta y la estampó en la portada de sus ediciones, justamente en la forma de un emblema compuesto por un delfín enroscado en torno a un ancla. Una vez más, este símbolo traduce gráficamente el mote latino; aquí, el mamífero marino representa la celeridad, y el ancla, la lentitud. Una flecha envuelta o refrenada por una rémora (pez), una tortuga que lleva una vela (de embarcación) son otros ideogramas o variantes del Festina lente de Aldo Manuzio, al igual que el cangrejo que atrapa entre sus pinzas a una mariposa. Por su parte, este también aparece comentado por Simeoni en su tratado como emblema del emperador Tito Vespasiano en ese mismo sentido.
Figura 17. «Velocitatem sedendo, tarditatem tempera surgendo» (jeroglífico), xilografia. Ilustración de Colonna, Francesco (1499). Hypnerotomachia Poliphili (pág. 133). Venecia. Ejemplar digitalizado de la Biblioteca Nacional de España (INC/1324), Biblioteca Digital Hispánica.
Fuente: https://books.google.es/books?id=cQ88AAAAcAAJ&dq=%22paolo+giovio%22+imprese+farfalla&hl=es&source=gbs_navlinks_s.

3.El método iconológico

Durante gran parte de la Edad Moderna el término iconología sirvió solo para aludir al tratado de Ripa o sus numerosos imitadores y seguidores, sobre todo en Italia, Francia y España. A finales del siglo XVII, adquiere una acepción más generalizada de representación alegórica, según uso de los artistas, y con este mismo sentido sigue apareciendo en los siglos XIX y XX.
La iconología/iconografía, al igual que la historia del arte, es antes que nada una «construcción colectiva», es decir, una práctica científica cooperativa, en la cual, los descubrimientos y aportes de un miembro de esta comunidad científica son interdependientes y, las más de las veces, están condicionados por los del resto de los investigadores. No es posible ocultar que sus principales impulsores y codificadores fueron eruditos de la talla de Aby Warburg, Erwin Panofsky, Ernst H. Gombrich, Fritz Saxl, Edgard Wind o Rudolf Wittkower, vinculados todos, a partir de 1933, al Instituto Warburg de Londres. No obstante, puede decirse también que fue Panofsky quien sentó las bases de la iconología, sus conceptos fundamentales, y la sistematización de un sistema o método de interpretación.
Panofsky, de hecho, definió la iconografía como «la rama de la historia del arte que se ocupa del contenido temático o significado de las obras de arte, en cuanto algo distinto de su forma (34) ». En cambio, afirmó que la iconología denota «algo interpretativo», cuyo campo de acción, en sentido estricto, es la interpretación de imágenes convencionales o símbolos y las combinaciones de estas, es decir, historias y alegorías. Por tanto, interpretación, significado, contenido y sentido son más propios de la iconología, mientras que el estudio de los temas y los motivos son más propios de la iconografía, en cuanto que subalterna de la historia del arte.
En cambio, Gombrich estaba poco interesado en la distinción entre estas disciplinas (35) . No obstante, definió la iconología como la disciplina que «estudia la función de las imágenes en la alegoría y el simbolismo, y su referencia a lo que podría llamarse el invisible mundo de las ideas. El modo en que el lenguaje del arte se refiere al mundo real (36) ».

3.1.Los tres niveles de significación de Panofsky

En la actualidad no puede entenderse la historia del arte sin hacer referencia a la investigación de Panofsky. En efecto, la influencia, directa o indirecta, de Erwin Panofsky está presente en la mayoría de los estudios histórico-artísticos de la segunda mitad del siglo XX. Y sigue haciendo las delicias de muchos historiadores del arte y, también, de algunos historiadores de la cultura, como Peter Burke o Carlo Ginzburg. Influido por las teorías de Aby Warburg y la filosofía de Ernst Cassirer, Panofsky defendió la unidad de contenido y forma, abordó la interpretación de la obra de arte desde una perspectiva multidisciplinar y con una rigurosa metodología, que sintetizó en sus escritos. Entre ellos cabe destacar, Estudios sobre iconología (1939), El significado de las artes visuales (1953) o Renacimiento y renacimientos en el arte occidental (1960), por citar solo los más conocidos.
El método iconológico fue esbozado antes de abandonar su país natal, Alemania, antes de 1933. Fue en Estados Unidos donde configuró esta metodología, que a su vez revisó y reformó en 1955. En la introducción (1985, págs. 13-37), Panofsky definió tres categorías o niveles en el contenido o significado de la imagen, que a su vez se corresponden con tres fases de aproximación:
  • Descripción pre-iconográfica. Es el reconocimiento de la obra en su sentido más elemental, en su «contenido temático natural o primario», en que desciframos «lo que vemos». Consiste en una descripción basada en la experiencia práctica o sensible, es decir, en la percepción de las formas, las cuales representan objetos y/o acciones. No obstante, para una correcta lectura no es suficiente la simple experiencia práctica, sino que hay que echar mano de la «historia de los estilos», es decir, del conocimiento de los diferentes repertorios artísticos, bajo coordenadas concretas de cultura, tiempo y lugar.

  • Análisis iconográfico. Se ocupa del «significado secundario o convencional», es decir, el mundo de los temas o asuntos, que se manifiesta en imágenes, historias y alegorías. El bagaje necesario para este nivel interpretativo es el conocimiento o la familiaridad con los tipos iconográficos (personificaciones, símbolos, alegorías, etc.), los temas y su relación con las fuentes literarias.

  • Interpretación iconológica o iconografía en sentido profundo. Se ocupa del «significado intrínseco o contenido» de la obra de arte, en cuanto que portadora de valores simbólicos. Interpretamos todos los elementos como manifestaciones del significado inconsciente que se esconde detrás de la intención del artista. La obra de arte se convierte, así, en documento histórico, síntoma cultural y forma simbólica. El objetivo de la interpretación es ahora desentrañar «los supuestos que revelan la actitud básica de una nación, un período, una clase, una creencia religiosa o filosófica –cualificados inconscientemente por una personalidad y condensados en una obra (37) ».

3.2.Objetivos y límites

A la luz del método iconológico, la historia del arte se convierte en una disciplina encaminada a la decodificación de símbolos. Pero si la iconología se ocupa de interpretar, en el sentido más profundo, imágenes, historias y alegorías, debe quedar claro qué es y qué no es una alegoría. El término proviene también del griego allegorein (‘hablar figuradamente’) y es, a la vez, una figura literaria o retórica y un asunto artístico, por el cual se representan ideas abstractas valiéndose de formas humanas, es decir, figuras, o grupos de estas, animales o de objetos cotidianos (atributos). Se trata de una ficción o convención según la cual una cosa representa o significa otra diferente. Al contrario que la imagen convencional o símbolo, la alegoría ya no respeta la relación conceptual, inmediata y directa, entre la cosa significada y la figura significante que la representa, que es ya totalmente arbitraria.
Un cuadro o representación alegórica se basa, normalmente, en una suma de una serie de personificaciones, es decir, una serie de figuras generalmente humanas y acompañadas de sus atributos característicos, con la que se quiere transmitir una lección moral, una advertencia o aviso, un mensaje político, etc. En este sentido, sus objetivos y fines no son muy diferentes de los de la literatura emblemática, aunque en la alegoría, la relación entre texto e imagen no es ni directa ni unívoca. En no pocas ocasiones consiste en representar objetos reales cuyo significado va más allá de la realidad tangible.
Las palabras y las imágenes han sido tradicionalmente soportes de diferentes tipos de mensajes. Además, una imagen no puede, en solitario, significar un concepto, una idea abstracta y concreta icónicamente, esto es solo a partir de los recursos que le son propios. No obstante, es perfectamente posible sugerir un concepto, de muchas formas diferentes, solo con una imagen. De hecho, el significado de una imagen convencional o símbolo puede variar, y realmente cambia con cualquier modificación de su aspecto físico o por asociación a otras imágenes o símbolos, hecho que tradicionalmente ha planteado dudas sobre el alcance del método iconológico, en cuanto a la dificultad de desvelar el significado de una obra de arte, justamente por el carácter polisémico y ambivalente de la imagen.
De ahí que la alegoría constituya, sin duda, uno de los recursos más frecuentes de la cultura figurativa occidental, especialmente en la Edad Moderna.
Un buen ejemplo de representación alegórica es el lienzo de Tiziano, pintado alrededor de 1514, Amor sacro y amor profano, obra interesante de estudiar a la luz de estas consideraciones sobre el valor de la imagen (polisemia, concepción simbólica/alegórica, representación de ideas abstractas, etc.).
Figura 18. Tiziano, Amor sacro y amor profano, h. 1514. Pintura al óleo sobre lienzo. Galería Borghese, Roma.
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/ed/Tiziano_-_Amor_Sacro_y_Amor_Profano_%28Galer%C3%ADa_Borghese%2C_Roma%2C_1514%29.jpg.
Como es bien sabido, en la mayoría de las ocasiones el tema o asunto en torno al cual se construye la obra de arte se corresponde con el título. Pero, en este caso, el título mismo es un problema, dado que Amor sacro y amor profano, también llamado Venus y la doncella o Las dos Venus, no fueron títulos dados por Tiziano o sus contemporáneos. De hecho, tuvo otros «nombres» en la Colección Borghese, en Roma, donde ingresó a principios del siglo XVII, hasta que finalmente fue titulado Amor sacro y amor profano hacia 1793.
Entonces ¿qué representa este cuadro (38) ? Se trata de una escena campestre, presidida por una doncella vestida lujosamente, sentada en un sarcófago-fuente, a la izquierda, y una Venus prácticamente desnuda, a la derecha, acompañadas por un Cupido (Amor), casi en el centro de la composición.
(38) Aunque polémica, y sometida a revisión, sigo la interpretación en clave neoplatónica de Panosky, E. (1976). «El movimiento neoplatónico en Florencia y el norte de Italia». En: Panosky, E. Estudios de iconología (págs. 208-217). Madrid: Alianza, 1985. Panosfy, E. (2003). Tiziano: problemas de iconografía (págs. 117-122). Madrid: Akal, 1969. Otras interpretaciones son, brevemente, las propuestas por Hope, Charles (1980). «Problems of interpretation in Titian’s erotic paintings». En: [Actas] Tiziano e Venezia, convegno internazionale di studi (Venecia, 1976) (págs. 111-124). Vicenza, Pozza. Vicenza: Pozza. Goffen, Rona (1993). «Titian’s sacred and profane love and marriage: individuality and sexuality in a Renaissance marriage picture». En: Joseph Manca (ed.) (1990). Titian 500 (págs. 121-144). Washington: National Gallery of Art. Para una panorama completo sobre la discusión en torno a las diferentes interpretaciones y análisis, o los resultados de las restauraciones, véase Bernardini, Maria Grazia (ed.) (1995). Tiziano: amor sacro e amor profano (cat. Exp.). Roma, Palazzo delle Esposizioni, de marzo a mayo de 1995. Milán: Electa.
Tal vez la identificación de las dos figuras femeninas sea una tarea más bien complicada, pero el caso de Cupido es aparentemente más sencillo. El niño alado, armado con arco y flechas, o sin ellos, es una figura muy familiar en el arte occidental. El paso siguiente es, naturalmente, asociar a Venus y Cupido. Pero las dos mujeres del cuadro de Tiziano son muy parecidas a dos personificaciones descritas –no ilustradas– y explicadas por Ripa bajo los enunciados de Felicità Eterna y Felicità Breve. La primera se debe representar como una mujer joven y desnuda, con «trenzas de oro», «bella y resplandeciente», cuya desnudez denota su desprecio por las cosas terrenas y «los bienes caducos de la tierra»; una lámpara llameante en su mano derecha simboliza «el amor de Dios». Felicità Breve es una dama vestida de blanco y amarillo; está adornada con piedras preciosas y sostiene un recipiente lleno de oro y gemas, que simbolizan «la más breve y vana de las felicidades (39) ».
De esta descripción aprendemos que a finales del siglo xvi la yuxtaposición de una mujer desnuda portando una llama ardiente y una dama ricamente vestida era considerada como una antítesis entre los valores eternos y los temporales. Además, el esquema compositivo deriva, sin embargo, de un tipo iconográfico al que Panofsky denominó cuadro-dialéctico, esto es, una representación de dos figures alegóricas simbolizando y defendiendo dos principios morales o teológicos divergentes (40) . Un ejemplo es la figura de Hércules en la encrucijada o «alegoría de la Virtud y el Vicio», en que el joven héroe, teniendo que elegir entre dos caminos simbolizados con dos mujeres –Labor y Voluptas, es decir, una disputa de personificaciones–, el sencillo del placer y el trabajoso del talento o de la virtus, elige este último, que lo hace inmortal. Es muy posible que este tema o asunto fuera también conocido por Tiziano, dado que fue un asunto frecuentemente tratado por los artistas del Renacimiento y el Barroco, cargado de lecciones morales.
Figura 19. Annibale Carracci, El juicio de Hércules, 1596. Pintura al óleo sobre lienzo. Museo de Capodimonte, Nápoles.
Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/Category:Hercules_at_the_crossroads#/media/File:CarracciHercules.jpg.
Si comparamos las dos obras queda claro que nos hallamos ante dos esquemas compositivos iguales. En ambos casos la mujer vestida representa el principio más elevado, y viceversa. En ambos casos se simboliza la oposición entre un principio sublime y otro menos elevado mediante el conocido recuso del paisaje moralizado. Así, pues, el fondo del cuadro de Tiziano está también dividido en dos partes: un escenario más sombrío, con una ciudad fortificada, al fondo, y dos liebres o conejos –símbolos, estos, del amor animal y la fertilidad–, frente a otro más rústico o pastoril, más luminoso, con un rebaño de ovejas y una aldea al fondo, aunque las formas y los motivos poseen en cada caso un significado diferente, hecho que no ha de extrañarnos. No cabe duda de que, ante la necesidad de dar forma a un tipo iconográfico nuevo, los artistas del Renacimiento, como habían hecho antes los escultores de la Antigüedad, o bien los miniaturistas medievales, solían recurrir a la adaptación de un esquema compositivo preexistente relativo a otro tipo iconográfico.
Pero la interpretación tradicional de los historiadores del arte, encabezada por Panofsky, pasaba por identificar las dos figuras femeninas como Las dos Venus o Las Venus gemelas (geminae Veneres), lectura fundamentada en los escritos del neoplatónico florentino, según la cual el cuadro representa un contraste entre dos formas de amor, una más elevada que la otra, es decir, el amor humano (Venus Vulgaris) y el amor divino (Venus Caelestis (41) ).
Así, pues, en el cuadro de Tiziano se representan cada una de las dos Venus con sus atributos característicos. Una de ellas se adorna con los accesorios tangibles de la belleza terrena, que son el vestido, las rosas y la vasija de oro; está coronada de mirto, que simboliza las alegrías duraderas y legítimas del matrimonio. La otra no tiene más atributos que el manto y la lámpara con la llama que se eleva al cielo –un atributo muy conocido de la Caridad cristiana, pero difícilmente podría ser atributo de Venus (42) . Que Cupido esté colocado entre las dos Venus, aunque algo más cerca de la «natural», y que remueva el agua de la fuente, puede expresar la creencia neoplatónica de que el amor actúa como intermediario entre el cielo y la tierra.
Pero lo cierto es que el cuadro fue encargado por Nicolò Aurelio, secretario del Consejo de los Diez de República de Venecia, cuyo escudo de armas aparece en la fuente-sarcófago, en el centro. El encargo coincidió, al parecer, con su matrimonio con la joven Laura Bagarotto, por lo que pudo ser un regalo de bodas. De hecho, con la identificación del cliente y las circunstancias de la comitencia, apoyada por pruebas documentales (43) , el centro de atención de las interpretaciones se restringe, ahora, al asunto nupcial o marital. A día de hoy, han quedado superadas ya las lecturas relacionadas con la literatura amorosa y la filosofía de la época.
Las dos figuras femeninas, tan semejantes como para parecer gemelas, serían personificaciones de las dos caras del matrimonio: la sexualidad (voluptas), reservada a la esfera privada –de ahí el paisaje «oculto» y la ciudad fortificada, al fondo–, y la castidad (pudicitia), vinculada a la esfera pública y al decoro a que se obliga la novia. Estas dos facetas están inextricablemente unidas, como las aguas que el amorcillo remueve en el centro de la composición.De hecho, la doncella ataviada lujosamente, sentada junto a Cupido, está vestida como una novia: su pelo suelto decorado con una corona de mirto –planta sagrada de Venus–, el velo sobre sus hombros, las rosas en su mano derecha, el cinturón –símbolo de la castidad–, etc. Todo apunta, pues, a que Panofsky se equivocó. No obstante, este caso de estudio –casi de prueba y error– está dirigido a que reflexionemos sobre las limitaciones y posibilidades del método. Y en estas circunstancias, lo importante no es el fin del camino sino el camino en sí.

3.3.Los principios de control de Gombrich

Es evidente que al historiador del arte le interesa principalmente el significado que la obra de arte pretendía vehicular cuando esta fue realizada. Así, pues, si nuestro propósito consiste en saber qué significado tuvo la obra dentro de su contexto original y lo que el autor pretendió que significase, no puede ser válida cualquier interpretación (44) .
Naturalmente, hay interpretaciones correctas e interpretaciones erróneas. Y las críticas al método iconológico son numerosas en este sentido. Algunas de ellas, injustificadas; otras, en cambio, están motivadas por una mala praxis. Pero es común la acusación de que los iconólogos tienden a ver más simbolismo del que en realidad encierra la obra de arte (45) . En cualquier caso, se trata de una crítica ya asumida, y de cuyos peligros ya nos advirtieron Panofsky o Gombrich a la hora de enumerar principios correctivos o de control.
(45) También Carlo Ginzburg subrayó el peligro de una interpretación arropada por mucha erudición, al margen del contexto y/o la finalidad de la obra de arte, justamente en las «poesías» mitológicas de Tiziano. Ginzburg, Carlo (1989). «Ticiano, Ovidio y los códigos de la representación erótica en el siglo xvi». En: Carlo Ginzburg. Mitos, emblemas e indicios: morfología e historia. Barcelona: Gedisa. Véase también: Ginzburg, Carlo (1989). «De A. Warburg a E. H. Gombrich. Notas sobre un problema de método». En: Carlo Ginzburg. Mitos, emblemas e indicios: morfología e historia (págs. 38-93). Barcelona: Gedisa.
Para no repetir las ideas de Panofsky, vamos a atender al punto de vista de Gombrich, quien nos recuerda que una misma obra de arte se interpreta de maneras distintas a lo largo de la historia, que puede tener múltiples significados y que, por tanto, reconstruir el propósito o el significado que tuvo una obra de arte en una sociedad, tiempo y lugar no es tarea fácil.
En cualquier caso, el mejor de los consejos es dedicar tiempo y esfuerzos a estudiar y conocer, lo mejor posible, el contexto sociocultural que envuelve la obra, el artista y el comitente. También es preciso conocer profundamente el contexto socioprofesional del artista y su entorno ideológico, dado que él también es un sujeto ideológico que exhibe, en ocasiones, la filosofía y la doctrina que le guían.
Ahora bien, para realizar un correcto análisis iconográfico, incluso cuando nuestro objetivo sea llevar a cabo una interpretación de la significación profunda de una obra de arte, hay que atender a las reglas que nos ofreció Gombrich y que resumió en tres leyes básicas (46) :
(46) Gombrich, E. H. (1972). «Introducción: Objetivos y límites de la iconología». En: E. H. Gombrich. Imágenes simbólicas. Estudios sobre el arte del Renacimiento (págs. 13-48). Madrid: Alianza, 1983. Más recientemente en: Woodfield, Richard (ed.) (1996). Gombrich esencial (pp. 457-484). Madrid: Debate.
  • La primacía de los géneros. Para Gombrich, la historia del arte se construye desde la tradición. No se trata solamente de tradiciones de imágenes: hay una tradición en la pintura, en los tipos iconográficos o en los géneros. De hecho, en el arte de la Edad Moderna existían géneros establecidos –el retablo, las estatuas conmemorativas, etc.– y unos contenidos temáticos asociados a ellos –mitología, leyendas, historia sagrada, etc. Esta relación de dependencia ayuda a identificar correctamente temas y motivos, excluyendo, así, errores de interpretación.

  • La teoría del decorum. El concepto de decoro puede referirse al ámbito moral, en el sentido de «lo moralmente apropiado», o al literario y artístico como adecuación de las acciones, palabras, etc., a la caracterización de los personajes. Al dictado de los clásicos, en el Renacimiento el concepto de decoro partía de la idea de «modo», conforme a cómo se modifica un estilo en función del contenido que se quiere representar o expresar, tal y como hemos visto. El decoro queda así configurado para la teoría literaria y artística como el principio determinante de la caracterización de los personajes, en relación con la edad, la consideración social, etc.

  • La falacia del diccionario. Tomadas aisladamente y fuera de su contexto original, ninguna imagen puede ser interpretada correctamente. Este es el peligro que encierran los tratados de emblemas, personificaciones, etc., o textos medievales y renacentistas dedicados a la interpretación de símbolos, a veces redactados en forma de diccionario. Erróneamente pueden dar la impresión de que esos símbolos constituyen una especie de código con una correspondencia biunívoca entre signo y significado, con independencia del contexto en que están insertos. Así, pues, fuera de su marco, una imagen de Santa Catalina, con su rueda dentada, puede ser erróneamente interpretada como una personificación de la Fortuna, acompañada de la rueda del Destino, dado que comparten un atributo semejante. Con independencia de su contexto, una figura de un joven montando un caballo y matando al dragón puede ser interpretada en clave religioso-cristiana o profana, ya como san Jorge dando muerte al dragón, ya como Perseo o Belerofonte luchando contra la bestia, entre otras interpretaciones aberrantes.

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