Introducción al derecho administrativo

  • Marc Tarrés Vives

     Marc Tarrés Vives

    Profesor agregado de Derecho Administrativo de la Universidad de Barcelona.

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Índice

Introducción

Sobre los orígenes del derecho administrativo y algunas consideraciones sobre lo que se aborda y no en este módulo
El presente módulo didáctico pretende ofrecer al estudiante un primer acercamiento al derecho administrativo, es decir, al derecho singular, propio o especial de un sujeto no menos particular que es la Administración. Como bien escribía Prosper Weil:

"Derecho Administrativo es, en su acepción más amplia e inmediatamente perceptible, el conjunto de reglas definidoras de los derechos y obligaciones de la Administración –es decir, del Gobierno– y del aparato administrativo. Regula uno de los tres poderes del Estado, que, además, es el más poderoso". Prosper Weil (1986, pág. 37).

Por su parte, la noción de Administración Pública la tomamos en un sentido amplio, más allá de los diferentes niveles de administración territorial que puedan existir en el marco de un Estado políticamente descentralizado, tal como es el caso español. Por tanto, salvo mención expresa en sentido contrario, entenderemos por Administración aquella organización que está directamente ligada al poder estatal. Tal como diría Georg Jellinek, un conocido iuspublicista alemán de finales del XIX, un Estado se reconoce por la concurrencia de tres elementos:
a) el territorio,
b) la población, y
c) la existencia de una organización política independiente no sujeta a ninguna otra autoridad superior y, en consecuencia, dotada de un aparato organizativo jurídicamente ordenado para la satisfacción de los intereses públicos.
Todos esos elementos sintetizan la existencia de un poder de dominación que se encarna en el Estado. Bajo la expresión Estado se yuxtaponen dos definiciones: 1) Estado en el sentido del aparato burocrático de gestión de intereses colectivos, y 2) Estado en el sentido de resorte en el que se ejerce la autoridad de este aparato.
Sólo después de aprehender el concepto de Administración territorial (aquella organización que de manera generalista despliega su acción sobre un territorio y una población) se entenderá en qué consiste la llamada Administración institucional o especializada que, al fin y al cabo, depende de la primera. Asimismo, deberemos considerar el caso de las conocidas como administraciones independientes, situadas en una pretendida equidistancia entre el Estado y la sociedad, que tienen una más que notable incidencia sobre diferentes sectores económicos aunque últimamente su existencia está viéndose cuestionada tanto por no garantizar suficientemente la decisión imparcial que en ellas se buscaba, como por los notables fallos que han mostrado en lo que se refiere a su función supervisora –caso de los bancos centrales–.
Entender el significado de la Administración y de su derecho obliga necesariamente a tomar en cuenta sus antecedentes y avatares históricos. Conociéndolos es posible comprender y asumir la legitimación que hoy día tiene la Administración para intervenir de un modo ciertamente incisivo en el quehacer cotidiano de los ciudadanos y en un sinfín de actividades económicas.
Ello nos obligará a considerar no sólo el concepto de Estado, sino también su progresiva evolución a partir del siglo XVII hasta la actualidad; es decir, desde el Estado absolutista hasta el Estado social y democrático de derecho que hoy vemos consagrado en el artículo primero de la Constitución española de 1978 (CE). Un precepto constitucional importante no sólo porque define el modelo de Estado, sino también el régimen o forma política de aquél: la Monarquía parlamentaria (art. 1.3 CE).
Bien es cierto, sin embargo, que ese modelo de Estado social, llegado tardíamente a España cuando ya daba muestras de agotamiento en los países de la Europa occidental, se ve hoy absolutamente desbordado. El incremento de las demandas sociales –que indudablemente tienen un coste– no se ve correspondido por un aumento suficiente de los ingresos públicos. La sostenibilidad financiera del Estado social ha pasado a ser la prioridad, consagrada constitucionalmente, que en última instancia debe asegurar la misma pervivencia del Estado y de sus Administraciones. Estas últimas, ya lejos de realizar prestaciones materiales por sus propios medios, se ven en la necesidad de recurrir a la sociedad para garantizar unas funciones y unos servicios mínimos que necesariamente deben residir en el Estado. Esa denominada Administración garante constituye, pues, una nueva forma de actividad administrativa que se describe del modo siguiente: “La actividad administrativa de garantía se diferencia de la antes mencionada actividad de prestación en que en ella el Estado no proporciona por sí mismo prestaciones a favor de los ciudadanos, sino que se limita a garantizar que sean otros (en especial, empresas privadas) quienes las provean. Se trata de una función administrativa relativamente nueva, propiciada por las privatizaciones de los últimos años y décadas. En su virtud, el Estado transfiere o confía al sector privado, al mercado y a la libre competencia determinadas actividades de procura existencial antes prestadas por él mismo, debiendo asegurar, sin embargo, a través de los mecanismos apropiados, que tales actividades, al ser necesarias para la población, son desarrolladas por las empresas privadas en una medida suficiente y de un modo adecuado. El Estado, por tanto, debe intervenir en el mercado, regulándolo. Es por ello que a este fenómeno se le conoce también como el «Derecho administrativo regulatorio»”.
Considerando cada modelo de Estado (del Estado absolutista al Estado garante) podrán también atenderse a las características de su aparato burocrático o administrativo y lo que es más importante, a la paulatina y formidable construcción de ese derecho propio que constituye el derecho administrativo. Un proceso que se iniciará a partir de la Revolución Francesa con el desmantelamiento en toda Europa de las estructuras organizativas y jurídicas del Antiguo Régimen y el establecimiento del principio de separación de poderes. Sin embargo, en el caso francés y por extensión en la Europa continental, esa separación de poderes resultará desigual en tanto que el poder judicial se verá inicialmente debilitado, en lo que se refiere al control de la Administración. En ese contexto, la actividad administrativa será "juzgada" por un órgano integrado en la propia Administración: el Consejo de Estado. El modelo francés se extenderá por numerosos países europeos, entre ellos España. Lo importante es destacar que ese órgano será el origen de lo que hoy conocemos como jurisdicción administrativa.
El derecho administrativo conoce su periodo culminante entre el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Buena parte de las instituciones y dogmas que caracterizan al derecho administrativo (por ejemplo, el servicio público) se forjan en ese espacio de tiempo en el que, por lo demás, Europa vivirá fuertes convulsiones y grandes cambios sociales, políticos y económicos. Sin embargo, no debemos desconocer que en los albores del siglo XXI ese derecho no sólo sigue manteniendo su vigor, pese a la fuerza expansiva del derecho privado, sino que se ve sometido a una constante reformulación que actualmente pasa por el progresivo abandono de sus especificidades nacionales y la incorporación de otras originadas en el derecho europeo. La europeización del derecho administrativo de los diferentes Estados miembros de la Unión Europea constituye una realidad que, a su vez, implica la influencia en ese nuevo derecho de diferentes tradiciones jurídicas. Unas bien conocidas por ser las propias, otras menos, pero hoy día inevitables por razones de mercado. Tal es el caso de la influencia anglosajona, incuestionable en, por ejemplo, todo lo que se refiere al derecho de libre competencia que rige desde instancias comunitarias. En este sentido, cabe referir también la llamada actividad de regulación de origen anglosajón y tan reclamada para poner orden en unos mercados financieros que con un incomparable grado de sofisticación habrían sido la causa principal de un crack de tintes similares al de 1929.
Sin duda esa actividad de regulación, propia del Estado garante, bien puede añadirse a la triada que tradicionalmente ha venido caracterizando las formas de actividad administrativa: a) policía, b) fomento, y c) servicio público. Cada una de estas formas de actividad merecerá atención en este módulo. Un módulo que se integra en una asignatura de introducción al derecho y, por tanto, en el que por razones de extensión debemos obviar algunos temas, mientras que los tratados no pueden serlo de un modo exhaustivo. De entre los no tratados se encuentran, por ejemplo, las sanciones administrativas, el control judicial de la Administración, el régimen de los bienes públicos o la expropiación forzosa. De esas limitaciones se resienten otros temas como: a) la posición de la Administración pública ante el ordenamiento jurídico y los ciudadanos, b) la organización administrativa, o c) las garantías patrimoniales de los ciudadanos por aquellas actuaciones de la Administración que les causen un daño o perjuicio en sus derechos o intereses legítimos (responsabilidad patrimonial de la Administración). Son temas que son apuntados, pero su complejidad y casuística hace más que recomendable que, ante una posible actividad de evaluación, el estudiante tome en cuenta y acuda a las referencias bibliográficas que se acompañan al final de este módulo y siga las indicaciones que al efecto le realice el consultor de la asignatura.
Sí nos parece indicado abordar, en cambio, en estas páginas por las razones ya expuestas la organización administrativa de las administraciones territoriales y de los entes que integran la denominada Administración institucional. Como elemento basilar de toda organización administrativa se encuentra, como veremos, el gran tema de la personificación jurídica. Un tema en absoluto baladí, ya que en su momento la separación entre la persona física del rey y la corona, a través de la ficción de la personalidad jurídica, permitió la separación entre el patrimonio privativo del monarca y aquellos bienes que eran del dominio de la corona, del reino. Esa distinción es la que, por ejemplo, permite entender el modelo de “cargo” funcionarial moderno, que, tal como escribiría el sociólogo alemán Max Weber, encuentra su origen en las reformas eclesiásticas del siglo XII. Y es que precisamente uno de los elementos distintivos del funcionariado tras la Revolución Francesa es la separación entre el cargo y la persona que ocupa dicho cargo; el cargo no es de propiedad privada y, por tanto, no es transmisible. Se trata de un tema que, no hay que negarlo, requiere una cierta abstracción y una visión histórica de largo alcance pero cuya comprensión ayuda a entender la construcción del Estado en Occidente.
Precisamente, es importante que el estudiante, atendiendo principalmente al hecho de que en principio no cursa ni ha cursado unos estudios jurídicos, asuma que el derecho no consiste en la mera aplicación mecánica del derecho positivo, es decir, de los artículos de tal o cual ley, o de aquel reglamento. Por fortuna, el derecho admite interpretaciones y ésa constituye una de las funciones que llevan a cabo los denominados operadores jurídicos.
Pensando pues en los destinatarios de estas páginas parece conveniente no extenderse más allá de lo necesario en el tema de las fuentes del derecho administrativo. Hay que hacer referencia, por supuesto, a la Constitución y a aquellos preceptos que más interesan. Sin embargo, obviaremos el tema de los tratados internacionales y las fuentes del derecho comunitario europeo (tanto del llamado derecho originario como del derecho derivado). Tampoco iremos más allá en el tema de la ley y de sus manifestaciones, ni de las normas con fuerza de ley que provienen del poder ejecutivo (decretos leyes y decretos legislativos). Alguna de estas últimas eran hasta no hace mucho cuestionadas, pero hoy aparecen recogidas y extendidas en el ámbito de las comunidades autónomas españolas tras las reformas estatutarias de hace una década. Nos referimos al tipo normativo del decreto ley. Sin embargo, la extensión y uso generalizado de este tipo de norma no debe verse como una circunstancia negativa, sino como un hecho que responde a la realidad de una Administración interventora y garante respecto a la que los ciudadanos esperan una rápida y eficaz respuesta ante situaciones de la más diversa índole (de carácter económico, desastres naturales, situaciones de riesgo medioambiental o alimentario, etc.). Sí, en cambio, nos detendremos en la norma por excelencia que encuentra su origen y aplicabilidad desde la Administración. Nos referimos al reglamento y a su variada tipología. El reglamento constituye la más clara manifestación normativa de la Administración, de la que bien puede afirmarse que contribuye cada día, en cada página del correspondiente diario oficial, a "hacer" derecho administrativo. Además, la importancia del reglamento en el ámbito de la economía es incuestionable y, por tanto, debe conocerse cuál es su modo de elaboración y los medios de control que existen sobre esa capacidad normativa de la Administración.
La aplicación singular de esas disposiciones por parte de la Administración, de cualquiera de las diferentes administraciones públicas, se realiza mediante actos administrativos. De entre los diferentes tipos de actos, los más relevantes para los ciudadanos son los actos resolutorios o resoluciones administrativas (por ejemplo, la concesión o denegación de una autorización). Interesa subrayar que esos actos jurídicos no son consecuencia de la decisión arbitraria de un órgano administrativo, sino de un procedimiento sujeto al derecho administrativo. Ese procedimiento y sus fases son objeto de tratamiento en este módulo a partir de lo previsto en su ley reguladora de carácter básico: la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Importante texto legal que entró en vigor en octubre del año 2016 y que, junto a la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público, vienen a sustituir la anterior Ley 30/1992.
El acto administrativo se caracteriza por ser un acto jurídico de naturaleza unilateral, de tal manera que las administraciones públicas no "negocian" con el ciudadano el sentido de la resolución. Se trata, pues, de una declaración unilateral de la Administración que bajo determinados requisitos produce efectos jurídicos al margen de la voluntad de su habitual destinatario: el ciudadano. Sin embargo, la Administración puede alcanzar también acuerdos, pactos, convenios o contratos con los particulares. Ahora bien, esa actividad negocial sólo puede realizarla la Administración cuando se justifica en aras del interés público. De manera principal dicha actividad se muestra por medio de la contratación que realiza la Administración con sujetos privados para aprovisionarse de medios materiales, obtener la construcción de obras, o lograr la prestación de servicios que, por diferentes causas, aquélla no puede llevar a cabo con sus propios medios y que, por tanto, requiere el concurso de los particulares. Se trata, como se puede intuir, de una actividad administrativa de una más que notable trascendencia económica que constituye hoy día uno de los principales motores de la economía en cualquier país. Esa trascendencia económica justifica en buena medida la regulación de contratos del sector público que arranca con la Ley de 2007 y actualmente se contiene en el Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público. Una normativa dictada principalmente para dar respuesta a las exigencias del derecho europeo en pro de un mercado europeo de la contratación pública. Por los motivos expuestos, y atendiendo a su trascendencia para el mundo de la empresa, se ha considerado conveniente que la contratación pública sea objeto de un desarrollo más pormenorizado respecto al ofrecido en otros temas.
Junto a la materia descrita, abordamos también las ya citadas técnicas o formas de intervención administrativa en la economía. Así, bajo la genéricamente denominada actividad de policía atenderemos a la autorización administrativa y a otras fórmulas más recientes, como la comunicación previa y la declaración responsable. Haremos también consideración a la actividad de servicio público, a su origen y justificación actual, así como a los modos de explotación o gestión de aquellas actividades que tienen la consideración de servicio público. La actividad de fomento también será tratada, poniendo especial atención a la subvención como técnica empleada por la Administración para, precisamente, incentivar determinadas actividades económicas.
Finalmente, concluiremos este módulo prestando atención al llamado derecho de la regulación que tiene precisamente a la Administración como a su sujeto director. Contra lo que venía siendo tradicional, hoy día el concepto de regulación no se limita al conjunto de normativas que tienen por objeto un determinado sector económico (reglamentación administrativa). Junto a esa acepción existe una segunda que corresponde a un nuevo modo de intervención pública en el marco de una economía abierta por las desregulaciones (menor número de normas jurídicas) y las privatizaciones llevadas a cabo especialmente a partir de la década de los ochenta del pasado siglo. Se trata de nuevas formas de actividad encarnadas principalmente en el trabajo de las llamadas administraciones independientes o, en la terminología anglosajona, "agencias de regulación". Pero el derecho de la regulación va más allá: también se trata, por ejemplo, de nuevas formas de regular las condiciones técnicas de calidad bajo las que deben ser fabricados los productos industriales o prestados determinados servicios. Se trata de una normación mediante estándares de origen privado que en las tres últimas décadas ha resultado especialmente intensa en el contexto europeo. En todo caso, la importancia adquirida por la regulación a partir de los sucesos acaecidos en el sector financiero hace especialmente obligado presentar los elementos de una teoría de la regulación que, en constante formulación, constituye un instrumento propicio para que en el marco de una economía de mercado pueda justificarse una actuación pública al margen de las nacionalizaciones ya experimentadas en el pasado. Se trata ahora de lograr intervenciones concertadas o negociadas y, en principio, más respetuosas con los mecanismos del mercado, especialmente con la libre competencia.
En definitiva, el momento actual parece proclive a los cambios. No cabe duda de que los mismos afectan y afectarán también al derecho administrativo.

Objetivos

En los materiales didácticos de esta asignatura se encuentran los contenidos e instrumentos necesarios para que puedas alcanzar los objetivos siguientes:
  1. Conocer los antecedentes históricos que confluyen en la formación del derecho administrativo y el desarrollo de la Administración Pública.

  2. Conocer los aspectos materiales relacionados con la realidad del derecho administrativo y los principios de la organización administrativa.

  3. Aprender el sistema de fuentes normativas propias del derecho administrativo, especialmente el reglamento, como paradigma de actividad normativa surgida desde la propia Administración.

  4. Tomar conocimiento del acto administrativo, del procedimiento administrativo, así como de las formas de control administrativas y judiciales.

  5. Estudiar el régimen de la responsabilidad patrimonial de la Administración pública.

  6. Adquirir conocimientos suficientes sobre la actividad convencional de la Administración Pública, en especial de la contratación pública y sus modalidades.

  7. Conocer las distintas formas de actividad administrativa y sus características principales.

1.Estado, Administración y derecho administrativo

En el presente apartado se tratan tres realidades cuya comprensión singular es difícil sin tomarlas conjuntamente en consideración. De estas tres, la realidad del derecho administrativo es la comparativamente más reciente y surge a raíz del establecimiento del principio de separación de poderes tras la Revolución Francesa y la consagración del Estado de derecho como principio que somete el poder del Estado a la Ley.

1.1.El tránsito hacia el Estado social y democrático de derecho

A lo largo de la historia se han ido sucediendo diferentes modelos de dominación política, hasta alcanzar en el siglo XIX lo que hoy conocemos como poder estatal. La construcción del Estado nación es fruto de un proceso gradual que se inicia especialmente a partir del siglo XVI y logrará su perfección en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces, el Estado ha pasado por diferentes avatares que han hecho que su percepción, especialmente en Europa, haya ido variando. Por ello el Estado ha necesitado "reinventarse" a lo largo del tiempo, esto es, encontrar nuevas causas que legitimen su permanencia y con ella la de todo el marco institucional y administrativo que lo acompaña. Hoy día ya no son razones ligadas a la preservación de las fronteras o sus propiedades frente al enemigo exterior las que justifican –al menos para los europeos– la razón de ser del Estado, sino la prestación –o mejor dicho la garantía de su prestación– de servicios que permitan un determinado estándar de calidad de vida que, hay que reconocerlo, resultaría envidiable a ojos de nuestros ancestros. Poca relación tiene el Estado en el que actualmente vivimos con el que ellos ayer conocieron y seguramente poco tendrá que ver el que conocerán nuestros nietos respecto al actual. Pero en todo caso, el Estado sigue estando allí imponiendo deberes pero también garantizando libertades y concediendo derechos.
Por tanto, ante esa realidad impersonal del Estado resulta lógico preguntarse en qué momento surge. La respuesta no puede ceñirse a un momento determinado, más bien debe afirmarse que es el resultado de una larga gestación histórica que llevará siglos. Los siglos que van desde la caída del Imperio Romano de Occidente y la desaparición de sus estructuras político-administrativas hasta el desmantelamiento de las estructuras feudales del Antiguo Régimen que se habían forjado durante la Edad Media. Ese amplio espacio temporal se caracterizará por una constante, clara y decidida reconstrucción del poder político. Un proceso al que no será en absoluto ajeno la Iglesia. En ella se reunirá y conservará buena parte de la tradición jurídico-institucional del Imperio Romano y, lo más importante, ese acervo será luego adoptado por los monarcas de los incipientes Estados que van ya conformándose a lo largo de los siglos XVI y XVII.
Conviene tener en cuenta esa peculiar circunstancia que es consustancial a la identidad política europea. La secularización, es decir, la nítida separación entre Estado e Iglesia, entre poder temporal y poder espiritual, se conforma precisamente durante la Edad Media, y será gracias a esa tensión –pero también convivencia– como irá germinando el ideario que llevará a la Ilustración y con ella a la eclosión de la Revolución Francesa (1789) y al reconocimiento de los derechos del hombre. Unas ideas que una década antes, en otras circunstancias, ya habían encontrado también su reconocimiento al otro lado del océano con los nacientes Estados Unidos de América (1776).
La Revolución Francesa constituye el momento en el que se cortan las amarras que impedían la definitiva navegación del Estado moderno. A partir de entonces, como señalara el jurista alemán Herman Heller:

"[...] los órganos de creación y ejecución del Derecho son, inmediata o mediatamente, órganos del Estado".

(H. Heller, Teoría del Estado)

A diferencia del escenario anterior que conformaba el Antiguo Régimen, a partir de ahora sólo serán derecho aquellas normas que el Estado dote de validez, y a la vez aquél constituirá el sustrato de su legitimidad. Esa relación entre Estado y derecho se sustentará en dos elementos. Primero, en una cámara legislativa representativa que es expresión de la voluntad general –soberana– y única instancia política legitimada para limitar, mediante el instrumento de la ley, los derechos y libertades de los ciudadanos. En segundo lugar, un aparato burocrático del Estado (la Administración centralizada) garantiza la actualización y aplicación de los preceptos jurídicos positivos que, de manera necesaria, deben haber sido objeto de previa publicidad. Este último requisito, lejos de ser un formalismo, constituye una auténtica garantía para el ciudadano: la de conocer en cada momento qué normas jurídicas se hallan en vigor y cómo pueden incidir en su esfera vital. Normas jurídicas que no guardan una relación simétrica al existir entre ellas una jerarquía que resultaba desconocida en el periodo del Estado absoluto.
No obstante, ese esquema ideal quedará roto tras los excesos que en el periodo de entreguerras ofrecerá el Estado totalitario en una negación extrema del Estado de derecho. En una auténtica perversión del sistema normativo, el Estado terminará por verse desacralizado. El Estado demostraría que puede equivocarse y aunque, pese a todo, se le exige la prestación de servicios, la regulación de actividades o el control de riesgos, el ciudadano termina por adoptar una postura recelosa que le permite exigir parcelas de autonomía que rompen con el monopolio de la estatalidad. Será así como, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la sociedad, los sujetos privados, recuperarán unos márgenes de autodecisión que antes habían sido suprimidos por el Estado. Aunque es cierto que tal autonomía aparecerá incentivada, regulada y supervisada por el propio Estado.
La intervención del Estado en la sociedad caracteriza al llamado Estado social. Las razones del tránsito del Estado liberal no intervencionista hacia el Estado social obedecen al reconocimiento de un nuevo tipo de derechos. Se trata de los denominados derechos sociales que vienen a añadirse a los derechos de libertad, o de primera generación, propios del Estado liberal y a los derechos políticos que singularizan al Estado democrático. El Estado social supone un paso más en la evolución del Estado de derecho al incorporar constitucionalmente los llamados derechos de prestación, sociales, o derechos de tercera generación.
Los derechos sociales promueven la intervención activa de los poderes públicos frente a las generaciones anteriores de derechos, que destacaban por imponer más bien obligaciones de no hacer. Esos derechos sociales aparecen recogidos en la Constitución española de 1978, dentro del capítulo III del título I relativo a los principios de la políticas social y económica; entre otros, encontramos la distribución equitativa de las rentas (art. 40.1), el mantenimiento de un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos que garantice la asistencia y prestaciones sociales (art. 41), la protección de la salud (art. 43), el disfrute de una vivienda digna y adecuada (art. 47), etc. Se trata, sin embargo, de unos derechos que la Constitución configura con carácter programático, cuya realización y concreción compete al legislativo. Es ésta una diferencia clara respecto de los llamados derechos fundamentales y libertades públicas que vinculan directamente desde la Constitución a todos los poderes públicos.
La finalidad del Estado social se manifiesta de manera muy expresiva en el concepto Daseinvorsorge ("procura existencial") elaborado ya a finales de la Segunda Guerra Mundial por el jurista alemán Ernst Forsthoff. Con aquél se refiere una nueva situación en la que corresponde a la Administración la realización efectiva de un espacio vital digno para el ciudadano, al que éste tiene derecho. Por supuesto, ese espacio vital ya no es para la mayoría de la población un entorno rural en el que, más mal que bien, las necesidades urgentes e inmediatas podían verse satisfechas por la naturaleza; por el contrario, la necesidad de prestaciones por parte de la Administración emerge en el marco de la industrialización y el creciente entorno urbano, en el que aspectos como el alcantarillado o el suministro de agua son elementos vitales que deben ser obligatoriamente garantizados. Se trata, pues, de un cometido que lejos de ser incompatible con el Estado de derecho lo presuponen, aunque comporta una intervención más estricta del Estado en la sociedad.
El intervencionismo estatal no es, desde luego, una novedad histórica. Sí lo es, en cambio, las razones que lo justifican. Algunas van ligadas, como ha sido tradicional, a la economía (por ejemplo, las manufacturas reales del siglo XVII), pero otras obedecen a problemas o situaciones propias de cada momento histórico. Si antaño esas razones justificaban la llamada actividad administrativa de policía (evitar las molestias o perturbaciones en el seno de la sociedad), luego lo ha sido el servicio público (por ejemplo, garantizar la prestación de servicios de transporte públicos o generalizar la educación). De igual modo, si antes el Estado debía, por ejemplo, prevenir o dar respuesta a situaciones de hambruna, hoy –al menos en Occidente– debe hacer frente a la problemática derivada de la ingeniería genética o a la gestión de los riesgos derivados de la seguridad de los alimentos. En cualquier caso, y bajo situaciones no excepcionales, la respuesta del Estado democrático y de derecho siempre se articulará a partir de la ley, que será la que permitirá la actuación material y normativa de la Administración.
Observemos que pese a reiteradas voces que nos hablan de crisis del Estado y nuevas formas de legitimación política, en realidad asistimos a un proceso de reformulación de la legitimidad estatal. En ese constante repensar de las formas de acción estatal no es en absoluto despreciable una variable que con anterioridad no era casi tomada en cuenta. Se trata de la opinión pública, –y, en paralelo las exigencias de transparencia e información a las que legalmente se somete a la Administración– un elemento que actualmente justifica, si no legitima en gran medida, las decisiones políticas que guían la actividad administrativa. Sin embargo, la opinión pública no es, o no lo es en el contexto de un Estado democrático de derecho, fuente de legitimación política. Pero sí, se trata de un elemento que hoy día debe tomarse muy en cuenta en el momento de atender a las posibles injerencias públicas en la esfera de los ciudadanos.
Así, por ejemplo, los peligros naturales que ayer acechaban y los riesgos derivados de la técnica que hoy atemorizan a la opinión pública han sido y son elementos que legitiman la actuación estatal. Lo importante es saber que esa actuación no será –o no debe ser– arbitraria o caprichosa. Si la opinión pública tiene miedo a un riesgo trivial, la respuesta del Estado democrático y de derecho no será, a priori, la de reducir ese riesgo con menoscabo de posibles derechos o garantías, sino hacer uso de las salvaguardias institucionales que legitiman una decisión que puede resultar contraria a un determinado estado de opinión. Esto es importante porque la fortaleza y confiabilidad del sistema institucional (Parlamento, Administración, jueces y tribunales) va a depender en gran medida del grado de aceptación del consejo experto. La decisión legislativa o administrativa siempre deberá tomar en consideración la figura del experto, lo que no significa adoptar siempre decisiones acertadas, pero sí reflexivas.

1.2.La vinculación de la Administración al ordenamiento jurídico. El principio de legalidad y la discrecionalidad administrativa

1.2.1.El principio de legalidad
Este referido sistema institucional que conocemos como Estado democrático y de derecho viene regido por una norma jurídica de máximo rango que guía la actuación de los poderes públicos y que es reconocida como ley fundamental. Esa ley que legitima el poder político es habitualmente una Constitución escrita. En el caso español, se trataría de la Constitución del año 1978, en cuyo redactado encontramos un conjunto de preceptos que nos señalan la preponderancia de la ley y de su carácter habilitador sobre la actuación administrativa, pero también prevé que esa actividad va a estar sometida a un control judicial. La lectura de determinados preceptos constitucionales nos puede resultar harto clarividente para entender a qué nos estamos refiriendo:

"Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico" (art. 9.1 CE).

"La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos", (art. 9.3 CE).

"La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, descentralización, desconcentración y coordinación con sometimiento pleno a la ley y al Derecho" (art. 103.1 CE).

"Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican" (art. 106.1 CE).

De la lectura de estos artículos de la Constitución se extrae que no sólo los ciudadanos, sino también los poderes públicos, están sujetos a las normas y, por tanto, su actuación deberá ser conforme a lo dispuesto en la misma Constitución, en las leyes y en los reglamentos. Esto es lo que se conoce como principio de legalidad. Un principio que en puridad debería llamarse principio de juridicidad ya que el sometimiento no es sólo a la ley, sino a todo el ordenamiento jurídico, es decir, a la totalidad del sistema normativo. La garantía del respeto a ese principio de legalidad va a corresponder a los tribunales. Ellos van a controlar a la Administración en un doble sentido: primero, velando para que las normas jurídicas elaboradas por ella (los reglamentos) se adecuen y no contradigan lo dispuesto en las leyes aprobadas por las Cortes; segundo, garantizando que el resto de su actuación no sólo sea acorde con la ley, sino que además sirva a los fines conforme a los que la ley ha atribuido a la Administración un conjunto de potestades que la sitúan en una posición privilegiada frente a los ciudadanos. Esa especial situación es lo que se conoce como principio de autotutela que, a su vez, se manifiesta de dos maneras:
1) en la llamada autotutela declarativa (la facultad que tiene la Administración de declarar una situación, sin necesidad de que sea previamente reconocida desde el poder judicial); y
2) en la autotutela ejecutiva (el privilegio que tiene la Administración de ejecutar sus propias decisiones siempre y cuando sean ajustadas a derecho y sean fruto de un procedimiento).
La potestad administrativa constituye un poder jurídico unilateral que el ordenamiento jurídico atribuye a la Administración para la satisfacción del interés general y cuyo ejercicio siempre estará sometido a la ley y al control judicial. Esa potestad se manifiesta de diferentes maneras y admite varias clasificaciones. Así, por ejemplo, podemos considerarlas:
1) Según el modo de atribución, pueden ser expresas e implícitas o inherentes. Las primeras son las que la ley atribuye de manera expresa, las segundas son aquellas que no lo son pero que resultan imprescindibles para que la Administración pueda cumplir con las funciones que tiene encomendadas. En cualquier caso, la atribución implícita de potestades debe verse de manera restrictiva, pues una aceptación indiscriminada de las mismas podría comportar una vulneración de los principios del Estado de derecho.
2) Según su incidencia sobre los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, las potestades pueden ser favorables, desfavorables o indiferentes.
3) Según el grado de vinculación a la ley por parte de la Administración, puede distinguirse entre potestades regladas y potestades discrecionales. En las primeras, la Administración se limita a cumplir con lo preestablecido en la ley. En cambio, en el caso de las potestades discrecionales la ley concede a la Administración un amplio margen de apreciación que le permite poder optar entre diferentes alternativas, todas ellas igualmente legítimas. Ahora bien, en todo caso la Administración deberá motivar sus decisiones, singularmente en aquellas decisiones que restrinjan derechos, incluidos los de carácter social (p. ej., el derecho al medio ambiente).
Una licencia para la apertura de una actividad deberá ajustarse a lo establecido en la normativa, de tal manera que si el solicitante cumple con las condiciones y requisitos previstos, la Administración competente deberá conceder la licencia, ya que se trataría de un acto reglado (las condiciones están preestablecidas y la Administración no tiene margen discrecional alguno). En cambio, cuando hablamos de decisiones administrativas discrecionales, la Administración goza de un amplio margen de apreciación que le permite optar entre diferentes alternativas, todas ellas acordes con la ley. Así, por ejemplo, en la correspondiente ley de presupuestos se establece la construcción de una autovía entre dos poblaciones; sin embargo, la decisión sobre el trazado de aquélla corresponderá a la Administración.
1.2.2.La discrecionalidad administrativa y técnicas para su reducción
La discrecionalidad administrativa se caracteriza por ofrecer una serie de opciones que, siempre que no sobrepasen el marco o margen de discrecionalidad prefijado por la norma, resultan aceptables y conformes con el principio de legalidad, pues es esa misma legalidad la que posibilita esa diversidad de opciones.
Si consideramos que es la ley la que concede un margen de discrecionalidad –de libre decisión– a la Administración, la consecuencia es que, por su propia naturaleza, la discrecionalidad no es susceptible de control judicial. Sí existen, en cambio, unas técnicas de reducción de la discrecionalidad que, en caso de tomarse en cuenta, podrían permitir un control sobre la decisión administrativa.
Esas técnicas o fórmulas para limitar o reducir la discrecionalidad administrativa serían las siguientes:
a) Observancia de las normas y los principios del procedimiento. Efectivamente, por amplio que pueda resultar el margen de discrecionalidad reconocido a la Administración para tomar una decisión, deberá llegar a esta siguiendo un procedimiento cuyas fases y trámites están predeterminados por las normas.
b) Comprobación y verificación de los hechos determinantes. La actuación de la Administración –el ejercicio de las potestades antes comentadas, con el margen de discrecionalidad de que disponga– solo será posible si se ha dado el presupuesto de hecho contemplado por la norma. En este sentido, los jueces y tribunales de lo contencioso-administrativo sí que podrán pronunciarse sobre la concurrencia de los hechos determinantes, puesto que disponen entonces de una referencia clara en la propia descripción normativa de los hechos (p. ej., si la norma permite imponer una sanción –por ejemplo, con un margen entre 100 y 500 euros– por cazar jabalíes fuera de temporada, los hechos determinantes es que se trate de un jabalí y que sea cazado fuera de la temporada habilitada a ese efecto. Sin embargo, si el jabalí ha sido atropellado, no habiendo voluntariedad en la acción, en ese caso –si se hubiese impuesto una sanción– el juez acudiría a los hechos determinantes previstos en la norma para verificar y controlar el acto administrativo, de tal modo que declararía la nulidad de la sanción.
c) Los principios generales del derecho (véase apartado 2.6.2). Su aplicación puede reducir el margen de discrecionalidad de la Administración, ampliando correlativamente el ámbito sometido a control judicial. Por ejemplo, un principio general del derecho es el principio de proporcionalidad, de tal modo que ante una infracción que tiene prevista una sanción entre 100 y 600 euros, la Administración solo impondría la sanción máxima en caso de concurrir circunstancias agravantes, de lo contrario, la sanción a ojos del juez resultaría desproporcionada. El mismo caso nos sirve para el supuesto en el que la misma infracción en idénticas circunstancias comporta una sanción de 100 euros y se da un caso en que aquella se impone en la cantidad de 600 euros. Aquí nos encontraríamos ante una vulneración del principio de igualdad que podría ser perfectamente invocado ante el juez.
d) Reducción de la discrecionalidad por la Administración mediante instrucciones y circulares. En ocasiones el margen de discrecionalidad que las normas ofrecen a la Administración se ve reducido por decisión de esta misma. Se trata de casos en los que a través de órdenes o instrucciones internas se establecen límites a la actuación de los órganos inferiores por parte de sus superiores (p. ej., ante una sanción que oscila entre los 100 y 600 euros, se establece que las sanciones superiores a 300 euros se reservan para el órgano superior del que ordinariamente impone las sanciones). Es importante destacar que aunque instrucciones y circulares no tienen por destinatarios a los ciudadanos, estos podrán invocarlas cuando entiendan que una decisión de la Administración haya rebasado el margen de discrecionalidad, tal como este ha sido redimensionado o reducido mediante circulares/instrucciones internas que, por supuesto, vinculan a la Administración.
e) La referencia finalista de las potestades atribuidas. Sabemos que la Administración ejerce potestades que le son reconocidas desde el ordenamiento. La concesión de tales potestades –que sitúan a la Administración en un plano desigual en su relación con el ciudadano– responde a unas finalidades públicas o de interés general que justificas aquellas. Pues bien, el vicio de desviación de poder consiste en el ejercicio por parte de la Administración de una potestad dirigida a un fin diferente a aquel por el que se atribuyó la potestad y en el que esta se justifica.

1.3.El derecho administrativo

Tal como hemos comentado, el derecho administrativo arranca con la Revolución Francesa y se irá extendiendo por toda la Europa continental, imponiendo un sistema de reglas abstractas como base del Estado de derecho. Contra lo que pueda pensarse, en un primer momento el establecimiento del derecho administrativo como marco normativo de actuación del Estado significó una reducción cuantitativa y cualitativa de lo que venían siendo actividades administrativas tradicionales que revertían en el bienestar del pueblo. Resulta entonces que en sus inicios el derecho administrativo no abarcaría todas las actividades que el Estado absolutista realizaba bajo la fórmula de la ciencia de policía (Polizeiwissenshcaft), sino sólo aquellas ligadas a la estricta seguridad u orden público (Sicherheitspolizei) dejando de lado la policía del bienestar (Wohlfahrtspolizei). Esto es así porque el Estado liberal supone una dejación de funciones en la sociedad pero también significa la supresión de los llamados cuerpos intermedios (por ejemplos, los gremios), de tal manera que se pretende una relación directa entre el Estado y el individuo, al margen de asociaciones o corporaciones.
Por lo tanto, la disyuntiva que aparece entre un derecho administrativo sometido al principio de legalidad y una Administración Pública que en la práctica no puede limitarse a la mera ejecución de las leyes irá salvándose a medida que parezca claro que la Administración debe seguir cumpliendo –desde otras coordenadas– con los deberes de bienestar que venía ya ejerciendo durante el despotismo ilustrado. Así, el Estado de derecho supondrá una distinción entre el derecho administrativo como conjunto de normas que aplica la Administración Pública, y la Administración Pública como garante del bienestar.
El derecho administrativo se caracteriza por ser el derecho propio (en propiedad la expresión sería estatutario) de la Administración. Un derecho que, además, confiere a aquélla unos privilegios y potestades, absolutamente desconocidos en los sujetos privados, que se justifican por el carácter servicial de su destinataria. Sin embargo, el derecho administrativo es también un derecho de garantías para el ciudadano en lo que se refiere a sus relaciones con la Administración. Pero, además, el ordenamiento administrativo, a diferencia de otros (civil, penal o mercantil), presenta también como nota característica la de su notable dispersión normativa en numerosas leyes e incontables reglamentos. Pensemos que a diferencia de otras ramas del ordenamiento jurídico, el derecho administrativo carece de una codificación propia similar a la que existe en el derecho civil o penal.
Con carácter general puede considerarse que el derecho administrativo español se encuentra integrado por tres tipos diferentes de normas:
1) Normas de organización: son aquellas que determinan la estructura orgánica de la Administración Pública. En el caso de un Estado descentralizado como es actualmente el nuestro, cada Administración Pública tiene sus propias leyes de organización. Así, en el caso de Administración estatal, podemos destacar la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público. En las comunidades autónomas (CC. AA.), encontramos sus respectivas leyes del Gobierno y la Administración; mientras que en el ámbito local hay que referir la Ley 7/1985 Reguladora de las Bases del Régimen Local (LRBRL). Podemos también incluir las normas de organización que regulan el estatuto jurídico de los empleados públicos (funcionarios y laborales), que encuentran actualmente su régimen general en el Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, y en disposiciones específicas como pueden ser la Ley 30/1984 de Medidas para la Reforma de la Función Pública, o la Ley 53/1984 de Incompatibilidades del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas, así como en las leyes que cada comunidad autónoma pueda haber aprobado. En otro orden podemos situar también entre este tipo de normas de organización la Ley 33/2003 de Patrimonio de las Administraciones Públicas.
2) Normas de actuación: son las que establecen y posibilitan los fines propios de cada administración según su ámbito competencial (arts. 148 y 149 CE). A título de ejemplo, podemos referir la legislación urbanística, la Ley 16/2002 de Prevención y Control Integrados de la Contaminación, la Ley de Seguridad Vial (Real Decreto Legislativo 6/2015, de 30 de octubre), la Ley 37/2015 de Carreteras y un larguísimo etcétera de disposiciones legales que a su vez suponen cada una de ellas un amplísimo número de normas reglamentarias de desarrollo que completan su regulación y hacen posible su aplicación.
3) Normas de relación: se trata de disposiciones que tienen por objeto la regulación de las relaciones entre sujetos, bien entre administraciones públicas, bien entre éstas y los particulares (personas físicas o jurídicas). Sin duda, el texto de referencia lo constituye la Ley 39/2015 de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LPAC), una norma de procedimiento que incorpora de manera ya plena el procedimiento administrativo electrónico como nuevo cauce para la relación ordinaria entre las Administraciones Públicas y los ciudadanos. Otras leyes que deben ser destacadas serían el Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público y la Ley 29/1998 Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.
La variedad de materias que son objeto del derecho administrativo responde a los constantes cambios que operan en el seno de la sociedad, sean aquellos de orden tecnológico, económico e incluso social. Ello provoca que el número de normas (legales y reglamentarias) que integran el derecho administrativo aumente sin cesar y haga realmente difícil conocerlas en toda su amplitud. De ahí la especialización cada vez mayor de los operadores jurídicos que se dedican a esta rama del derecho. Materias, entre otras, como el urbanismo, las telecomunicaciones y la energía ofrecen una elevada complejidad tanto por su objeto como por el elevado número de disposiciones reglamentarias de todo tipo que las regulan. De tal manera que la concreción de lo que prevé la correspondiente ley sectorial se encontrará en normas de rango inferior, cuando no en especificaciones de carácter técnico, cuya naturaleza jurídica resulta harto discutible. Con todo, hay que recordar esa visión macroscópica que el iuspublicista italiano Santi Romano reivindicaba para el jurista (1) .
Con estas consideraciones llegamos al tema de las fuentes del derecho administrativo.

2.Las fuentes del derecho administrativo

Pese a que el tema de fuentes es común en las diferentes ramas del derecho, hay que prestar atención a las especificidades del derecho administrativo.

2.1.La Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico

Sabido es que la Constitución, lejos de ser una mera declaración programática, constituye una auténtica norma jurídica. Ello no obsta para que la expresión Constitución pueda tener un alcance más amplio que la de mera ley constitucional. Al respecto resulta imprescindible la referencia a la conocida Teoría de la Constitución del jurista alemán Carl Schmitt. De tal manera que los preceptos que contiene resultan de obligado cumplimiento y su infracción constituye una conducta antijurídica.
Sin embargo, la Constitución ostenta dentro del ordenamiento jurídico una posición de máximo orden, de tal modo que constituye la norma suprema con una voluntad de larga vigencia en el tiempo que queda testimoniada en el complejo procedimiento para su modificación, así como en el sistema de control que se establece sobre las leyes con el fin de garantizar su adecuación constitucional. En este sentido, resulta ilustrativa la conocida pirámide normativa del jurista vienés Hans Kelsen.
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Tribunal Constitucional
El control de las leyes no corresponde a la jurisdicción ordinaria, sino exclusivamente a un órgano previsto ad hoc en la Constitución: el Tribunal Constitucional. Éste ostenta el monopolio para declarar la inconstitucionalidad de las leyes (jurisdicción concentrada). Se trata de un sistema de justicia constitucional ideado por Hans Kelsen después de la Primera Guerra Mundial y que se extendería tras la Segunda en los textos de diferentes constituciones, entre ellos el de la española de 1978 (título IX CE).
El gráfico nos permite observar de manera clara la posición de supremacía que ostenta la Constitución sobre el resto de normas del ordenamiento jurídico. Esa preeminencia quedaría destacada, por ejemplo, en el artículo 9.1 CE, cuando se declara que:

"Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico".

(art. 9.1 CE)

La gradación que sigue en la pirámide atiende a las singularidades del ordenamiento español y, por tanto, precisa de algunas aclaraciones sobre las normas que contiene.

2.2.Los estatutos de autonomía

Los estatutos de autonomía (EE.AA.) constituyen, junto con lo previsto en la Constitución, las piezas clave en el proceso de descentralización política que se inicia en España a partir del año 1978. No se trata hasta entonces de un tipo de norma desconocida, puesto que durante la Segunda República (1931-1939) habían existido ya estatutos para determinados territorios españoles (Cataluña, País Vasco y Galicia). La novedad de la Constitución española consistirá en la extensión de ese modelo hasta alcanzar el número de 17 comunidades autónomas (CC. AA.) y dos ciudades autónomas también con estatuto propio (Ceuta y Melilla).
Los estatutos, tal como ha declarado el Tribunal Constitucional, se encuentran en una posición jerárquica subordinada a la Constitución. Sin embargo, la relación de los estatutos de autonomía con el resto de leyes estatales resulta más problemática. Efectivamente, los estatutos no dejan de ser leyes orgánicas aprobadas por las Cortes Generales, si bien en su procedimiento de elaboración y reforma se apartan del resto de leyes orgánicas. Además, los estatutos formarían parte de lo que viene en llamarse "bloque de la constitucionalidad" (o "bloque de constitucionalidad"). Así, mientras para un sector de la doctrina los estatutos serían una ley de rango superior al resto de leyes estatales, para otro, en cambio, no dejarían de ser una ley orgánica con idéntico rango que el resto, ya que la existencia de una reserva estatutaria (unos requisitos de procedimiento especiales) no significaría mayor rango, sino que se trataría de una distribución o separación de materias. Con todo, tras las modificaciones estatutarias operadas a partir de 2006 y tras los pronunciamientos del Tribunal Constitucional (STC 31/2010, de 28 de junio), parece que la primera consideración doctrinal se ajusta más a la realidad en cuanto a la posición de los estatutos de autonomía en el sistema de fuentes de nuestro ordenamiento.

2.3.Leyes ordinarias y leyes orgánicas

La Constitución española establece que determinadas materias deben ser reguladas obligatoriamente por ley. En otras palabras, para evitar que el legislador haga dejación al reglamento en la regulación de materias especialmente sensibles (por ejemplo, derechos como el de propiedad o instituciones básicas del Estado), la Constitución impone que debe haber un contenido mínimo con rango de ley. Algunas de esas materias basta que se contengan en ley ordinaria, esto es, aquella que para su aprobación sólo requiere la mayoría simple de las cámaras (art. 90 CE). Sin embargo, para otras materias (por ejemplo, como hemos comentado en el caso de los estatutos) la Constitución exige su regulación mediante un tipo específico de ley que recibe el nombre de ley orgánica.

"Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución."

(art. 81 CE)

La ley orgánica exige, según el artículo 81.2 CE, la mayoría absoluta del Congreso –no del Senado– en una votación final sobre el conjunto del proyecto (actualmente esa mayoría absoluta se situaría en 176 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados). Entiéndase bien que la ley orgánica regula sólo determinadas materias para las que el constituyente consideró conveniente una mayoría reforzada que no se exige para la ley ordinaria, pero ello no significa –salvo en el comentado caso de los estatutos de autonomía– que la ley orgánica se encuentre en una situación de supremacía respecto a la ley ordinaria. La relación entre ambas no es de jerarquía, sino de competencia, ya que no cabe ley orgánica en materias en las que no está prevista y, a la inversa, la ley ordinaria no puede regular materias reservadas a ley orgánica. El problema aparece cuando una ley orgánica, por razones de conexión temática, puede incluir cuestiones ajenas a la reserva pero que constituirían un complemento necesario de la misma. En estos casos de concurrencia de materias estrictas de ley orgánica y materias conexas, el Tribunal Constitucional considera que el legislador debe indicar expresamente los preceptos que contienen materias que tienen sólo el carácter de conexas, de manera que puedan ser modificados mediante ley ordinaria.

2.4.Normas del poder ejecutivo con fuerza de ley

Por diferentes razones que iremos viendo, la Constitución reconoce al Gobierno la facultad de dictar normas con valor de ley en determinadas circunstancias y bajo el control del poder legislativo. Cabe retener, pues, la idea de que se trata de normas jurídicas que provienen del poder ejecutivo pero que tienen la misma fuerza que las leyes aprobadas por las Cortes.
Dos son los tipos de normas con fuerza de ley que la Constitución permite que pueda dictar el Gobierno: 1) el decreto ley, y 2) el decreto legislativo que, a su vez, puede clasificarse en a) leyes de bases y textos articulados, y b) leyes de delegación y textos refundidos. Brevemente pasamos a comentar los aspectos más relevantes.
1) El decreto ley aparece regulado en el artículo 86 CE de modo que aparece configurado como una disposición legislativa provisional que el Gobierno puede dictar en caso de extraordinaria y urgente necesidad (supuesto habilitante). En el mismo precepto se establecen, sin embargo, materias vedadas al decreto ley, que son precisamente aquellas reservadas a ley orgánica. Se trata, además, de una norma provisional, ya que una vez aprobado debe ser inmediatamente convalidado –o derogado– por el Congreso de los Diputados en un plazo máximo de treinta días. El citado precepto prevé que durante ese plazo las Cortes podrán tramitar el decreto ley como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia; sin embargo, se ha impuesto como práctica la de convalidar los decretos leyes y al mismo tiempo acordar su tramitación como proyecto, pudiéndose entonces introducir enmiendas al texto. De este modo el resultado final será, una vez aprobada por las Cortes, una ley que sustituirá, derogándolo, al decreto ley convalidado.
La existencia de la figura del decreto ley ha sido frecuentemente discutida, en especial por su origen y recurrente uso en regímenes totalitarios. Sin embargo, esa mácula ha ido diluyéndose ante la operatividad que presente ese tipo de acto normativo en el marco de un Estado social, cuya Administración en numerosas e inesperadas ocasiones debe dar una respuesta rápida y eficaz bajo cobertura legal. Seguramente por este motivo las recientes reformas de los estatutos de autonomía que se han llevado a cabo desde el 2006 han incorporado la posibilidad de que sus respectivos ejecutivos puedan aprobar decretos leyes en términos sustancialmente análogos al artículo 86 CE.
2) Los decretos legislativos son también normas provenientes del ejecutivo que tienen valor de ley. No obstante, su supuesto habilitante no es una situación de urgente necesidad, sino una llamada a la colaboración legislativa que formula el Parlamento al Gobierno. En los términos del artículo 82 CE, se trata de una delegación de las Cortes en el Gobierno de la potestad de dictar normas con rango de ley sobre materias determinadas, salvo aquellas previstas como ley orgánica.
Los decretos legislativos pueden ser estatales o autonómicos, estos últimos coinciden en lo sustancial con lo previsto en el artículo 82 CE.
Tal como decíamos anteriormente, puede distinguirse entre los decretos legislativos que aprueban a) textos articulados y los que aprueban b) textos refundidos.
a) El origen de los textos articulados se encuentra en una ley de base mediante la que se delega en el Gobierno la formación de un texto articulado. Las leyes de bases suelen dictarse en materias de elevada complejidad y deben ser objeto de una ley con un elevado número de artículos. Sin duda, el ejemplo más significativo de este tipo de decreto legislativo lo constituye el vigente Código civil, que tiene su origen en la ley de bases de 11 de mayo de 1888. Otros textos más recientes y de temática administrativa son el texto articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, o la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local.
b) Cuando se trata de refundir varios textos legales en uno solo, la delegación legislativa se realiza mediante una ley ordinaria. En este caso, el Gobierno se limita a refundir textos legales preexistentes, incluso a aclarar la normativa objeto del texto refundido, siempre en los términos establecidos en la ley de la delegación y sin innovar la normativa sobre la materia. La aprobación del texto refundido supone la pérdida de vigencia de los preceptos hasta entonces vigentes y dispersos en diferentes textos legales.
Ejemplo de texto refundido
La refundición de textos es bastante frecuente, por ejemplo, en materia de urbanismo, donde aprobada una ley van sucediéndose múltiples reformas mediante leyes posteriores conexas o no con esa materia y, especialmente, mediante la conocida ley ómnibus: la ley de acompañamientos a los presupuestos del Estado. La dispersión normativa puede ser tal que obligue a consultar un número desmedido de leyes para conocer cuál es la legislación vigente en una determinada materia. Son motivos de claridad pero también de seguridad jurídica los que justifican acudir a los textos refundidos.

2.5.El reglamento

Con el reglamento llegamos a la norma estrella del sistema de fuentes del derecho administrativo, pero también del propio ordenamiento jurídico si atendemos al hecho de que más del 90% de sus normas son de rango reglamentario.
2.5.1.Concepto
El reglamento es una norma jurídica que aprueba el Gobierno y la Administración. Se encuentra subordinado no sólo a la Constitución, sino también a la ley (art. 97 CE) y a las normas con valor de ley. En consecuencia, al no ser expresión de la representación popular directa, el reglamento, a diferencia de la ley, resulta fiscalizable por la jurisdicción ordinaria. Así lo manifiesta el artículo 106.1 CE al establecer que los tribunales controlan la potestad reglamentaria que la propia Constitución ha atribuido al poder ejecutivo.
A diferencia de otras constituciones, en la española no existe una reserva de reglamento. Es decir, a diferencia de la reserva de ley, no se reconoce en la Constitución una reserva reglamentaria de materias. Por tanto, la ley puede regularlo todo, unas materias porque así lo impone la propia Constitución, otras porque ésa es la decisión del legislador. La cuestión radica pues en saber si respecto a aquello que el legislador no haya previsto nada es posible que entre a regularlo el reglamento. En otras palabras, si es o no posible la existencia del reglamento independiente, aquel que se dicta sin que exista cobertura legal. Se trata de una cuestión controvertida desde la implantación del Estado liberal y que ha ido basculando desde una estricta aplicación del principio de vinculación positiva (sólo puede haber reglamento en una materia si la ley lo permite) a una admisión del principio de vinculación negativa (puede haber reglamento en cualquier materia salvo que la ley lo prohíba).
Desde un punto de vista práctico, hay que reconocer que la Administración goza de un amplio margen en orden al ejercicio de la potestad reglamentaria. Varias serían las razones que lo justificarían. En primer lugar, en el contexto de una Administración prestacional se hace difícil que ante determinadas situaciones deba esperarse contar con la cobertura de una ley para poder actuar. La falta de agilidad y la complejidad del procedimiento legislativo hacen casi imposible que el Parlamento pueda regular mediante ley todas las distintas y cambiantes circunstancias que se presentan a la Administración. Además, muchas de las cuestiones que se abordan en los reglamentos tienen un alto componente técnico o especializado que escapa al legislador. De esta manera, puede considerarse que el ejercicio de la potestad reglamentaria no supone una sustracción al poder legislativo, sino una descarga en cuestiones de detalle que debe permitir a aquél cumplir con su verdadero papel de adopción de decisiones de contenido político.
2.5.2.Las clases de reglamentos
La doctrina clasifica al reglamento basándose en dos elementos principales: 1) por la relación del mismo con la ley; 2) por sus efectos.
1) En el primer caso, por la relación del mismo con la ley, se distinguen:
a) Reglamentos ejecutivos: son los que se dictan sobre la base de una ley preexistente y en virtud de una remisión normativa. Con carácter general, el reglamento vendría a desarrollar lo previsto previamente en la ley. Este tipo de reglamentos suelen ser referidos por la doctrina y la jurisprudencia como reglamentos secundum legem.
b) Reglamentos independientes o praeter legem: son aquellos dictados sin una ley previa; es decir, reglamentos que regulan materias de la que no se ha ocupado el legislador. Se trata de una categoría tradicionalmente admitida en nuestro país, y de la cual el Gobierno hace uso frecuente siendo admitida por la jurisprudencia en el ámbito de los llamados reglamentos administrativos o de auto-organización. En todo caso, no cabe el reglamento independiente en aquellas materias en las que exista reserva de ley aunque el legislador no haya dictado ninguna.
En un plano acorde con la realidad, cabe reconocer la posibilidad de reglamentos independientes más allá del ámbito organizativo de la Administración, siempre que esos reglamentos no afecten a materias reservadas a la ley ni contradigan una disposición legal ya existente y, en todo caso, se trate de materia propia para la intervención del reglamento (por ejemplo, complejidad técnica). Es necesario advertir que numerosas sentencias del Tribunal Supremo han seguido este criterio, de modo que, pese a establecer unos determinados límites, no niegan la posibilidad de los reglamentos independientes.
En otro orden, hacemos aquí también referencia a una modalidad normativa que ostenta la Administración en función de su poder regulador sobre la economía. Se trata de una actividad reguladora sobre sujetos privados que se realiza por medio de un instrumento que recibe el nombre de circular.
c) Reglamentos de necesidad: figura excepcional que viene precisamente a cubrir situaciones de emergencia en las que se habilitaría al ejecutivo para dictar normas incluso contrarias a la ley (reglamentos contra legem). La Constitución contempla los estados de excepción y de sitio en su artículo 55 regulados en la Ley Orgánica 4/1981, Reguladora de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio. Cabe entender que en esos casos existe una habilitación ex lege y, además, un control judicial posterior, lo que hace que esos reglamentos de necesidad que suspenden la legalidad ordinaria no serían en puridad reglamentos contrarios a la ley.
2) Por sus efectos, los reglamentos pueden dividirse en:
a) Reglamentos jurídicos: son los que tienen efectos en el ámbito externo de la Administración (efectos ad extra), es decir, tienen por objeto incidir sobre la esfera de derechos y deberes de los ciudadanos, dictándose en virtud de lo que se conoce como "relación de supremacía general" que existe entre la Administración y los ciudadanos. Buena parte de la doctrina entiende que este tipo de reglamentos precisan de una autorización o habilitación legal a modo de reglamentos ejecutivos.
b) Reglamentos administrativos: se trata de aquellos dictados por la Administración en ejercicio de su potestad de auto-organización (efectos ad intra). En estos casos se considera que la Administración dispone de un margen de actuación más amplio que no precisa de habilitación legal previa. Se admitiría entonces sin problemas el reglamento independiente.
2.5.3.La titularidad de la potestad reglamentaria, la jerarquía de los reglamentos y el principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos
Pese al dictado del artículo 97 CE ("El Gobierno [...] ejerce la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes"), el ejercicio del poder reglamentario es ejercido también por las otras administraciones públicas territoriales (comunidades autónomas y entidades locales) y los entes institucionales de naturaleza pública que dependen de aquellas.
Sucintamente, la titularidad de la potestad reglamentaria y la forma de las disposiciones adoptada en cada una de las administraciones territoriales sería la siguiente:
Administración
Órgano competente
Forma de la disposición

Administración

General del

Estado

Consejo de Ministros.

Presidente del Gobierno.

Comisiones Delegadas del Gobierno.

Ministros.

Real Decreto del C.° M.

Real Decreto Pte. G.

Orden del Ministro de la Presidencia.

Orden Ministerial.

Administración

Autonómica

Consejo de Gobierno.

Presidente de la C. A.

Consejeros.

Decreto del C.° G.

Decreto Pte. C.A.

Orden del Consejero.

Entidades locales

Pleno de la Corporación.

Reglamentos y ordenanzas.

La variedad de normas reglamentarias dentro de cada administración –salvo la local, en la que los reglamentos emanan de un mismo órgano y no hay sujeción a relación jerárquica– hace que exista entre ellas una ordenación jerárquica, fiel trasunto de la posición que ocupa dentro de la organización administrativa el órgano emisor de cada reglamento. El cuadro antecedente es suficientemente ilustrativo para ver ese orden jerárquico. Así, en lo que se refiere a la Administración del Estado, el artículo 24.2 de la Ley 50/1997 del Gobierno dispone que los reglamentos se ordenarán según la siguiente jerarquía: 1.º Disposiciones aprobadas por real decreto del presidente del Gobierno o acordado en el Consejo de Ministros; 2.º Disposiciones aprobadas por orden ministerial. La consecuencia de esa jerarquía de los reglamentos es que en caso de infringirse se incurría en nulidad de pleno derecho en los términos que señala el artículo 47.2 de la Ley 39/2015 de Procedimiento Administrativo Común (LPAC): son nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas que vulneren otras disposiciones administrativas de rango superior.
Finalmente, cabe hacer una referencia al importante principio de la inderogabilidad singular. Él mismo nos pone ante la realidad de dos tipos de actos jurídicos que emanan de la Administración: los actos normativos, es decir, los reglamentos que estamos ahora estudiando, y los actos administrativos, esto es, los actos que emanan de los diferentes órganos administrativos en aplicación de lo que dispongan los reglamentos. Pues bien, el principio de inderogabilidad singular de los reglamentos supone que los reglamentos vinculan a la propia Administración de la que emanan –es decir, a todos sus órganos–, de manera que los actos administrativos dictados por ella deberán respetar los preceptos de los reglamentos, como condición de validez. En este sentido se expresa el artículo 37.1 LPAC cuando dispone que:

"Las resoluciones administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de carácter general, aunque aquellas procedan de un órgano de igual o superior jerarquía al que dictó la disposición general".

(art. 37.1 LPAC)

2.5.4.El régimen de impugnación de los reglamentos ante jueces y tribunales
El ejercicio de la potestad reglamentaria es objeto de control por parte de la jurisdicción ordinaria, concretamente por el orden de lo contencioso-administrativo. Por tanto, los particulares sólo pueden impugnar directamente un reglamento interponiendo un recurso judicial: el recurso contencioso-administrativo. Contra un reglamento no cabe en absoluto la posibilidad de un recurso administrativo. Este tipo de recurso, como veremos, sólo cabe contra actos administrativos pero no contra disposiciones de carácter general (art. 112.3 LPAC). Sin embargo, ello no excluye que al impugnarse un acto mediante un recurso administrativo pueda alegarse asimismo la nulidad del reglamento a partir del cual se ha dictado.
La impugnación de los reglamentos ante la jurisdicción contencioso- administrativa puede articularse mediante dos vías. La primera es el recurso directo del reglamento (art. 25 LJCA) con el que se pretende la anulación de éste. La Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (LJCA) establece para este recurso un plazo de interposición de dos meses desde la fecha de publicación del reglamento (art. 46.1 LJCA). Es interesante destacar que pueden interponer el recurso tanto las personas físicas que ostenten un derecho o interés directo o legítimo en la impugnación del reglamento, como personas jurídicas (asociaciones, colegios profesionales, sindicatos, etc.) cuyos intereses pudiesen verse afectados.
El recurso directo contra disposiciones de carácter general no se interpone siempre ante un mismo tribunal. Existen unas reglas de competencia según cuál sea la Administración u órgano administrativo que haya dictado el reglamento. Así, por ejemplo, los reglamentos dictados por el Consejo de Ministros son susceptibles de recurso directo ante el Tribunal Supremo, los dictados por ministros ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional o los dictados por las entidades locales, ante el Tribunal Superior de Justicia de la respectiva comunidad autónoma.
La segunda vía de impugnación es la del recurso indirecto, previsto en el artículo 26 LJCA:

"Además de la impugnación directa de las disposiciones de carácter general, también es admisible la de los actos que se produzcan en aplicación de las mismas, fundada en que tales disposiciones no son conformes a Derecho."

(art. 26 LJCA)

Por tanto, en este caso el objeto del recurso no es el de atacar al reglamento, sino a un acto de aplicación de éste; pero el fundamento jurídico del recurso es un pretendido vicio de nulidad del reglamento.
El plazo de interposición también es de dos meses a contar, en este caso, desde la notificación o publicación del acto objeto del recurso. Un acto administrativo resultante de un procedimiento administrativo previo en el que, anteriormente a la interposición del recurso contencioso, puede haber resultado preciso interponer previamente un recurso administrativo, es decir un recurso ante la propia Administración autora del acto.
Lógicamente, en el caso del recurso indirecto, la legitimación para interponerlo tiene un alcance mucho más restrictivo que en el directo. En este caso, la legitimación se circunscribe al destinatario del acto, es decir al interesado, sin que pueda interponer el recurso un tercero.
Sin ánimo de extendernos, hay que hacer una breve referencia a la llamada cuestión de ilegalidad. Se trata de aquellos casos en los que el juez o tribunal que ha conocido del recurso indirecto es otro distinto del que por razón de competencia habría conocido del recurso directo contra el reglamento; en este caso la LJCA establece (art. 27.1) que el juez o tribunal conocedores del recurso indirecto deberán plantear la cuestión de ilegalidad ante el tribunal que habría conocido del recurso directo.

2.6.Otras fuentes del derecho administrativo

El ordenamiento administrativo bebe también de otras fuentes complementarias, algunas de las cuales ya ha habido ocasión de estudiar en otros módulos de esta asignatura por ser las contenidas en el artículo primero del Código civil. Junto con esas fuentes comunes existen otras que serían específicamente propias del derecho administrativo.
2.6.1.La costumbre y la praxis administrativa
La costumbre es ajena a la actuación de la Administración y en pura lógica tiene en el derecho administrativo un papel muy limitado y claramente sectorializado, si bien en esos sectores que han sido administrativizados la remisión a ella es muy importante.
Por el contrario, debe destacarse la importancia que en el derecho administrativo tienen la praxis y los precedentes seguidos en la resolución de situaciones anteriores por parte de la Administración.
La praxis administrativa no debe ser confundida con la costumbre, puesto que responde a la conducta interna de la propia Administración pero, a modo de precedente, adquiere cierta relevancia e incluso un cierto grado de vinculación para la Administración. Sin embargo, el precedente no obliga por sí mismo a la Administración a actuar siempre de igual modo, pero en caso de aplicar otro criterio que se aparta del precedente y pueda suponer una discriminación singular para un ciudadano deberá conocerse el porqué (art. 35.1.c LPAC).
2.6.2.Los principios generales del derecho
Su aplicación en el ámbito del derecho administrativo es incuestionable, en la medida en que se contiene en las normas básicas que afectan a la Administración. Entre esas normas debe, por supuesto, destacarse la Constitución y los principios en ella recopilados que informan directamente al derecho administrativo (principio de legalidad, principio de seguridad jurídica, principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, principio de igualdad, etc.).
2.6.3.Otras fuentes: la remisión a normas que encuentran su origen en la autorregulación social
En los últimos años, desde la doctrina jurídico-administrativa se ha venido prestando especial interés al hecho de la autorregulación. Con esa expresión se pone de manifiesto una realidad que no indica otra cosa que la existencia de regulaciones privadas surgidas por iniciativa de los integrantes de un determinado ámbito social (por ejemplo, profesional o industrial), con la finalidad de someterse a ellas para un correcto ejercicio de una actividad propia. Dos serían las características principales de la autorregulación: su origen privado fruto de un consenso, y su adopción voluntaria, por tanto, con ausencia de coactividad. Ambas notas son lógica consecuencia de la circunstancia de que en un Estado de derecho, sólo los órganos estatales legitimados tienen la capacidad para elaborar normas vinculantes y, en su caso, imponerlas. El añadido de "regulada" vendría dado para aquellos casos en los que los poderes públicos fomentan o participan, siempre de un modo no directivo, en las entidades privadas en las que se origina la autorregulación.
En el caso de las normas técnicas, su origen privado no excluye que el régimen jurídico y cometido de las entidades que las elaboran sea definido por una norma jurídico-administrativa que, además, les otorga cobertura jurídica.
En puridad, la autorregulación no es un fenómeno nuevo, ya que siempre han existido códigos de conducta o códigos de buenas prácticas ligados al ejercicio de una determinada profesión (por ejemplo, medicina) o actividad industriosa (por ejemplo, el sector textil). Un claro antecedente histórico lo constituyen las regulaciones gremiales. Éstas son un magnífico ejemplo que puede ayudarnos a comprender de manera sencilla el camino seguido y lo que hoy día está sucediendo.
La aparición de los gremios en las ciudades medievales va ligada al interés de los artesanos no sólo por regular el acceso a los oficios, sino también por asegurar un determinado modo de elaborar los productos que debía garantizar un estándar de calidad de los mismos (tejidos, espadas, dados, etc.). Con tal fin, se establecían una normas propias que, en lo que ahora nos interesa, encontraban un reconocimiento jurídico por parte de las instancias políticamente legitimadas de la ciudad. Más adelante, con la aparición del Estado moderno (siglos XVI-XVIII), el monarca sancionará también esos ordenamientos gremiales a modo de reglamentaciones y, por tanto, establecerá su obligatoriedad de iure. Como es sabido, ese escenario de pluralismo social y jurídico que caracterizaba al Antiguo Régimen desaparece con la Revolución Francesa. Con mayor o menor rapidez durante las primeras décadas del siglo XIX, se desmantelan en los diferentes Estados europeos los monopolios gremiales en aras del principio de libertad de industria. Además, la definitiva consolidación del Estado supone, con diferente intensidad según los países, la desarticulación de los cuerpos intermedios, de tal manera que la relación entre aquél y el individuo se pretende como directa. Tal escenario, cabe tenerlo presente, coincide con la afirmación del poder estatal (delimitación definitiva de las fronteras, desarrollo de infraestructuras, implantación del servicio militar obligatorio, establecimiento de la instrucción pública, etc.) y el despegue de un desarrollo científico y técnico que, en muy buena medida, será llevado a cabo desde instituciones estatales.
Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX y por diferentes razones, las circunstancias del poder estatal y su relación con la sociedad vuelven a variar. De un lado, nos encontramos con la recurrente afirmación de crisis del Estado, paradójica en tanto que nunca como ahora se ha reclamado desde la sociedad la intervención o participación de los poderes públicos; de otro, se observa un fortalecimiento de los ámbitos sociales, especialmente en los económicos y científico-técnicos que, sin embargo, recaban insistentemente la colaboración con la Administración Pública. Un ejemplo muy claro de todo ello lo constituye la actividad de normalización. Ésta consiste en la elaboración por parte del sector industrial de normas técnicas dirigidas a la fabricación de productos seguros y de calidad, según lo que permita el estado de la ciencia y de la técnica de cada momento.
La normalización, o elaboración de normas técnicas, no deja de constituir una actividad de contenido normativo –no jurídico– con cierto grado de abstracción. Lo destacable es que esos elementos normativos gestados en el ámbito privado pueden tener trascendencia en el ámbito público, incidiendo de algún modo en el derecho administrativo. Ello sucede en aquellos casos en los que las normas técnicas, en cuanto expresión de autorregulación, son asumidas o tomadas como referencia por los poderes públicos y, principalmente, por la Administración (por ejemplo, mediante remisiones desde reglamentos a normas técnicas). Normas técnicas que, insistimos, en todo caso son elaboradas, aplicadas y controladas desde el ámbito privado.
Por tanto, la eficacia de la autorregulación regulada (caso de las normas técnicas) depende en gran medida de su amparo por el Estado y, por supuesto, de su compatibilidad con los principios de orden jurídico y político de ese mismo Estado. Esto permite afirmar que, con toda lógica, cualquier manifestación social que sea contraria al ordenamiento jurídico estatal no puede ser considerada en absoluto una muestra de autorregulación.

Resulta evidente que no pueden tomarse como muestra de lo que aquí tratamos, por ejemplo, los acuerdos de una "sociedad de ladrones". Un clásico ejemplo utilizado por el jurista italiano Santi Romano quien escribía que:

"[...] el ladrón en cuanto se ajusta a las leyes de su asociación, no obra como ladrón, sino como hombre que, habiéndose puesto fuera y en contra de todo otro derecho, reconoce que debe, sin embargo, respetar ciertas normas de la vida social organizada como fuere; que su culpable negación del ordenamiento estatal implica también una cierta afirmación de este último, etc.".

(Fragmentos de un diccionario jurídico)

En definitiva, entendiendo que las normas técnicas son una muestra de autorregulación, las mismas deben contraponerse a las reglamentaciones técnicas elaboradas en el seno de la Administración y que expresan la actividad normativa estatal, esto es, la actividad de producción de normas jurídicas. Ambas expresiones, norma técnica –de origen voluntario, pero obligatoria de facto– y reglamentación técnicas –obligatoria de iure–, están contempladas legalmente (Ley 21/1992 de Industria) y tienen también reconocida su diferente eficacia, tal como ha expresado el Tribunal Supremo en diferentes sentencias (SSTS de 2 de junio del 2003, 18 de mayo del 2004 y 9 de marzo del 2005, entre otras).
A tenor de lo expuesto, resulta lógico plantearse cuál es la naturaleza jurídica de las normas técnicas y sus condiciones de aplicabilidad en el derecho. Así, debe afirmarse como principio que las normas técnicas no tienen el carácter de normas jurídicas. Esto es así, como hemos ido diciendo, por cuanto sus instancias creadoras, las organizaciones de normalización (AENOR (2) , en el caso español), carecen de potestad normativa, y no pueden establecer disposiciones obligatorias para sus destinatarios, ni exigir de modo coactivo su cumplimiento. Esta potestad sólo la tiene el Estado, quien ostenta el monopolio normativo jurídico. En consecuencia, no es posible considerar como jurídicas aquellas normas elaboradas por otras organizaciones situadas en otro nivel que no sea el estrictamente estatal, caso de las organizaciones de normalización. Del mismo modo que en ningún caso la remisión realizada desde normas jurídicas a normas técnicas puede convertir a aquellas entidades en partícipes de un poder normativo conformador del derecho.
Si por su procedencia no cabe atribuir la nota de juridicidad a las normas técnicas, tampoco puede considerarse que las mismas formen parte de lo que se denomina el bloque de formación difusa, esto es, que sean una forma de expresión o exteriorización normativa en el sistema de fuentes del derecho (art. 1.1 Código civil). En este sentido, las normas técnicas no pueden ser consideradas derecho consuetudinario, es decir derecho no estatal nacido en la sociedad. Dos serían, fundamentalmente, las razones que permiten afirmar esa exclusión. En primer lugar, la caracterización de la costumbre como una actuación o comportamiento de carácter uniforme y continuado en un espacio de tiempo difiere del dinamismo de las normas técnicas, fruto del rápido desarrollo científico y técnico. Además, las normas técnicas carecen de uno de los requisitos constitutivos de la costumbre, el de la creencia de que la conducta en la que la costumbre consiste es jurídicamente obligatoria.
En cambio, resulta más problemático negar la consideración de las normas técnicas como un uso que, en un proceso de "codificación" de naturaleza privada, puede perfectamente alcanzar por vía convencional un valor jurídico.
A modo de conclusión nos parece conveniente reproducir el siguiente cuadro. En él podemos ver cómo la jerarquía entre normas no significa un mayor nivel de concreción sobre una materia, sino lo contrario. En cambio, a mayor nivel jerárquico de la norma, mayores son las garantías procedimentales para su aprobación y mayor es su legitimación y obligatoriedad jurídica. Así mismo, la vigencia o voluntad de permanencia de la norma en el ordenamiento jurídico va ligada también a la jerarquía de la norma, cosa lógica si atendemos al principio de seguridad jurídica. En la base de la pirámide se situarían otras normas de origen social y, por tanto, carentes de la legitimidad propia de un Estado de derecho que tienen las normas jurídicas. Esas normas tendrían una legitimidad técnica y su grado de obligatoriedad jurídica es nulo, aunque, como hemos apuntado, pueden tenerla de facto. Cabe, sin embargo, como hemos visto, la posibilidad de que desde normas jurídicas se realice una remisión a esas normas técnicas.
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3.La organización administrativa

3.1.La personalización de las administraciones públicas: los titulares de los órganos administrativos

Como todas las personas jurídicas, las administraciones públicas actúan necesariamente a través de personas físicas concretas, lo que plantea la cuestión, común a todas las personificaciones abstractas, de determinar cuándo la actuación de una persona física puede ser imputada a la Administración. Por ello, cuando el ordenamiento jurídico crea una administración pública no se limita a atribuir personalidad jurídica a tal entidad, sino que desglosa las funciones generales de la organización –las competencias– y las asigna a unidades funcionales abstractas, los llamados órganos administrativos, al frente de los cuales se sitúa a personas físicas, que son los titulares de los órganos.

3.2.Los principios organizativos de las administraciones públicas

3.2.1.Competencia
El artículo 8.1 de la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público (LRJSP) declara que la competencia es irrenunciable y se ejerce precisamente por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia. Este principio de intransmisibilidad de la competencia tiene su fundamento en la atribución de competencias en una decisión normativa, sobre la que el órgano titular de la competencia carece de facultad de disposición, salvo naturalmente en los casos previstos en el ordenamiento jurídico y que serían:
a) Delegación de competencias. La delegación de competencias interorgánica es el acto en virtud del cual un órgano administrativo traslada a otro órgano administrativo de la misma administración pública el ejercicio de competencias propias. Supone trasladar el ejercicio de la competencia sin alcanzar a su titularidad, que se reserva el órgano delegante, de modo que en cualquier momento puede revocar la delegación y recuperar el ejercicio de la competencia. Si se modificara la titularidad, se requeriría la modificación de la norma atributiva de la competencia de que se trate. No precisa que exista una subordinación jerárquica entre los órganos implicados. Por otra parte, queda prohibida la subdelegación, salvo autorización expresa por una ley. Ahora bien, no todas las competencias son susceptibles de delegación, y el artículo 9.2 de la Ley 40/2015 enuncia una serie de supuestos, entre los que se cuentan, por ejemplo, la potestad reglamentaria (adopción de disposiciones de carácter general). La delegación –y su revocación– deben ser publicadas en el boletín oficial correspondiente. En cualquier caso, las resoluciones así dictadas se considerarán dictadas por el órganos delegante.
b) Avocación de competencias. La avocación de competencias es el acto en virtud del cual un órgano superior asume para sí el conocimiento de un asunto cuya resolución corresponde a un órgano jerárquicamente inferior. La avocación tampoco afecta a la titularidad de la competencia sino al ejercicio de la misma, pero a diferencia de la delegación, la avocación no tiene nunca carácter general. La avocación debe motivarse en virtud de circunstancias económicas, sociales, jurídicas o territoriales. No precisa ser publicada. Por último, la decisión que tome el órgano avocante se imputa a este y no al órgano avocado.
c) Encomienda de gestión. Mediante esta técnica no se traslada al órgano encomendado la competencia para adoptar actos resolutorios, sino solo actividades preparatorias o de ejecución de dichas resoluciones. El instrumento que formalice la encomienda de gestión deberá ser publicado en el boletín oficial correspondiente.
d) Delegación de firma. Los titulares de los órganos administrativos podrán, en materia de su propia competencia, delegar la firma de sus resoluciones y actos administrativos a los titulares de los órganos o unidades administrativas que de ellos dependan, dentro de los límites señalados en el artículo 12 de la Ley 40/2015.
3.2.2.Eficacia
Capacidad para lograr el efecto que se desea o espera. Se basa en los resultados que se deben obtener, que sea realizado sin demoras o molestias innecesarias.
El artículo 3.1.k) de la Ley 40/2015, recoge la obligación de cooperación, colaboración y coordinación entre las Administraciones Públicas. Se obliga, pues, a prestar cooperación y asistencia entre las administraciones para el eficaz ejercicio de sus competencias.
El artículo 11 de la Ley 40/2015 recoge la posibilidad de encomendar –sin cesión de la titularidad de la competencia– la realización de servicios o actividades de carácter material y técnico a otros órganos o entidades por razón de eficacia, o cuando no se posean los medios técnicos idóneos para su desempeño. También se arbitran medidas contra la actuación de las autoridades y del personal al servicio de la Administración que atente contra la eficacia.
3.2.3.Jerarquía
Supone las relaciones de supra y subordinación entre una estructura de órganos vinculados que conforman una administración pública de tipo piramidal que garantiza que las decisiones adoptadas en el vértice de la pirámide organizativa sean ejecutadas por los órganos y agentes de la Administración pública. El artículo 103 de la Constitución también recoge expresamente el principio de jerarquía como uno de los principios que informan el sistema jurídico.
Este principio no opera en las relaciones interadministrativas, pues el mero hecho formal de la personalidad jurídica propia impide el sometimiento jerárquico de dos administraciones públicas. Por tanto, su ámbito de aplicación se reduce a una misma administración, es decir, a las relaciones interorgánicas. Pero incluso en el seno de una misma administración, solo actúa en las relaciones entre órganos con idéntica competencia material y funcional. El principio también se puede ver debilitado cuando el órgano inferior es titular de una competencia exclusiva, debido a su condición técnica, como es el caso de los órganos consultivos. En este supuesto, existe más bien una verdadera relación de dirección, que permite a los órganos superiores un condicionamiento externo de la actividad.
El principio de jerarquía es fundamento, a su vez, de diversas potestades de control y dirección de la actividad de los subordinados por parte de los superiores. Cabe señalar la orden de servicio, que consiste en la imposición de una conducta al órgano o unidad inferior en relación con un asunto o conjunto de asuntos. A diferencia de la orden, la instrucción presenta un carácter general, pues se dirige a una serie de órganos subordinados. Establecen pautas y criterios de actuación por los cuales deben regirse los órganos y unidades administrativas dependientes del que las dicta. No constituyen normas reglamentarias y no precisan publicación en un diario oficial. Un último instrumento reseñable de control y dirección es el plan o el programa, más complejo ya que incorpora la variable tiempo, así como la técnica de dirección por objetivos y la posterior evaluación. Cada vez es más frecuente su previsión en normas sectoriales.
El ordenamiento también atribuye a los órganos superiores diversos instrumentos generales de control sobre los actos de los órganos inferiores. Se pueden señalar, entre otros, la potestad de suspender la eficacia de los actos del inferior; la potestad de resolver los recursos administrativos de alzada; la facultad de promover el procedimiento de revisión de oficio, o la potestad de resolver los conflictos de competencias creados entre los órganos inferiores.
3.2.4.Principio de descentralización
Traslado de la titularidad de competencias por parte de una administración a otra, o a entes pertenecientes a la misma administración, pero dotados de personalidad jurídica propia. Lo que se transfiere al ente descentralizado es la titularidad de la competencia, que desde ese momento pasa a ser ejercida como propia, sin posibilidad de fiscalización por el ente que transfiere. La descentralización puede ser de dos tipos:
a) Descentralización territorial, como las comunidades autónomas o entidades locales, esta delegación o transferencia a comunidades autónomas se realiza mediante leyes orgánicas.
b) Descentralización funcional o institucional, es cuando se efectúa a favor de entes con personalidad jurídica propia, y creados por la misma administración, que descentraliza así sus competencias.
3.2.5.Desconcentración
Se entiende que una administración es desconcentrada cuando existe un mayor número de competencias resolutorias en los órganos inferiores. La constitución, en el artículo 103, declara su preferencia hacia la desconcentración como principio del sistema administrativo. Este consiste en trasladar competencias –tanto su titularidad como su ejercicio– de órganos superiores a órganos jerárquicamente dependientes de aquellos. Es una operación que se agota en el seno de una administración pública dada, es decir, que da lugar a una traslación de competencias interorgánica, y que por ello presenta un marcado carácter técnico, con la finalidad de descongestionar el trabajo de los órganos superiores de la Administración. El hecho de que exija una traslación de la titularidad de la competencia, y no únicamente de su ejercicio, permite diferenciar esta técnica de la mera delegación de competencias.
Así, el principio de desconcentración opera como una directiva constitucional genérica a favor de una atribución a los órganos inferiores de las administraciones públicas de un cierto nivel de competencias, lo cual ha de operar en cada caso concreto mediante las normas legales o reglamentarias que procedan para alterar la distribución de competencias previamente existente.
Por otro lado, el principio de desconcentración constituye un principio de interpretación. Así, el artículo 8.3 de la Ley 40/2015 establece que si alguna disposición atribuye competencia a una administración sin especificar el órgano que deba ejercerla, se entenderá que la facultad de instruir y resolver los expedientes corresponde a los órganos inferiores competentes por razón de la materia y del territorio, y de existir varios de estos, al superior jerárquico común.
3.2.6.Coordinación
Dado que el principio de jerarquía actúa exclusivamente en las relaciones entre órganos del mismo ámbito material, es necesario acudir a otros principios para garantizar la unidad de acción de la Administración, por otra parte, cada vez más compleja. En este sentido, la Constitución establece en el artículo 103 el sometimiento de la Administración al principio de coordinación.
Con carácter general, este principio supone que cada órgano debe ponderar en el ejercicio de sus competencias no solo sus fines propios, sino también los de la Administración en la que se integra como conjunto.
Las técnicas de coordinación orgánicas consisten en la creación de órganos para coordinar la acción de otros órganos. Así, puede tratarse de órganos unipersonales o de órganos colegiados, siendo estos últimos mucho más abundantes. Se pueden citar las comisiones delegadas del Gobierno o la Comisión General de Subsecretarios y Secretarios de Estado.
En cuanto a las técnicas de control funcional, la más común consiste en la participación a través de la emisión de un informe preceptivo en el procedimiento gestionado por otro departamento u órgano.

3.3.La Potestad organizativa

Las administraciones son básicamente organizaciones sociales, y es inmanente a toda organización la facultad de autoorganizarse dentro de ciertos límites. En este sentido, toda entidad, tanto pública como privada, es en parte heterónomamente organizada por el derecho, ya sea público o privado y, en parte, se autoorganiza. Así, el artículo 5.2 de la Ley 40/2015 refiere que “corresponde a cada administración pública delimitar, en su respectivo ámbito competencial, las unidades administrativas que configuran los órganos administrativos propios de las especialidades derivadas de su organización”. En lo que se refiere a la Administración, puede decirse que la capacidad organizativa de las administraciones públicas es la potestad administrativa, que consiste en la capacidad de las administraciones para estructurar su organización –manifestación estructural– y gestionar los medios al servicio de la misma –manifestación funcional– para el más eficaz cumplimiento de su función de servicio a los intereses generales. Por ello, ambas manifestaciones de la potestad autoorganizativa deben estar presididas por el principio de eficacia, recogido en el artículo 103 de la Constitución, en la medida en que una organización adecuada es presupuesto y condición sine qua non de la eficacia de la actuación administrativa.
Asimismo, aunque tradicionalmente se ha entendido que en materia organizativa, considerada como un ámbito interno, la Administración disfrutaba de una amplia discrecionalidad, de tal modo que se admitía la figura del reglamento independiente, es decir, sin previa habilitación legal, en la actualidad debe tenerse presente que, en relación con diversos aspectos considerados típicamente organizativos, la Constitución establece diversas reservas de ley –como se verá de inmediato.
3.3.1.La potestad organizativa estructural
Presenta, a su vez, un triple alcance:
1) Creación y supresión de administraciones especializadas
Esta sería la facultad de mayor alcance de la potestad organizativa, pues supone la creación de una nueva administración, es decir, de una organización dotada de personalidad jurídico-pública propia. No obstante, hay que distinguir entre los tres niveles territoriales.
A nivel estatal, aunque la Constitución no establezca expresamente una reserva de ley para la creación de administraciones estatales, esta reserva ha de entenderse implícita en el artículo 97 de la Constitución, cuando reserva al Gobierno la dirección de la Administración del Estado. La Administración General del Estado carece, por tanto, de la capacidad de crear por sí misma administraciones especializadas.
En el ámbito autonómico, la situación es, en términos generales, muy parecida a la del ordenamiento estatal, dejando a salvo alguna cuestión concreta reservada a ley por los estatutos.
A escala local, a diferencia de lo que ocurre en instancias superiores, el artículo 85.3 de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local (LRBRL) faculta a las corporaciones locales para la creación de sus propias administraciones especializadas –organismos autónomos. Ello es así porque en este nivel imponer una reserva de ley habría sido contrario a la autonomía local, puesto que las entidades locales carecen de potestad legislativa.
2) Creación, modificación y supresión de órganos administrativos
Con carácter general, el artículo 5.3 de la Ley 40/2015 establece que la creación de cualquier órgano exigirá el cumplimiento de los siguientes requisitos:
  • Determinación de su forma de integración en la Administración pública de que se trate y su dependencia jerárquica, de la que se excepcionan los órganos colegiados participativos y de cooperación interadministrativa.

  • Delimitación de sus funciones y competencias.

  • Dotación de los créditos necesarios para su puesta en marcha y funcionamiento.

Además, el artículo 5.4 de la Ley 40/2015 añade que no podrán crearse nuevos órganos que supongan duplicación de otros ya existentes si al mismo tiempo no se suprime o restringe debidamente la competencia de estos.
En todo caso, debe observarse que, dado que la creación de un órgano administrativo está necesariamente ligada a la atribución a dicho órgano de determinadas competencias, únicamente las normas –leyes y reglamentos– pueden crear –y, consecuentemente, modificar y suprimir– órganos administrativos, pues solo las normas pueden asignar competencias a los órganos. Dicho de otro modo, esta manifestación de la potestad organizatoria debe encauzarse necesariamente mediante el ejercicio de una potestad normativa, lo cual supone que, en términos generales, esta potestad está solo al alcance de las administraciones generales, no así de las especializadas.
Así, sin perjuicio de algunas normas específicas relativas a determinados órganos estatales, la Constitución establece en el artículo 103.2 que, con carácter general, los órganos de la Administración del Estado son creados, regidos y coordinados “de acuerdo con la ley”, de modo que no impone necesariamente que la creación de órganos administrativos se efectúe por ley ad hoc, sino que se trata de una reserva de ley relativa, función que en la actualidad cumple la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, cuyo artículo 59 establece que las Subsecretarías, las Secretarías Generales, las Secretarías Generales Técnicas, las Direcciones Generales, las Subdirecciones Generales, y órganos similares a los anteriores se crean, modifican y suprimen por Real Decreto del Consejo de Ministros, a iniciativa del ministro interesado y a propuesta del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas.
3) Creación, modificación y supresión de unidades administrativas
Mientras que la creación de órganos administrativos se realiza mediante ley o reglamento, la creación de unidades administrativas que no tengan la consideración de órganos se efectúa mediante la aprobación y modificación de las relaciones de puestos de trabajo (RPT) –art. 59.3 LRJSP–. Por ello, se trata de una manifestación de la potestad autoorganizativa común a todas las administraciones públicas, incluidas las especializadas. Como ya se ha mencionado, corresponde “a cada administración pública delimitar, en su propio ámbito competencial, las unidades administrativas que configuran los órganos administrativos propios de las especialidades derivadas de su organización”.
3.3.2.La potestad organizativa funcional
Esta potestad incide no ya sobre las estructuras organizativas, sujetos, órganos o unidades, sino sobre los medios y recursos, humanos y materiales, de las administraciones públicas. Incluso tradicionalmente se han englobado también dentro de la misma a la organización de los propios servicios públicos. Con carácter general, debe señalarse que, si bien tradicionalmente se consideraba que los sujetos destinatarios o afectados por estas potestades estaban sometidos a una “relación especial de sujeción” frente a la Administración, en la actualidad el ordenamiento reconoce a tales sujetos determinados derechos que constituyen un límite a una supuestamente omnímoda potestad administrativa de autoorganización.
Entre las distintas manifestaciones funcionales, pueden señalarse las siguientes:
a) Facultad de establecimiento o cierre de un servicio público. Calificada tradicionalmente por la jurisprudencia como una potestad discrecional, debe señalarse que de acuerdo con lo previsto por la LRBRL en el ámbito local algunos servicios públicos municipales tienen un carácter obligatorio, y consecuentemente, los vecinos son titulares de un derecho subjetivo a su establecimiento. En este mismo sentido, el Texto Refundido de la Ley reguladora de las haciendas locales (Real Decreto Legislativo 2/2004) faculta a los vecinos para formular reclamaciones contra el presupuesto municipal por omitir el crédito necesario para el cumplimiento de las obligaciones exigibles al ayuntamiento en virtud del precepto legal.
b) Facultad de opción por la forma de un servicio público. La legislación de contratos del sector público y la legislación local habilitan a las administraciones públicas para elegir entre formas de gestión directa de un servicio público, es decir, básicamente a través de la propia Administración titular del servicio o mediante una organización instrumental, o indirectas, a través de un tercero ligado a la Administración mediante un contrato administrativo. El único límite es que, en ningún caso, pueden prestarse mediante gestión indirecta los servicios que impliquen el ejercicio de la autoridad inherente a los poderes públicos.
c) Facultades de organización de los servicios. Son múltiples, tales como la adscripción de personal a un centro, de creación y amortización de puestos de trabajo, de fijación de horarios y turnos de servicio y atención al público… A este respecto, debe tenerse en cuenta que según el artículo 37.2 a) del Estatuto básico del empleado público (EBEP), cuando la potestad organizativa pueda tener repercusiones sobre las condiciones de trabajo de los funcionarios públicos, deberá procederse a la consulta de las organizaciones sindicales más representativas.

3.4.Los órganos administrativos: concepto, tipología y clases

Como ya se ha mencionado al comentar la personalización de las administraciones públicas, los órganos administrativos serían la red de unidades funcionales abstractas que tienen asignadas parcelas de las funciones genéricas de la organización en su conjunto, y a cuyo frente se encuentra el titular debidamente investido.
Ahora bien, desde el punto de vista jurídico, únicamente son órganos administrativos propiamente dichos las unidades a las cuales el ordenamiento jurídico les atribuye competencias para expresar externamente la voluntad de la Administración a la que pertenecen, de forma que aquella queda vinculada por esa actuación, la cual se imputa directamente a la Administración como un todo. Así, por ejemplo, cuando el titular de un órgano lleva a cabo un determinado acto se entiende que vincula no a él a título personal, sino a la entidad en nombre de la cual actúa. De este modo, solo son órganos administrativos las unidades funcionales dotadas por el ordenamiento jurídico de competencias, es decir, de capacidad de imputación jurídica, o lo que es lo mismo, de capacidad para vincular externamente a través de sus actos a la entidad en la que se encuadran. En este sentido, el artículo 5.1 de la Ley 40/2015 dispone que “tendrán la consideración de órganos administrativos las unidades administrativas a las que se le atribuyan funciones que tengan efectos jurídicos frente a terceros, o cuya actuación tenga carácter preceptivo”.
Ahora bien, los órganos administrativos no son las únicas unidades funcionales en las que se encuadra la Administración pública, sino que normalmente, subordinados a ellos, se dan un conjunto o red de unidades administrativas, que tienen asignadas tareas de auxilio y apoyo a los órganos administrativos, pero que a diferencia de estos carecen de capacidad para expresar externamente la voluntad de la Administración en la que se encuadran, es decir, carecen de competencia. Son unidades internas de la Administración, cuya creación y estructuración interna obedece a un elemental principio de división del trabajo interno en cada organización. En este sentido, el artículo 5.2 de la Ley 40/2015 establece que las unidades administrativas son los elementos organizativos básicos de las estructuras orgánicas. Estas unidades comprenden los puestos de trabajo o dotaciones de plantilla vinculados funcionalmente por razón de sus cometidos y orgánicamente por una jefatura común.
Desde un punto de vista procedimental, estas unidades carecen, por lo general, de competencias resolutorias, de modo que su función se limita a la producción de actos de trámite y a su instrucción.
3.4.1.Criterios de estructuración de los órganos
Cada administración es una organización compleja, estructurada en una pluralidad, mayor o menor según los casos, de órganos administrativos. A este respecto, existen tres criterios de estructuración de las Administraciones Públicas:
a) Criterio material. Supone la distribución de las competencias por fines o materias es decir, se trata de un reparto funcional o por especialización en un sector o subsector de las funciones asignadas a la organización. Este es el criterio que preside la tradicional estructuración de la Administración General del Estado en departamentos ministeriales, y que han asumido también las comunidades autónomas. Pero incluso dentro de un departamento ministerial, este criterio sirve para delimitar diversos órganos.
b) Criterio jerárquico. Sirve para distribuir las competencias entre órganos que tienen la competencia material sobre una misma materia –por ejemplo, un ministro y un director general. En estos casos el criterio jerárquico ordena la distribución competencial mediante un reparto vertical, atribuyendo inicialmente a los órganos superiores de la estructura las competencias y potestades de mayor trascendencia. En cambio, este criterio no interviene entre órganos con distintas competencias materiales, y ello por innecesario, pues las relaciones entre estos órganos están articuladas con arreglo a tal criterio.
c) Criterio territorial. Se aplica para distribuir la competencia entre órganos de una misma entidad con idénticas competencias materiales y situados a un mismo nivel jerárquico, para ello se establece un reparto horizontal, por razón de territorio fijando las oportunas divisiones o circunscripciones territoriales.
3.4.2.Clases de órganos administrativos
Los órganos administrativos suelen clasificarse con arreglo a una serie de criterios diversos:
a) Desde un punto de vista funcional
  • Órganos activos, también llamados órganos de gestión, esto es, aquellos cuya función exclusiva o predominante consiste en la emisión de declaraciones de voluntad, es decir, resoluciones, decisiones… (un Ministro, un Alcalde).

  • Órganos consultivos, cuya función exclusiva o predominante consiste en la emisión de declaraciones de opinión o juicio, por ejemplo, el Consejo de Estado o los consejos consultivos creados por las comunidades autónomas.

  • Órganos de control, cuya función consiste en emitir actos de fiscalización de órganos activos, por ejemplo, la Intervención General de la Administración del Estado. No obstante, aun cuando se trata de una clasificación tradicional, actualmente solo tiene un valor aproximativo, pues es innegable que en múltiples ocasiones la función de consulta de muchos órganos comporta un cierto control sobre el órgano consultante, sin ir más lejos, el Consejo de Estado.

b) Desde un punto de vista territorial
Desde esta perspectiva se distingue entre órganos centrales y órganos periféricos.
  • Órganos centrales, son aquellos que tiene competencia sobre todo el territorio de la administración pública a la que pertenecen.

  • Órganos periféricos, son aquellos cuya competencia se circunscribe a una parte del territorio de la administración de que se trate.

c) Desde un punto de vista estructural
Se puede distinguir entre los órganos unipersonales y los órganos colegiados
  • Órganos unipersonales, el titular del órganos es una única persona física, por ejemplo, un alcalde, un ministro.

  • Órganos colegiados, corresponden a aquellos en los que la titularidad corresponde a una pluralidad de personas físicas ordenadas horizontalmente, por ejemplo, el Pleno de un ayuntamiento o el Consejo de Ministros, de tal modo que todas ellas concurren a formar la voluntad, juicio u opinión del órgano, sin que ninguna de ellas pueda arrogarse para sí esta facultad.

3.4.3.Consideraciones especiales a los órganos colegiados
La Ley 40/2015 establece una serie de reglas comunes para todos los órganos colegiados, sin perjuicio de tener una finalidad fundamentalmente supletoria, a falta de reglas específicas que atiendan las peculiaridades organizativas de las Administraciones Públicas en que se integran (art. 15 Ley 40/2015).
Los órganos colegiados son órganos estructuralmente complejos, pues, por una elemental cuestión de organización, en todo órganos colegiado existen unos miembros cualificados, el presidente y el secretario, que actúan como una especie de “órganos internos” del órgano colegiado, puesto que tienen asignadas unas funciones especiales respecto del resto de los miembros, llamados vocales.
  • Miembros cualificados: dado su carácter general, la Ley 40/2015 no entra a regular cómo han de ser designados los vocales ni el presidente y secretario de cada órgano. No obstante, debe resaltarse que dicha ley, en su artículo 16, prevé la posibilidad de que el secretario sea tanto un miembro del órgano como una persona al servicio profesional de la Administración Pública correspondiente, en cuyo caso el secretario carecerá de los derechos propios de los miembros del órgano, básicamente tendrá voz pero no voto. Por su parte, al presidente y al secretario les corresponden determinadas funciones en relación con el funcionamiento de este. Sin perjuicio de las referencias específicas que se harán seguidamente, al presidente, compete, en general, ostentar la representación del órgano, así como velar por el cumplimiento de la legalidad; y al secretario, la función de dar fe pública de la actividad del órgano.

  • Vocales. Los derechos de miembros de órganos colegiados se reconducen en última instancia al derecho a participar, en igualdad de condiciones, en la formación de la voluntad o juicio del órgano. El resto de los derechos previstos en la Ley 40/2015 (art. 19.3) para los órganos colegiados de la Administración General del Estado, y a los que se hará referencia en cada momento, son instrumentales de este derecho principal.

La formación de la voluntad en los órganos unipersonales no plantea problemas, pues la voluntad de la persona física titular del órgano se imputa automáticamente a la voluntad del órgano. En cambio, en los órganos colegiados se requiere un conjunto de reglas de constitución y funcionamiento de estos órganos que garanticen que la voluntad de estos se integra adecuadamente, posibilitando la participación de todos sus miembros.
  • Convocatoria de la sesión. La reunión del órgano en sesión requiere lógicamente la previa convocatoria de los miembros del órgano. En función de la convocatoria, se distinguen dos tipos de sesiones: ordinarias –aquellas que responden a una periodicidad prefijada, ya sea en una norma o por acuerdo del órgano– y extraordinarias –que serían aquellas convocadas al margen de las sesiones ordinarias. En todo caso, corresponde al presidente del órgano acordar la convocatoria tanto de las sesiones ordinarias como de las sesiones extraordinarias. Además, compete al presidente la fijación del orden del día, teniendo en cuenta las peticiones de los demás miembros formuladas con suficiente antelación. Por su parte, corresponde al secretario efectuar la convocatoria de las sesiones del órgano por orden del presidente, así como las citaciones a sus miembros. Los miembros del órgano tienen derecho a recibir la convocatoria de la sesión junto con el orden del día con una antelación mínima de dos días (art. 19.3.a.) en el caso de órganos de la Administración General del Estado. No es necesaria la convocatoria si están presentes todos los miembros del órgano, quórum universal, y mediante acuerdo adoptado por mayoría absoluta se decide la urgencia de la reunión. Así lo establece el artículo 17.2, con carácter general, al señalar que “cuando estuvieran reunidos, de manera presencial o a distancia, el Secretario y todos los miembros del órgano colegiado, o en su caso las personas que los suplan, éstos podrán constituirse válidamente, como órgano colegiado para la celebración de sesiones, deliberaciones y adopción de acuerdos sin necesidad de convocatoria previa cuando así lo decidan todos sus miembros”.

  • Constitución de la sesión. Para que el órgano se constituya válidamente, debe cumplirse el llamado quórum de constitución o quórum estructural, es decir, el número mínimo de miembros del órgano que deben asistir a la sesión. El artículo 17.2 de la Ley 40/2015 prevé que para la válida constitución del órgano, a efectos de la celebración de sesiones, deliberaciones y toma de acuerdos, se requerirá la asistencia, presencial o a distancia, del presidente y secretario o, en su caso, de quienes los suplan, y de la de la mitad al menos de sus miembros. El mismo artículo 17 en su tercer apartado refiere, a diferencia de la anterior regulación contenida en la Ley 30/1992, que los órganos colegiados podrán establecer el régimen propio de convocatorias, si este no está previsto por sus normas de funcionamiento. Tal régimen podrá prever una segunda convocatoria y especificar para esta el número de miembros necesarios para constituir válidamente el órgano.

  • Desarrollo de la sesión. En general, corresponde al presidente presidir la sesión (art. 17.2 Ley 40/2015), la cual está condicionada por el orden del día, en el sentido de que no podrá ser objeto de deliberación o acuerdo ningún asunto que no figure incluido en él, salvo que estén presentes todos los miembros del órgano y sea declarada la urgencia del asunto por el voto favorable de la mayoría (art. 17.4 Ley 40/2015). En cuanto a las deliberaciones, se reconoce a los miembros del órgano el derecho genérico a participar en los debates de las sesiones, si bien atribuye, asimismo, al presidente la facultad de moderar el desarrollo de estos.

  • Adopción de acuerdos. Mediante el ejercicio del voto, en un sentido u otro, los miembros del órgano participan en la adopción del acuerdo del órgano. En principio, el derecho al voto implica también el derecho a abstenerse de votar. En cuanto al quórum de adopción de acuerdos, también llamado quórum de funcionamiento, es decir, el número mínimo de miembros del órgano que deben votar favorablemente un acuerdo para que este se entienda válidamente adoptado por el órgano, el artículo 17.5 de la Ley 40/2015 opta por la mayoría de votos, entendiéndose la mayoría simple de los miembros asistentes, esto es, pues, por la concurrencia de un número mayor de votos positivos que negativos, no computándose ni las abstenciones ni las ausencias. En caso de empate, el presidente puede dirimirlo con su voto de calidad. Esto último está explícitamente previsto en el caso de los órganos colegiados en la Administración General del Estado; así, el artículo 19.2.d. establece que corresponderá al presidente del órgano colegiado “dirimir con su voto los empates, a efectos de adoptar acuerdos, excepto si se trata de los órganos colegiados a que se refiere el artículo 15.2, en los que el voto será dirimente si así lo establecen sus propias normas”. El artículo 15.2 de la Ley 40/2015 hace referencia a los órganos colegiados de las distintas Administraciones Públicas en los que participen organizaciones representativas de intereses sociales, así como aquellos compuestos por representaciones de distintas Administraciones Públicas, cuenten o no con participación de organizaciones representativas de intereses sociales. Estos órganos colegiados podrán establecer o completar sus propias normas de funcionamiento.

  • Por lo demás, las normas correspondientes podrán imponer mayorías cualificadas para la adopción de determinados acuerdos.

  • El acta de sesiones. De cada sesión que celebre el órgano colegiado debe levantarse un acta en la que se documenten sus acuerdos. Corresponde al secretario, como fedatario público, redactar y autorizar las actas de las sesiones, si bien deberá contar con el visto bueno del presidente. En cuanto a su contenido, el acta debe especificar necesariamente los asistentes y ausentes, el orden del día de la reunión, las circunstancias de lugar y tiempo, los puntos principales de las deliberaciones, así como el contenido de los acuerdos adoptados. La ley no requiere una transcripción literal de cada reunión. En cuanto al sentido del voto de los miembros, el artículo 17.6 de la Ley 40/2015 establece que cuando los miembros del órgano voten en contra o se abstengan, estarán exentos de la responsabilidad que en su caso pudiera derivarse del acuerdo. Por ello, a solicitud de los respectivos miembros del órgano, en el acta deberá figurar el voto particular contrario al acuerdo adoptado. Las actas deben ser aprobadas por el propio órgano, normalmente en la siguiente sesión como primer punto del orden del día.

La nueva Ley 40/2015 establece, en consonancia con el impulso hacia una Administración electrónica, una novedad respecto a la regulación anterior al prever que podrán grabarse las sesiones que celebre el órgano colegiado. El artículo 18.1 de la Ley dispone que “podrán grabarse las sesiones que celebre el órgano colegiado. El fichero resultante de la grabación, junto con la certificación expedida por el Secretario de la autenticidad e integridad del mismo, y cuantos documentos en soporte electrónico se utilizasen como documentos de la sesión, podrán acompañar el acta de las sesiones, sin necesidad de hacer constar en ella los puntos principales de las deliberaciones”. El segundo apartado de este artículo 18 añade que “cuando se hubiese optado por la grabación de las sesiones celebradas o por la utilización de documentos en soporte electrónico, deberán conservarse de forma que se garantice la integridad y autenticidad de los ficheros electrónicos correspondientes y el acceso a los mismos por parte del los miembros del órgano colegiado”.

3.5.La Administración institucional

La Ley 40/2015 dispone en su artículo 2.2 que el sector público institucional se integra por:
a) Cualesquiera organismos públicos y entidades de derecho público vinculados o dependientes de las Administraciones Públicas.
b) Las entidades de derecho privado vinculadas o dependientes de las Administraciones Públicas, que quedarán sujetas a lo dispuesto en las normas de esta Ley que específicamente se refieran a ellas, en particular a los principios previstos en el artículo 3, y en todo caso cuando ejerzan potestades administrativas.
c) Las universidades públicas, que se regirán por su normativa específica y supletoriamente por las previsiones de la presente ley.
Por su parte, el artículo 81 de la misma ley establece como principios generales de actuación que:
1. Las entidades que integran el sector público institucional están sometidas en su actuación a los principios de legalidad, eficiencia, estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, así como al principio de transparencia en su gestión. En particular, se sujetarán en materia de personal, incluido el laboral, a las limitaciones previstas en la normativa presupuestaria y en las previsiones anuales de los presupuestos generales.
2. Todas las Administraciones Públicas deberán establecer un sistema de supervisión continua de sus entidades dependientes, con el objeto de comprobar la subsistencia de los motivos que justificaron su creación y su sostenibilidad financiera, y que deberá incluir la formulación expresa de propuestas de mantenimiento, transformación o extinción.
De manera ya más concreta, y refiriéndonos a la Administración General del Estado, el artículo 84 de la Ley 40/2015 establece la composición y clasificación del sector público institucional estatal:
1. Integran el sector público institucional estatal las siguientes entidades:
a) Los organismos públicos vinculados o dependientes de la Administración General del Estado, los cuales se clasifican en:
1.º Organismos autónomos.
2.º Entidades Públicas Empresariales.
b) Las autoridades administrativas independientes.
c) Las sociedades mercantiles estatales.
d) Los consorcios.
e) Las fundaciones del sector público.
f) Los fondos sin personalidad jurídica.
g) Las universidades públicas no transferidas.
Brevemente en lo que sigue vamos a tratar los entes más significativos del sector público institucional estatal.
Dentro de los organismos públicos estatales (art. 88 y sigs.), encontramos:
a) Organismos autónomos (art. 98 Ley 40/2015). Con carácter general, los organismos autónomos son organismos públicos que tienen, por supuesto, personalidad jurídica propia y administran su propio patrimonio. Su singularidad radica precisamente en esa autonomía formal, de personalidad y presupuestaria, frente a la Administración matriz (sea estatal, autonómica o local). Pero el régimen que se les aplica en cuanto a personal, contratación, patrimonio, etc., es el régimen administrativo que se aplica a la Administración de la que dependen. Realizan por ello ordinariamente funciones administrativas, materialmente similares a las de la Administración matriz, pero especializadas en un sector concreto donde operan con la autonomía que permite su personalidad jurídica propia.
b) Entidades Públicas Empresariales (art. 103 Ley 40/2015). Se trata de entidades que desarrollan actividades por las que reciben contraprestaciones económicas (ingresos de mercado) como precio por sus servicios. Actividades que genéricamente podrían ser calificadas como empresariales. Sin embargo, al mismo tiempo, estas entidades realizan funciones administrativas, de ordenación, y mantienen una posición desde la que ejercen potestades públicas. El resultado es que en el régimen de estas entidades convergen el derecho administrativo y el derecho privado. En términos generales, puede decirse que en todo lo que atañe a su actuación externa, en el mercado, se someten al derecho privado (p. ej., en materia de contratación, si bien con algunas exigencias en cuanto a publicidad y concurrencia del contrato contenidas en la legislación de contratos del sector público, de las que las EPE forman parte). Pero, como se ha dicho, ejercen también funciones de autoridad que proyectan sobre el núcleo público de sus cometidos (p. ej., para la protección de sus bienes, para ordenar el acceso a las infraestructuras que gestionan, para reclamar sus créditos, etc.). Asimismo, en lo que se refiere a la formación de voluntad de sus órganos, las EPE se rigen por la legislación administrativa (p. ej., la LPAC) –art. 104 Ley 40/2015.
El resto de las entidades que integran el sector público estatal son las siguientes:
c) Autoridades administrativas independientes (art. 109 Ley 40/2015)
Se trata de unas entidades de derecho público relativamente novedosas en nuestro sistema y que se caracterizan por tres notas principales: 1) tienen atribuidas unas funciones de regulación o supervisión de carácter externo sobre sectores económicos o actividades determinadas (p. ej., mercados de valores, seguridad nuclear, competencia del mercado, etc.); 2) el desempeño de sus funciones se realiza mediante una independencia funcional o una especial autonomía respecto de la Administración General del Estado, lo que, en todo caso, deberá determinarse en una norma con rango de ley; 3) esa reconocida autonomía funcional, pese a su adscripción a un departamento ministerial, persigue en última instancia garantizar una pretendida neutralidad o independencia de intereses empresariales o comerciales. Por este motivo, escribe Esteve Pardo, lo determinante de este tipo de entidades es su pretendida distancia, equidistancia, respecto al Estado o las instancias gubernamentales, por un lado, y los poderes sociales, por otro. De ahí que se las califique también como Administraciones neutrales.
A diferencia de otros entes instrumentales de los que dispone la Administración, desde los organismos autónomos a las sociedades mercantiles, que prestan materialmente un servicio concreto y desarrollan funciones de carácter ejecutivo, la actividad de estas autoridades administrativas no tiene un contenido prestacional, no realizan prestación material alguna, pues la suya es una función reguladora que se proyecta sobre la actividad de otros sujetos operadores, incluidas las propias Administraciones Públicas (p. ej., la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, creada por la Ley Orgánica 6/2013 y que encuentra su Estatuto Orgánico en el Real Decreto 215/2014, de 28 de marzo).
d) Las sociedades mercantiles estatales (art. 111 Ley 40/2015)
Las tres categorías anteriores (OA, EPE y AAI) presentan una forma pública de personificación que no está al alcance de los sujetos privados; en cambio, la fórmula de las SME sí está plenamente al alcance de los particulares, que, cumpliendo las exigencias de la legislación mercantil, pueden perfectamente constituir una sociedad mercantil. En el caso de las EPE, la Administración matriz, el Estado, se acoge a una forma de personificación privada que se ofrece en la legislación mercantil. El capital de estas sociedades pertenece íntegra o mayoritariamente (superior al 50%) a la Administración que la constituye y desde esa posición única o mayoritaria en el accionariado ejerce sus poderes de dirección sobre aquellas sociedades, comenzando por la designación de las personas que formarán los órganos principales de la sociedad, singularmente su consejo de administración. Dado su carácter privado, en modo alguno pueden disponer de facultades que impliquen el ejercicio de autoridad pública, sin perjuicio de que excepcionalmente la ley pueda atribuirle el ejercicio de potestades administrativas (art. 113 Ley 40/2015).
e) Los consorcios (art. 118 Ley 40/2015)
Los consorcios son entidades de derecho público, con personalidad jurídica propia y diferenciada, creadas por varias Administraciones Públicas, o entidades integrantes del sector público institucional, entre sí o con participación de entidades privadas, para el desarrollo de actividades de interés común a todas ellas en el ámbito de sus competencias. A diferencia de las SME, los consorcios podrán realizar actividades de fomento, prestacionales o de gestión común de servicios públicos y cuantas otras estén previstas en las leyes. Su organización y funciones se establecen en los estatutos que aprueban las entidades creadoras del consorcio. Los estatutos de cada consorcio son también los que determinarán la Administración Pública a la que estará adscrito (art. 120 Ley 40/2015). En el caso de los consorcios, su creación no es, pues, por ley, sino mediante convenio suscrito por las Administraciones, organismos públicos o entidades participantes. Ahora bien, el artículo 123 de la Ley 40/2015 también establece que respecto a los consorcios en los que participe la Administración General del Estado o sus organismos públicos y entidades con vinculación o dependientes se requerirá, entre otros aspectos, la autorización por ley.
f) Las fundaciones del sector público estatal (art. 128 Ley 40/2015)
Las fundaciones públicas se constituyen con la finalidad de realizar actividades, sin ánimo de lucro, para el cumplimiento de fines de interés general, con independencia de que el servicio se preste de manera gratuita o mediante contraprestación. Su creación debe ser mediante ley que establezca los fines de la fundación y, en su caso, los recursos económicos con los que se la dota (art. 132 Ley 40/2015).
Para poder ser consideradas como fundaciones del sector público estatal, es necesario cumplir alguno de los siguientes requisitos:
  • Que se constituyan de forma inicial, con una aportación mayoritaria, directa o indirecta, de la Administración General del Estado o cualquiera de los sujetos integrantes del sector público institucional estatal, o bien reciban dicha aportación con posterioridad a su constitución.

  • Que el patrimonio de la fundación esté integrado en más de un 50% por bienes o derechos aportados o cedidos por sujetos integrantes del sector público institucional estatal con carácter permanente.

  • Que la mayoría de los derechos de voto en su patronato corresponda a representantes del sector público institucional estatal.

g) Fondos carentes de personalidad jurídica del sector público estatal (art. 137 Ley 40/2015)
A diferencia de las entidades precedentes, en este caso nos hallamos ante unos fondos carentes de personalidad jurídica cuya creación requiere de ley pero su extinción será por norma de rango reglamentario.

4.El acto y el procedimiento administrativo

El acto administrativo es el producto jurídico de mayor profusión en el ámbito del derecho administrativo. Con él se logra integrar la actividad administrativa dentro de un marco jurídico y se hace posible un control por la propia Administración de la actividad de sus órganos, así como, en su caso, un control judicial.

4.1.El acto administrativo

Con carácter general podemos definir el acto administrativo como un acto jurídico unilateral dictado por la Administración en el ejercicio de sus potestades mediante el que impone su voluntad sobre una situación jurídica determinada.
4.1.1.Elementos distintivos
Como hemos visto en el apartado anterior, el ejercicio de la potestad reglamentaria también sería una declaración de voluntad de la Administración, pero en ningún caso hay que considerar que un reglamento es un acto administrativo. Un reglamento es una disposición de carácter general, es decir una norma jurídica que se integra con intención de vigencia en el ordenamiento jurídico. Por el contrario, el acto administrativo expresa una resolución singular ajustada a una norma jurídica y que agota sus efectos jurídicos con su cumplimiento. Esta distinción es clave para entender que acto y reglamento tienen un diferente régimen jurídico.
Ejemplos de acto y reglamento
Ejemplos de acto administrativo: una licencia para la apertura de un restaurante, una multa por exceso de velocidad, la autorización para la ampliación de una instalación industrial, la orden de cierre de una actividad clandestina, el otorgamiento de una subvención.
Ejemplos de reglamento: el reglamento que regula las condiciones para la concesión de licencias de restaurantes, el reglamento que tiene por objeto el desarrollo de la legislación en materia de seguridad vial, el reglamento que regula el procedimiento para el otorgamiento de subvenciones por parte de una Administración.
Como hemos dicho, la integración y vigencia en el ordenamiento jurídico es lo que caracteriza al reglamento frente al acto administrativo. Otros criterios, como el de que un acto tiene un destinatario determinado o determinable, pueden llevar a cierta confusión. Por ejemplo, las bases para la convocatoria de unas oposiciones que aparecerán publicadas en un diario oficial tienen unos destinatarios indeterminados, pero no pueden considerarse un reglamento porque perderán su eficacia en un tiempo cierto: una vez hayan transcurrido las oposiciones.
El acto administrativo ha de distinguirse también de los contratos que celebra la Administración. Si bien ambos son declaraciones de voluntad con relevancia jurídica, los actos lo son de carácter unilateral, mientras que los contratos que celebra la Administración son negocios jurídicos que requieren para perfeccionarse la concurrencia de las voluntades de la Administración y del sujeto que contrata con ella.
4.1.2.Clases de actos administrativos
Los actos administrativos pueden ser objeto de diferentes clasificaciones. El interés de éstas es más bien relativo, pero conocer algunas diferencias nos puede resultar de utilidad práctica.
1) Una primera clasificación es la que distingue entre actos resolutorios y actos de trámite.
a) Los actos resolutorios son los que expresan definitivamente la voluntad de la Administración en relación con una cuestión; por tanto, son actos que producen efectos jurídicos para sus destinatarios.
b) Los actos de trámite tienen, como su nombre indica, la misión de ser meramente preparatorios de los resolutorios y no producen efectos externos a la propia Administración. Con carácter general no son impugnables por sí solos, pero sí pueden dar motivo para la impugnación del acto resolutorio.
Ejemplo de acto de trámite
La concesión de una autorización puede requerir la emisión de un informe (informe preceptivo) por parte de un órgano administrativo diferente al que debe tomar la decisión. La omisión de ese trámite no da lugar a una impugnación independiente, habrá que esperar a la resolución del procedimiento y en caso de que tenga carácter negativo (no concesión de la autorización) será entonces cuando podrá interponerse recurso contra el acto principal alegando el vicio del acto trámite (la no emisión del informe).
2) Otra clasificación es la que distingue entre actos favorables o declarativos de derechos y los actos desfavorables o de gravamen.
a) Los actos favorables o declarativos de derechos son aquellos cuyo contenido mejora o amplía la situación jurídica o los derechos y los intereses de sus destinatarios.
b) Los actos desfavorables o de gravamen son los que limitan, reducen o perjudican los derechos e intereses o la situación jurídica de sus destinatarios.
3) Una tercera clasificación es la que distingue entre los actos que ponen fin o agotan la vía administrativa, los actos que no ponen fin o no agotan la vía administrativa y los actos firmes.
La finalización o no de la vía administrativa dependerá del órgano que haya dictado el acto resolutorio (por ejemplo, el acto de un alcalde agota la vía administrativa).
a) La distinción tiene interés a efectos de determinar los recursos administrativos o judiciales que puedan interponerse con los actos administrativos. Así, los actos que agotan la vía administrativa pueden ser recurridos mediante el recursos potestativo de reposición, o bien directamente ante la jurisdicción contencioso-administrativa.
b) En cambio, los actos que no agotan la vía administrativa deben recurrirse previamente en vía administrativa mediante el recurso de alzada y, una vez resuelto este recurso o transcurrido el plazo legal previsto para hacerlo, se puede interponer el recurso contencioso.
c) Finalmente, los actos firmes serían aquellos actos administrativos que no es posible impugnar, ni en vía administrativa ni judicial, por haber transcurrido los plazos de recurso o por haberse agotado todos los procedentes (por ejemplo, si el interesado no ha interpuesto en plazo un recurso de alzada contra un acto desestimatorio para él, el acto devendrá firme y no cabrá la interposición de ningún recurso administrativo ordinario o jurisdiccional).
4) Una última clasificación que podemos realizar es la que distingue entre actos expresos, tácitos y presuntos.
a) Un acto expreso es aquel en el que la Administración realiza una declaración explícita, dirigida a los particulares.
b) Un acto tácito o implícito es aquella actuación administrativa de la que el particular puede inferir una declaración de voluntad, de deseo, de conocimiento o de juicio no manifestada de manera expresa.
c) Por su parte, un acto presunto es una situación de inactividad de la Administración que, según la ley, puede comportar determinadas consecuencias jurídicas, esto es, se presume que existe un acto frente a la inactividad de la Administración. Es, por ejemplo, el caso de los actos producidos por silencio administrativo.
Ejemplo de acto presunto
En un procedimiento de solicitud de autorización de oficina de farmacia, el órgano competente no resuelve el recurso de alzada que se había interpuesto contra el acto desestimatorio expreso. Pues bien, transcurrido el plazo fijado por la ley para resolver y notificar (habitualmente tres meses, con un máximo de seis meses, aunque en casos excepcionales ese plazo puede ser mayor), el interesado puede entender que se ha producido por silencio una estimación o desestimación de su pretensión. Aunque en la mayoría de casos actualmente se prevé el carácter positivo del silencio, en el supuesto planteado el silencio sería negativo (acto presunto desestimatorio) y quedaría expedita la vía contenciosa para interponer el correspondiente recurso.
4.1.3.La eficacia de los actos administrativos
El artículo 39.1 LPAC establece que los actos administrativos se presumen válidos y producen efectos desde la fecha en que se dictan, excepto cuando en ellos se disponga lo contrario.
Dos son las ideas que se extraen de este precepto. En primer lugar, que los actos administrativos gozan de una presunción de validez, es decir que son correctos jurídicamente mientras no se acredite lo contrario. Se trata de una de las manifestaciones más características del principio de autotutela junto con el privilegio de ejecución forzosa de los actos administrativos que veremos en el siguiente apartado.
En segundo lugar, que el acto sea, o se presuma, válido no significa que ya sea eficaz. Del mismo modo que un acto eficaz no tiene por qué ser necesariamente válido, ya que puede adolecer de algún vicio. Igualmente, la regla de que los actos administrativos producen efectos desde la fecha en la que se dictan constituye en realidad la excepción; con carácter general, la eficacia de los actos administrativos aparece demorada al cumplimiento de alguna condición. La condición principal para que el acto pueda ganar eficacia es el cumplimiento del trámite de la notificación o publicación. Su finalidad no es otra que hacer saber al destinatario del acto de su existencia.
La notificación es un requisito de eficacia de los actos, puesto que difícilmente se puede exigir el cumplimiento a sus destinatarios de lo que no conocen.
La LPAC establece una detallada regulación sobre las formas y requisitos que debe revestir el trámite de la notificación (arts. 40 y 46). Interesa destacar que cuando la notificación resulta infructuosa se prevé su sustitución por la publicación (por ejemplo, publicación en el diario oficial de la correspondiente administración).
Finalmente, cabe referir que la eficacia de los actos administrativos también puede ser retroactiva, es decir, puede producirse antes de la producción del acto, siempre que concurran dos circunstancias: que se trate de actos favorables y que el supuesto de hecho necesario para producir el acto ya existiese en el momento al que se anticipa la eficacia.
4.1.4.La ejecución forzosa de los actos administrativos
A medida que hemos ido avanzando en este módulo se ha ido constatando que la Administración es un sujeto singular y que sus relaciones con los particulares (personas físicas y jurídicas) no se corresponden con el régimen jurídico propio de las relaciones entre particulares. Esto es así por los privilegios de los que goza la Administración, entre ellos, según hemos visto, la autotutela declarativa, es decir la eficacia de las declaraciones de voluntad que emanan de sus actos administrativos sin necesidad de que un juez lo reconozca previamente. Un privilegio que, como bien sabemos, no ostenta un particular, quien para reconocer una determinada situación jurídica necesitará, en caso de controversia, que sea declarada por un juez.
Pues bien, a ese privilegio se añade otro aún más importante: el de la autotutela ejecutiva, es decir, la posibilidad de que la propia Administración que ha dictado el acto lleve a cabo su ejecución coactivamente cuando el particular obligado no quiera efectuar el cumplimiento. Esa ejecución coactiva o forzosa puede llevarse a cabo, según la finalidad del acto que se va a cumplir, recurriendo a diferentes medios que aparecen recogidos en la LPAC (art. 100 y ss.). Éstos son:
1) Apremio sobre el patrimonio
Se trata del medio de ejecución forzosa más habitual y, a la vez, necesario para una Administración prestacional que necesita disponer de instrumentos que garanticen una recaudación efectiva de ingresos económicos para poder llevar a cabo sus actividades. Su regulación se contiene en la Ley General Tributaria y en el Reglamento General de Recaudación. De acuerdo con lo previsto en esta normativa, la utilización del apremio sobre el patrimonio permite a la Administración Pública penetrar y apropiarse del patrimonio de los ciudadanos, en aquellos casos en los que éstos no hayan cumplido con su obligación de satisfacerle cantidades líquidas en virtud de los actos administrativos que se hayan dictado previamente.
2) Ejecución subsidiaria
Se ofrece en aquellos casos en los que el administrado no cumple con una obligación de hacer y, en su lugar, lo hace la Administración por sus propios medios o recurriendo a terceros. En cualquier caso, esa actividad que de manera subsidiaria pasa a realizar la Administración irá a cargo del particular obligado.
La ejecución subsidiaria no sirve para ejecutar aquellos actos que imponen obligaciones de carácter personalísimo, que por su propia naturaleza impiden la sustitución (por ejemplo, ser vacunado).
3) Multa coercitiva
Las multas coercitivas consisten en la imposición de sanciones pecuniarias de manera reiterada con el fin de que los particulares lleven a cabo el cumplimiento de las resoluciones administrativas. Esa reiteración ha de producirse en lapsos de tiempo suficientes para que el obligado pueda cumplir con la resolución originaria cuyo incumplimiento ha dado lugar a las sucesivas multas. Por tanto, la multa coercitiva trata de vencer la resistencia del particular en cumplir con la resolución administrativa originaria. Su uso exige que esté expresamente previsto en una norma con rango de ley.
Ejemplo de multa coercitiva
Siguiendo el ejemplo anterior, el propietario de un solar que incumple con la obligación de limpiarlo puede ser disuadido de ese incumplimiento mediante la imposición de sucesivas multas, y deberá existir entre ellas el plazo suficiente para cumplir con aquella obligación originaria. Si pese a ello el administrado sigue sin dar cumplimiento a la resolución administrativa, la Administración podrá recurrir, como hemos visto, a la ejecución subsidiaria. Esa ejecución subsidiaria tendrá un coste que será también repercutido al obligado originario. Si el mismo no satisface el importe de las multas y el coste que supuso la limpieza del solar, ello significará que la Administración deberá acudir a la vía de apremio.
4) Compulsión sobre las personas
Se trata del medio de ejecución forzosa más extremo, pues supone el uso directo de fuerza sobre el ciudadano. Constituye un mecanismo de coacción cuyo ejercicio se reserva a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, aunque existen algunas previsiones legales de carácter sectorial, como por ejemplo en el ámbito de la sanidad. En todo caso el recurso a la compulsión sobre las personas exige autorización mediante una norma con rango de ley.
A modo de conclusión, es importante destacar que los instrumentos coercitivos que hemos detallado deben utilizarse por la Administración siguiendo el principio de proporcionalidad en la elección del medio y siempre de acuerdo con el principio favor libertatis, que se traduce en la necesidad, cuando hay varios mecanismos admisibles, de utilizar el menos restrictivo para la libertad individual.

4.2.El procedimiento administrativo

Hemos visto cómo el acto administrativo es la forma en la que habitualmente la Administración expresa su voluntad. Pues bien, ese acto es fruto de un procedimiento que le otorga legitimidad, de tal manera que los actos dictados, si prescinden total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido, son nulos de pleno derecho.
4.2.1.Las funciones del procedimiento
El procedimiento es un elemento sustancial e irrenunciable de la actividad administrativa pero, además, constituye también una garantía para la posición jurídica de los ciudadanos frente a la Administración Pública, ya que supone que aquella actividad debe canalizarse obligatoriamente por medido de unos cauces determinados como requisito mínimo para que pueda ser calificada como actividad legítima. Además, el procedimiento tiene una función racionalizadora de la actividad administrativa. Por tanto, el procedimiento cumple tres funciones fundamentales: legitimadora, garantista y racionalizadora.
Asimismo, no cabe hablar de un único procedimiento, sino de una gran diversidad, de tal manera que en cada caso la Administración adoptará la resolución según la normativa que regule cada tipo de actuación administrativa (por ejemplo, el procedimiento para obtener una subvención es diferente al procedimiento para conseguir una licencia). Con todo, existen unas notas comunes en todo procedimiento que se contienen en la ya citada LPAC, una norma importante que regula con carácter general el procedimiento y establece los elementos básicos del mismo (por ejemplo, interesado, nulidad de los actos, notificación, etc.).
La Ley 39/2015, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, es la ley básica del procedimiento administrativo para todas las administraciones públicas, sin perjuicio de que la legislación sectorial pueda introducir especialidades procedimentales. Asimismo, las comunidades autónomas pueden también dictar normas de procedimiento que, especialmente, regulen aspectos organizativos (el artículo 149.1.18 CE establece que corresponde al Estado la regulación "del procedimiento administrativo común, sin perjuicio de las especialidades derivadas de la organización propia de las Comunidades Autónomas").
4.2.2.El elemento subjetivo del procedimiento. El interesado
El procedimiento administrativo tiene dos sujetos principales, de un lado la Administración; de otro, el interesado. Cualquier ciudadano puede tener la condición de interesado en un procedimiento administrativo, pero la condición de ciudadano no otorga por ella misma la condición de interesado ante cualquier procedimiento administrativo.
La LPAC (art. 4) considera como interesados en el procedimiento administrativo a:
1) Quienes lo promuevan como titulares de derechos o intereses legítimos individuales o colectivos (por ejemplo, quien solicita una autorización de apertura para una actividad).
2) Quienes, sin haber iniciado el procedimiento, tengan derechos que puedan resultar afectados por la decisión que se adopte (por ejemplo, el propietario de una finca que es objeto de expropiación).
3) Quienes tengan intereses legítimos, individuales o colectivos que puedan resultar afectados por la resolución y comparezcan en el procedimiento mientras no haya recaído una resolución definitiva (por ejemplo, los vecinos de una proyectada instalación industrial).
El hecho de ostentar o no la consideración de persona interesada en un procedimiento administrativo tiene una importancia clave, ya que, por un lado, determina el derecho a ser parte en el procedimiento y a ser notificado de aquellos actos trámite que proceda y, en especial, del acto resolutorio. Pero además, la condición de interesado es la que otorga legitimación para, en su momento, poder recurrir el acto.
4.2.3.Las fases del procedimiento administrativo
El procedimiento administrativo supone un conjunto de fases que tienen como objeto determinar la viabilidad de su objeto y, en su caso, culminar con un acto resolutorio en el que se manifestará una declaración de voluntad de la Administración previa toma en consideración de aquellas alegaciones que haya podido realizar el interesado.
1) Iniciación
El procedimiento puede iniciarse de oficio o a solicitud de una persona interesada.
La iniciación de oficio se hace por acuerdo del órgano competente, bien por propia iniciativa, bien como consecuencia de una orden superior, a petición razonada o por denuncia.
La iniciación a instancia de persona interesa se realiza mediante la presentación de un escrito de solicitud en el que deben constar sus datos personales, el objeto de la petición, el órgano al que se dirige y la firma. Es precisamente la presentación del escrito de solicitud el que, si cumple los requisitos materiales y formales, dará lugar a la incoación del correspondiente procedimiento y al reconocimiento de la condición de interesado.
Esa solicitud deberá tener entrada en la Administración mediante el correspondiente registro administrativo. Es importante destacar que si la solicitud presenta algún defecto o no tiene los requisitos fijados, la Administración deberá requerir al interesado para que en el plazo de diez días subsane la falta o acompañe los documentos preceptivos (art. 68 LPAC), y se entenderá que en el caso de que no lo haga habrá desistido de su petición.
2) Ordenación del procedimiento
Una vez presentada la solicitud y adoptado el acuerdo de incoación por el órgano administrativo que corresponda, el procedimiento se impulsa y ordena bajo un conjunto de principios o criterios que debe seguir la Administración:
a) principio de impulso de oficio (corresponde a la Administración, no a los interesados, impulsar la tramitación del procedimiento);
b) principio de economía y celeridad. La LPAC prevé que se realizarán en un solo acto todos los trámites que admitan la impulsión simultánea y no sea obligado su cumplimiento sucesivo, y también que se podrá disponer de la acumulación de un procedimiento con otros que guarden identidad sustancia o íntima conexión.
El principio de celeridad supone que el planteamiento de cuestiones incidentes durante el procedimiento no suspende, en principio, su tramitación y, asimismo, que el interesado debe cumplimentar los trámites en el plazo previsto, ya que en caso contrario se le entenderá decaído en el mismo.
Precisamente, en el tema de los plazos merece que hagamos una breve referencia a su cómputo. Los plazos pueden fijarse por días, meses o años. Cuando se fijan por días, se entiende que son hábiles, salvo que se diga que son naturales, y el cómputo inicia al día siguiente a aquél en el que se realice la notificación del acto o en el que se produzca la estimación o desestimación por silencio administrativo. Cuando el último día del plazo sea inhábil, se entenderá prorrogado al primer día hábil siguiente. En cuanto a los plazos por meses o años, éstos se computan a partir del día siguiente en el que se realice la notificación del acto o en el que se produzca la estimación o desestimación por silencio administrativo, haciéndose el cálculo de fecha a fecha (por ejemplo, si el plazo es de un mes y la resolución se ha recibido el 15 de mayo, el plazo finalizará el 15 de junio).
3) Instrucción
Es la fase central del procedimiento en la que se producen los trámites principales (alegaciones, prueba, informes si proceden y, si es el caso, trámite de audiencia, información pública).
4) Finalización
El procedimiento puede finalizar de diferentes maneras:
a) Por resolución expresa: la Administración decide de manera motivada sobre las cuestiones planteadas en el procedimiento. En el texto del acto resolutorio notificado al interesado deberán expresarse los recursos que puedan interponerse, así como el órgano y plazo que corresponda.
b) Por desistimiento o renuncia: el desistimiento es la declaración mediante la cual el interesado declara su voluntad de poner fin al procedimiento que haya instado. Esta declaración no afecta al derecho o interés material sobre el que versa el procedimiento, sino al procedimiento, razón por la que podrá volver a instarse posteriormente. Contrario es el caso de la renuncia en la que el interesado declara unilateralmente extinguido el derecho o interés esgrimido en el procedimiento.
c) Por caducidad: en los procedimientos iniciados a instancia de persona interesada la ley exige un requerimiento previo de la Administración al particular, a fin de que el mismo realice las actuaciones necesarias para que prosiga el procedimiento. En caso de que el interesado no lo haga, se entenderá producida la caducidad transcurridos tres meses desde el requerimiento.
Hay determinados supuestos en los que la caducidad puede operar por inactividad de la Administración. Es el caso de los procedimientos iniciados de oficio, en los que la Administración ejerce potestades sancionadas o, en general, de intervención, susceptibles de producir efectos desfavorables o de gravamen cuando no se haya dictado y notificado resolución expresa. En estos casos, la caducidad se produce de forma automática, sin necesidad de que la Administración haga una advertencia al particular.
Es importante destacar que la caducidad no produce por sí misma la prescripción de las acciones del particular o de la Administración. Por tanto, podrá iniciarse un nuevo procedimiento, siempre que no se haya producido la prescripción.
d) Por terminación convencional del procedimiento (art. 86 LPAC): es una posibilidad que ofrece la LPAC, siempre que se trate de materias en las que sea posible la transacción. El final convencional del procedimiento es admisible para algunos aspectos acotados de un procedimiento o de una decisión si se dan condiciones de igualdad y publicidad: es decir, se llama a todos los interesados en esa cuestión concreta con el fin de negociar y llegar a un acuerdo, siempre que lo pactado o convenido no sea contrario al ordenamiento jurídico.

4.3.Los recursos administrativos

Los actos administrativos dictados por la Administración son susceptibles de ser revisados por la propia Administración por medio de la figura de los recursos administrativos. Por tanto, son recursos contra los actos administrativos dictados por la misma Administración ante la que se plantean y que será la que los resolverá.
Los recursos administrativos pueden ser objeto de una doble distinción:
1) Recursos ordinarios, son los que se interponen obligatoria o potestativamente antes de acudir a la jurisdicción contenciosa. Puede distinguirse entre:
a) el recurso potestativo de reposición, que puede interponerse contra los actos que ponen fin a la vía administrativa y ante el mismo órgano que dictó el acto, y
b) el recurso de alzada, que se interpone contra actos que no ponen fin a la vía administrativa y ante el órgano superior jerárquico.
2) Recursos especiales, sólo pueden interponerse en algunos supuestos tasados y excepcionales. Se trata del recurso de revisión que aparece regulado en el artículo 125 LPAC. Entre los motivos que justifican la interposición de este recurso contra actos ya firmes en vía administrativa estarían:
a) que hubiese habido un error de hecho al dictar el acto recurrido que resulte de los mismos documentos del expediente;
b) que hayan aparecido nuevos documentos de valor esencial que de forma razonable podrían haber variado el sentido de la resolución recurrida;
c) que en la resolución hubiesen influido de forma decisiva documentos o testimonios declarados falsos por sentencia judicial firme;
d) que la resolución se hubiese dictado como consecuencia de soborno, violencia, maquinación fraudulenta o cualquier otra conducta punible declarada así en virtud de sentencia judicial firme.

5.La responsabilidad de la Administración

5.1.Evolución del régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración

El sistema de garantías que el derecho administrativo articula no se limita exclusivamente a los controles internos o judiciales, existe también una garantía patrimonial referida a las consecuencias indemnizatorias derivadas de cualquier actuación administrativa que produzca daños y perjuicios en los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. Se trata, pues, de un régimen de responsabilidad de la Administración.
El régimen de responsabilidad por daños causados por la Administración tiene su propia evolución histórica. Así, como la sumisión de la Administración a la ley y a los tribunales se plantea y se consigue en buena parte del siglo xix, la responsabilidad de la Administración es un tema de mediados del siglo xx. Se trata, de alguna forma, del sistema de cierre del cuadro de las garantías que se han ido configurando a favor de los ciudadanos frente a la actuación de la Administración pública, y es tan importante, que la misma Constitución de 1978 ha incorporado los elementos más característicos de su régimen jurídico que ya en buena medida se contenían en la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, aún vigente. El artículo 106.2 CE establece que:

“Los particulares, en los términos establecidos por la Ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”.

Este régimen no es, en absoluto, ninguna novedad introducida por la Constitución. Como hemos dicho, la Ley de Expropiación Forzosa (LEF) la estableció en términos idénticos veinticinco años antes de la promulgación de la Constitución. Sin embargo, la mención que esta hace no es intrascendente, ya que eleva de rango un régimen en el que, propiamente, no introduce ninguna novedad sustantiva. De todas formas, este régimen que la LEF establece y que la Constitución eleva después al rango máximo es el resultado de una evolución desde los postulados de las monarquías absolutas (en donde la soberanía radicaba en el monarca), radicalmente contrarios y cerrados al reconocimiento de la responsabilidad por daños. El principio básico era que el rey no podía cometer ningún error o negligencia y que, si había súbditos que, como consecuencia de la acción del Gobierno, sufrían pérdidas patrimoniales, las tenían que soportar por exigencias del bien común. Hará falta recorrer unas cuantas etapas hasta llegar al régimen actual:
a) Inicialmente no se plantea propiamente la responsabilidad de la Administración, sino la responsabilidad personal del funcionario causante del daño.
b) En un segundo momento se admite la responsabilidad subsidiaria de la Administración en aquellos casos en los que el funcionario no puede afrontarla.
c) Este planteamiento quedó superado primero en la legislación local, que reconoció la responsabilidad directa y objetiva por las lesiones que pudiesen producirse, salvo casos de fuerza mayor. Luego en la LEF, que extendió este régimen de responsabilidad directa y objetiva por las lesiones a todas las administraciones públicas, en los siguientes términos:

“Dará también lugar a indemnización con arreglo al mismo procedimiento toda lesión que los particulares sufran en los bienes y derechos a que esta ley se refiere, siempre que aquella sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos (...) sin perjuicio de las responsabilidades que la Administración pueda exigir de sus funcionarios con tal motivo”.

(art. 121 LEF)

La redacción del artículo 121 LEF es muy parecida a la del mencionado artículo 106.2 CE, que mantiene los mismos conceptos y presupuestos. Es un régimen, así, de responsabilidad directa y objetiva.
a) Directa porque es la Administración como persona –no sus agentes o funcionarios– la que responde directamente ante los particulares. Una vez afrontada esta responsabilidad, la Administración se puede dirigir al funcionario causante, si hay, y exigirle –por la llamada “vía de retorno”– las responsabilidades pertinentes. En este sentido y de forma muy clara, el último inciso del artículo 121 de la LEF señala: “(...) sin perjuicio de las responsabilidades que la Administración pueda exigir de sus funcionarios con tal motivo.”
b) La responsabilidad objetiva es un aspecto ciertamente fundamental del régimen que estudiamos. Para entender el concepto hay que confrontarlo con el régimen ordinario de responsabilidad extracontractual previsto en el Código civil (art. 1902 y ss. Cc), que es el de responsabilidad subjetiva, solo exigible cuando hay culpa o negligencia en la actuación del sujeto causante. La responsabilidad subjetiva se fija en las condiciones de actuación del sujeto causante y no en el daño que sufre la víctima. Cuando no hay culpa, no hay ni culpable ni responsabilidad. La responsabilidad objetiva, en cambio, sitúa el punto de atención en la víctima y en el hecho de que tenga alguna obligación jurídica de soportar el daño o no. Si no hay ninguna obligación jurídica de soportar el daño, el sujeto que lo ha causado estará obligado a indemnizar con independencia que su conducta –como causante– sea antijurídica o no, es decir, que sea culpable o no. La juridicidad o antijuricidad solo se valora aquí en relación con el daño y la víctima, y no respecto al causante.

5.2.Requisitos y presupuestos

Hemos visto los principios inspiradores y los conceptos básicos del régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración pública. Puede parecer, y efectivamente es así, que este régimen se enuncia en términos muy amplios, y no han faltado objeciones doctrinales a fin de que se limite una responsabilidad de la Administración que se presenta como inespecífica y casi universal. Sin embargo, no es fácil, ni de largo, el reconocimiento efectivo de la responsabilidad de la Administración. Esta es una realidad que se confirma en la práctica y que, sin necesidad de acudir a los datos empíricos, se puede desprender de las exigencias concretas que el ordenamiento establece.
Para que una acción de responsabilidad se pueda plantear con éxito, es necesaria la concurrencia de una serie de requisitos (la lesión, que sea imputable a una administración pública, la relación de causalidad, que el daño sea evaluable económicamente), y para que la responsabilidad se reconozca, es necesario –y decisivo– que todos estén presentes. Por tanto, es importante comprender el significado de cada uno de estos presupuestos, ya que en cada caso hay que valorar si se dan o no. Si falta uno, la indemnización no es procedente.
De manera más concreta, el artículo 32 de la Ley 40/2015 (LRJSP), reconoce el derecho de los particulares a ser indemnizados por las administraciones públicas correspondientes de toda lesión sufrida en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión fuera consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos. Son presupuestos necesarios para que surja la responsabilidad de la Administración los siguientes:
a) Existencia de una lesión o daño en cualquiera de los bienes o derechos del particular afectado.
b) Imputación a la Administración de los actos necesariamente productores de la lesión o daño.
c) Relación de causalidad entre el hecho imputable a la Administración y la lesión, daño o perjuicio producido.
d) Que el daño alegado por los particulares sea efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas.
e) Que la acción de la responsabilidad indemnizatoria sea ejercitada dentro del plazo de un año, contado a partir del hecho que motivó la indemnización.
La responsabilidad patrimonial de la Administración deriva de la lesión producida a los particulares en cualquiera de sus bienes o derechos, entendida aquella como un perjuicio antijurídico que estas no tienen el deber de soportar, por no existir causa alguna que lo justifique. La relación causal, según constante jurisprudencia, se rompe en los supuestos de fuerza mayor o de existencia de dolo o negligencia de la víctima.
Seguidamente detallamos cada uno de los diferentes presupuestos para que pueda concurrir la responsabilidad patrimonial extracontractual de la Administración:
a) La lesión. La LEF, la CE y la LRJSP utilizan el término lesión, que por lo que se refiere a la responsabilidad tiene un significado específico y muy preciso. La lesión equivale al daño antijurídico que no se está jurídicamente obligado a soportar. El artículo 34 LRJSP establece que solo son indemnizables las lesiones que el particular no tenga el deber jurídico de soportar. Ahora bien, este mismo párrafo contiene una excepción, en buena medida discutible y que desde la reforma del año 1999 se recogía también en el artículo 141.1 de la derogada Ley 30/1992. Viene así a considerarse como un supuesto de fuerza mayor –y por lo tanto que no daría derecho a indemnización (art. 32.1)– los daños derivados de hechos imprevisibles o inevitables según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción, sin perjuicio de las eventuales prestaciones asistenciales. De esta manera, el legislador ha decidido que desconocer los riesgos –y los posibles daños– de una actividad eximen de responsabilidad a la Administración. Esto puede suponer que el conocimiento de los riesgos pueda medirse por medio de los daños que sufren sus víctimas –en su persona o patrimonio– sin ningún gasto para el causante del daño –por ejemplo, en el ámbito sanitario. En definitiva, se sitúa a la Administración en una situación en la cual quedaría eximida de responsabilidad por los llamados riesgos del desarrollo. La paradoja la encontramos cuando es este mismo legislador el que, en cambio, sí que hace responsables de estos riesgos a los fabricantes en determinados ámbitos: medicamentos, productos alimenticios, etc.
b) Lesión imputable a una administración pública. Para que se pueda exigir la aplicación del régimen de responsabilidad administrativa –que es, por su carácter objetivo, más favorable a la víctima que el de responsabilidad civil interprivatos–, es necesario que la lesión sea imputable a una administración pública. Aquí se reproducen los problemas para determinar, sobre todo en los supuestos periféricos, si nos encontramos en presencia de una administración pública o no.
Un problema específico de la imputación es el que se plantea cuando una lesión se produce por la intervención de varias administraciones públicas. Se trata de un supuesto cada vez más frecuente, dado que, por la vía de convenios y otras fórmulas, la cooperación entre administraciones se ha incrementado. Cuando se produce una lesión se plantean problemas para determinar la cuota de responsabilidad de cada una de las administraciones implicadas, lo que hace peligrar la integridad y la celeridad de la reparación debida a la víctima. La LRPJAC intentó resolver este problema al establecer que:

“Cuando de la gestión dimanante de fórmulas conjuntas de actuación entre varias administraciones públicas se derive responsabilidad en los términos previstos en la presente Ley, las administraciones intervinientes responderán frente al particular, en todo caso, de forma solidaria”.

(actual art. 33 LRJSP)

Se trata del caso en que la actuación conjunta de las administraciones está formalizada en algún instrumento jurídico, como un convenio o un consorcio. En este caso se contemplan dos frentes: uno es el de la víctima a la que hay que resarcir de forma íntegra y rápida sin que las administraciones que intervienen se puedan escudar en la posible confusión generada por su participación conjunta en la producción del daño, para eso se establece la responsabilidad solidaria; el otro frente es el que se relaciona con la delimitación de responsabilidades –y la consecuente cuota indemnizatoria– entre las administraciones que participan, delimitación que se efectuará con arreglo a lo dispuesto en el instrumento –convenio, consorcio– en el que se formalice su actuación conjunta.
El segundo supuesto es el que se contempla en el nuevo apartado 2 del artículo 33 LRJSP.

“En otros supuestos de concurrencia de varias administraciones en la producción del daño, la responsabilidad se fijará para cada administración, atendiendo a los criterios de competencia, interés público tutelado e intensidad de la intervención. La responsabilidad será solidaria cuando no sea posible la mencionada determinación”.

Si no hay un instrumento que regule la actuación conjunta de las administraciones, en primer lugar se tendrá que ensayar la determinación de la cuota de responsabilidad de cada administración. Si esto no es posible, o plantea dificultades que puedan dilatar o complicar la indemnización, habrá que imponer el criterio de la efectiva indemnización de la víctima que de forma injusta sufrió un daño, y entonces vuelve a tener su sentido la regla de la responsabilidad solidaria. De esta forma, se presta atención prioritaria a la víctima y procede una indemnización rápida, que se puede exigir íntegramente a cualquiera de las administraciones que hayan intervenido. Después, la administración que satisface la indemnización puede exigir que las otras le reembolsen la cuota que les corresponda, lo que puede originar otro procedimiento. De la exigencia o requisito de imputación se deriva otro problema: no se trata solo que haya una administración pública presente –por medio de sus medios materiales, funcionarios o agentes–, sino de que realmente actúe como tal administración, en la esfera de sus competencias.
c) La relación de causalidad. La relación de causalidad es un requisito que, en la práctica, está lleno de matices y problemas. Lo que se postula, en definitiva, es que la causa productora del daño se encuentre en la actuación –o la omisión– de la Administración pública. Los problemas que se pueden plantear son muy variados. Pueden agruparse alrededor de dos tipos de supuestos que se plantean a menudo: a) el supuesto de concurrencia de causas y b) el supuesto de problemas de conocimiento –científico o técnico, por decirlo así– de muchos procesos causales que tienen lugar en la compleja sociedad industrial, especialmente los efectos medioambientales negativos.
La concurrencia de causas se da con una cierta frecuencia. Son casos en que el daño no se debe tan solo a la actuación administrativa, sino a la suma de varios elementos causales y otros sujetos que intervienen. Muchas veces es la actuación de la misma víctima la que contribuye de forma decisiva a la producción o ampliación del daño. ¿Qué criterios de solución ofrecen en los casos de concurrencia de causas? Se han esgrimido varias teorías. Una de estas teorías es la que se denominaba tradicionalmente como la teoría de la causa eficiente o la causa determinante de la producción de una lesión. En otros casos, la jurisprudencia ha rechazado totalmente la responsabilidad de la Administración en los supuestos de concurrencia de causas: solo sería exigible la responsabilidad cuando el único agente causante fuese la Administración. También se ha ensayado asignar cuotas de responsabilidad de acuerdo con el grado de participación de los diferentes agentes causantes en la producción del daño. Por último, se ha llegado a una solución categórica que supone un cambio radical en los criterios utilizados normalmente y, sobre todo, en su foco de atención. Las teorías y las fórmulas que acabamos de enunciar se centran en los agentes causales e intentan delimitar el grado de intervención y la eficacia causal.
El cambio de perspectiva se encuentra en la consideración prioritaria de la víctima: no se trata básicamente de distribuir las cuotas de responsabilidad entre los agentes causantes con la máxima exactitud y equidad, sino de ofrecer una reparación justa y rápida a la víctima, que podría quedar frustrada con las complicaciones y demoras que originarían los complejos problemas de determinación de los grados de participación de los distintos sujetos causantes. Esta atención prioritaria a la víctima lleva directamente a entender que cuando hay varios sujetos causantes y nos encontramos ante una responsabilidad solidaria, la víctima podrá exigir íntegramente la indemnización a cualquiera de estos sujetos, y el que la satisface se podrá resarcir después, por la vía de retorno, reclamando las cantidades correspondientes a los otros sujetos. Esta solución, que evidentemente es muy favorable a la víctima, plantea los problemas que se derivan del hecho de que se pueda producir una distribución no muy equitativa de la carga indemnizatoria En estos casos, la tendencia es reclamar al sujeto más solvente, que normalmente es la Administración, y que después este se dirija a los otros causantes.
El otro gran problema que plantea la relación de causalidad, sobre todo en una materia cada vez más importante como es la protección ambiental, es el del conocimiento cierto de las causas y los efectos de los procesos complejos que se desarrollan en una sociedad altamente industrializada, donde es muy frecuente la superposición de elementos causales acumulados y los casos de sinergia –que se dan cuando el efecto negativo que producen de forma conjunta dos o más focos contaminantes es superior al que se derivaría de su suma matemática.
d) El daño evaluable económicamente. El artículo 32.2 LPAC, de acuerdo con lo que ya disponía la LEF de 1954, establece que: “En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas”. Se trata de un requisito importante que, en la práctica, ocasiona muchas dificultades probatorias. En cualquier caso, la jurisprudencia es unánime a la hora de considerar que el perjuicio económico se entiende producido tanto en los casos de ganancia cesante como en los de pérdida emergente. Un problema singular es el que se ha planteado alrededor de los llamados daños morales, como los daños en la integridad física de la persona, la pérdida de un ser querido o los derechos de la personalidad. El origen del problema radica en el hecho de que, como se ha destacado, la regulación originaria y básica del régimen vigente de la responsabilidad patrimonial de la Administración es la que se introduce en la LEF, y que establece la obligación de la Administración de indemnizar:

“Toda lesión que los particulares sufran en los bienes y derechos a que esta Ley se refiere”.

(art. 121.1 LEF)

Esta regulación se había interpretado en términos estrictos: solo existía el deber de indemnizar las lesiones que afectasen a la esfera patrimonial de los particulares. Los daños morales, pues, no serían indemnizables. Sin embargo, la jurisprudencia corrigió esta interpretación al reconocer las indemnizaciones por daños que no afectaban a la esfera patrimonial de los particulares, sino la que podríamos llamar “esfera afectiva”. Se puede considerar que la Constitución de 1978 resuelve de forma definitiva el problema cuando, significativamente, establece que:

“Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por cualquier lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos”.

(art. 106.2 CE)

No se trata de una redacción casual –cada palabra y cada afirmación u omisión de este precepto están llenas de significado–, sino que es el reconocimiento de la operatividad de la responsabilidad administrativa más allá de los daños estrictamente patrimoniales. El texto constitucional es aquí suficientemente claro para rechazar totalmente la interpretación patrimonialista restrictiva que aún mantiene alguna jurisprudencia y, sobre todo y de forma lógica, la Administración, cuando se le plantean pretensiones indemnizatorias por daños morales.

5.3.El procedimiento de responsabilidad patrimonial

Antes hemos analizado los requisitos materiales que tienen que concurrir para que se pueda plantear con éxito una acción de responsabilidad. Ahora corresponde tratar del curso procedimental que tiene que seguir esta acción, el cual se encuentra recogido en la Ley 39/2015 (LPAC). En primer término hay que considerar el margen temporal que se ofrece para plantear la acción de responsabilidad.
Por lo que se refiere a este aspecto, la LPAC establece que:

“El derecho a reclamar prescribirá al año de producido el hecho o el acto que motive la indemnización o se manifieste su efecto lesivo”.

(art. 67.1 LPAC)

La cuestión principal aquí ha sido siempre la del inicio del cómputo del año.
Cabe distinguir dos posibilidades:
1) Desde que se produce el daño, tal como parece indicar la LEF:

“El derecho de reclamar prescribe al año del hecho que lo motivó”.

(art. 122.2 LEF)

2) Desde que el daño se conoce. Hay muchos supuestos en que los efectos se producen cuando ha transcurrido un tiempo desde que se produjo la acción dañina, o hay daños cuyos efectos negativos aumentan con el paso del tiempo, o de los que se desconoce la causa hasta que hay investigaciones que la determinan.
Todos estos supuestos se dan con una cierta frecuencia, por ejemplo, en materia ambiental o sanitaria, donde sin duda aún se darán de forma más asidua en la medida en que la intervención humana sea más intensa, y a medida que muchos de los efectos perniciosos que sufre la sociedad se deban más a la acción humana –y de las administraciones– que a procesos naturales.
La LPAC, teniendo en cuenta la experiencia anterior, ha flexibilizado, pues, este requisito, y ha permitido que el cómputo del plazo se cuente desde que el daño se produce o desde que se manifiesta. En caso de daños de carácter físico o psíquico a las personas, el plazo empezará a computarse desde la curación o la determinación del alcance de las secuelas (art. 67.1 LPAC).

6.Los contratos públicos

La importancia y trascendencia económica que actualmente tiene la contratación pública justifica la extensión de este apartado. Efectivamente, la relevancia que actualmente suponen los contratos celebrados por los entes integrantes del sector público hace que los particulares y, en especial, las empresas muestren un creciente interés por este tipo de contratos. Además, en virtud de las disposiciones europeas y de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, esos contratos han ido ganando en transparencia y alcanzado, a partir de determinadas cuantías, un auténtico espacio europeo de la contratación pública. La transparencia en la contratación pública constituye, sin duda, una de las señas de identidad del desarrollo institucional de un Estado.

6.1.Antecedentes y evolución

Para entender el significado de la contratación pública en nuestro país, es conveniente entender los orígenes y razones de la contratación administrativa.
6.1.1.El inicial sometimiento al régimen ordinario de contratación
Desde sus primeros orígenes, las administraciones públicas, para alcanzar muchos de sus objetivos, han necesitado la colaboración de los particulares. Han requerido la realización de obras o la prestación material de servicios para los que ellas, las administraciones, no estaban capacitadas.
Un municipio no es una empresa constructora pero requiere la realización de obras que, lógicamente, serán realizadas por una empresa con este objeto; las administraciones que tienen competencia en materia sanitaria y hospitalaria pueden, ellas mismas, prestar muchas actividades con este fin, pero, sobre todo, buena parte del sofisticado material que utilizan –desde medicamentos hasta utillaje muy especializado, producido en ocasiones sólo por dos o tres firmas en todo el mundo– deberán adquirirlo de las empresas privadas que lo producen; no hace falta acudir a lo que es objeto central de la actividad sanitaria y a su instrumental: puede pensarse en el servicio de comidas a los internos (catering) o en el servicio de mantenimiento de los ascensores, instalación eléctrica, etc. Un centro público hospitalario es, como otras muchas unidades públicas, un centro de adquisición de múltiples bienes y servicios.
En los inicios del derecho administrativo (que, como ya sabemos, son los inicios del sometimiento a derecho de la actividad de las administraciones públicas), se consideró del todo normal que la actividad de las administraciones tendente a la adquisición de bienes y servicios se canalizara mediante la fórmula contractual.
Se trata de una actividad en la que no se contempla la coacción o el ejercicio de imperium: las confiscaciones y las expropiaciones se sitúan desde luego en otra órbita y se sujetan a otro régimen. Los contratos en los que interviniera la Administración habrían de quedar sujetos así al régimen ordinario de la contratación, esto es, al derecho civil. Inicialmente, por tanto, los contratos de la Administración estaban sujetos a la legislación civil y, en caso de controversia, conocía de éstos también la jurisdicción ordinaria, la jurisdicción civil. No existía, pues, especificidad o singularidad alguna, ni material ni procesal, en los contratos de las administraciones.
6.1.2.Las modulaciones jurisprudenciales
Con el paso del tiempo se fueron observando algunas singularidades, no tanto del contrato sino de la actividad general de la Administración –así sus singularidades contables o presupuestarias– que complicaban en muchos casos el cabal conocimiento de estos contratos por parte de los jueces civiles. Por ello, por estar acostumbrados a la mecánica ordinaria de la actuación administrativa –en modo alguno por advertirse una singularidad dogmática en estos contratos– se encomendó ya en el último tercio del siglo XIX a la jurisdicción contenciosa el conocimiento de la contratación de las administraciones públicas cuando se suscitara alguna controversia.
Estos órganos judiciales especializados en la actuación de la Administración Pública fueron construyendo una doctrina, una jurisprudencia, sobre los contratos de la Administración en la que, poco a poco, fueron introduciendo modulaciones y singularidades en el esquema común de la contratación civil. Se trataba, en principio, de modulaciones de alcance limitado que no alteraban sustancialmente la figura común del contrato civil. Pero entrado ya el siglo XX se produjeron decisiones jurisprudenciales que optaron por modificar los principios estructurales, hasta entonces incuestionables, del contrato. Se planteó entonces con toda agudeza el debate sobre si, alterados de tal forma sus presupuestos, podían ser considerados en rigor auténticos contratos o si estábamos ante figuras jurídicas sustantivamente diferenciadas. Veamos cómo se suscitó ese debate a partir, como suele ocurrir, de la propia presión de las circunstancias.
6.1.3.Las modulaciones sustanciales
Unas circunstancias muy peculiares se dieron en Francia –cuya evolución en materia de contratación administrativa es muy similar a la española– durante la Primera Guerra Mundial. Los alemanes habían ocupado la zona norte, Alsacia y Lorena, en la que se localizaban las principales reservas carboníferas europeas. El precio del carbón se disparó y afectó muy directamente a muchas empresas que habían contratado con municipios franceses la prestación del servicio público de alumbrado. Si se mantenían las condiciones estipuladas en los respectivos contratos, estas empresas no podrían prestar ese servicio puesto que sus costes de explotación se disparaban. La Administración municipal podría ciertamente rescindir entonces esos contratos con aplicación del régimen previsto en el caso de incumplimiento de una de las partes. Pero a la Administración se le plantearía de inmediato entonces un grave problema: ¿quién prestaría a partir de entonces el servicio de alumbrado público que constituía una de sus responsabilidades? Ninguna empresa querría prestarlo en las condiciones de las anteriores; exigirían, con toda lógica, unos precios y tarifas muy altas para cubrirse frente a la desmesurada alza de los costes.
Se hizo muy clara entonces para el Consejo de Estado francés –ante el que se plantearon estas controversias– la peculiar motivación de la contratación administrativa frente a la contratación y, en general, el tráfico jurídico y económico del sector privado. La Administración no contrata con ánimo de obtener beneficios, menos con motivaciones especulativas, sino para conseguir la realización de obras y prestación de servicios públicos para las que la responsabiliza el ordenamiento jurídico, para cumplir en definitiva sus competencias. En este caso el objetivo de los municipios no era el de ahorrarse un dinero ante la incapacidad de las empresas para cumplir con las condiciones estipuladas en el contrato, sino asegurar la prestación del servicio de alumbrado público. A nada conduciría, desde esa realista perspectiva, la rescisión del contrato por incumplimiento en su rígida concepción civil como contrato a riesgo y ventura; el contrato, de acuerdo con la reglas civiles, podría, ciertamente, rescindirse, pero el municipio se quedaba sin servicio de alumbrado público.
Es entonces cuando el Consejo de Estado introdujo el principio del contratista colaborador y otros principios que acabaron por ofrecer una concepción característica del contrato administrativo. Lo importante de éste es la prestación del servicio público, o la construcción de la obra pública; si se producían alteraciones en los costes por razones ajenas al contratista, la Administración debería entonces apoyarle para que pudiera seguir prestando el servicio.
Frente a la rigidez con la que se concibe el contrato civil, con respetuosa observancia de lo pactado –y que cada parte asuma los costes de las incidencias ajenas y no previstas que pudieran producirse–, el contrato administrativo se concibe como un instrumento flexible: lo decisivo no es tanto la observancia rígida de los pactos como la satisfacción de los intereses públicos. Por ello, si los costes aumentan de manera imprevisible se deben establecer mecanismos compensatorios.
Lo importante es entonces el mantenimiento del equilibrio financiero: a costes más elevados –por causa ajena al contratista, es importante destacar esta condición– mayor ha de ser la compensación; a costes más bajos, menor habría de ser la retribución. El contrato administrativo tiene un componente de equilibrio que no se reconoce a los contratos privados. En estos últimos no existen valoraciones sobre una retribución justa o equilibrada: se retribuye lo pactado aunque no se corresponda con la realidad objetiva o con los costes reales. En los contratos administrativos la noción de equilibrio financiero ha de presidir todo su desarrollo: lo importante es la atención, objetiva y continuada, de los intereses generales a cuya satisfacción se endereza.

6.2.Las cláusulas exorbitantes y la naturaleza jurídica de los contratos administrativos

A partir de ese momento, que podemos situar al final de la Primera Guerra Mundial, los contratos administrativos fueron objeto de un régimen jurídico muy modificado con relación al régimen civil ordinario.
Por un lado, el contrato administrativo se flexibilizaba en la línea que hemos apuntado para hacer frente a las imprevisibles subidas de los costes; el contrato administrativo se desvinculaba así de la rigidez del contrato civil concebido como contrato a riesgo y ventura.
Pero, por otro lado, esa prevalente orientación del contrato administrativo a la satisfacción del interés público, por encima incluso de las determinaciones contractuales (es más, ese interés público no podría quedar apresado por las cláusulas del contrato), se utiliza como cobertura de importantes facultades de la Administración en la ejecución del contrato. Así, a la Administración se le acaba reconociendo la facultad de interpretar unilateralmente el contrato, e incluso la facultad de modificar unilateralmente su contenido.
A la institución contractual civil, fundada en la igualdad de las partes contratantes, le repugna que la interpretación del contrato quede al arbitrio de una de las partes. Es algo que el propio Código civil rechaza explícita y tajantemente. Si una de las partes ostentara la facultad de interpretarlo unilateralmente, se quebraría el elemental equilibrio y el contrato, como tal, dejaría en rigor de ser contrato.
Mayor desnaturalización del contrato se produciría aún, si cabe, en el caso de que una de las partes ostentara la facultad de modificar unilateralmente el objeto del contrato.
Ante la presencia de estas facultades exorbitantes –porque suponen una exorbitancia, un desmesurado exceso, respecto al esquema básico y común del contrato– se plantea inexcusablemente una cuestión central y decisiva sobre la naturaleza jurídica de estos contratos administrativos: ¿son realmente contratos? ¿O se trata de figuras jurídicas sustancialmente diferenciadas?
A esa cuestión se le han dado las respuestas habituales. Así, se han ofrecido las tres tesis. Una, que mantiene la inexistencia de la figura del contrato administrativo porque falta la elemental sustancia del contrato. Otros mantienen que el contrato administrativo es un contrato pero sustancialmente diferenciado del contrato civil. La tercera tesis mantiene que no existen diferencias sustanciales entre contratos administrativos y contratos civiles, ambos operan sobre la base del consentimiento de las partes y el contratista decide voluntariamente vincularse con la Administración y conoce de antemano el régimen al que estos contratos se sujetan.
Para percibir y valorar adecuadamente las peculiaridades del contrato administrativo, deben distinguirse dos planos o posiciones:
1) Una es la posición que siempre ocupa la Administración, investida de sus facultades para la tutela del interés público. Basta reparar en el privilegio de autotutela –presunción de legalidad y ejecución de oficio– de los actos administrativos.
2) Otro es el plano en el que se sitúa el contrato del que la Administración es parte. Se toma el esquema básico del contrato y sobre él se proyectan los privilegios ordinarios de la Administración. Así, una declaración formal de la Administración en ejercicio de sus competencias goza, en principio, de la presunción de validez para la salvaguarda de un interés público que podría verse relegado si tal declaración se cuestionase ante los tribunales y quedara en suspenso hasta que éstos decidiesen.
Si insertamos en la órbita contractual la declaración de la Administración provista de su presunción de validez, tendremos configurado y explicado el privilegio de interpretación unilateral de los contratos o el de la modificación unilateral.
En definitiva, las singularidades del contrato administrativo no tienen su origen en el propio contrato –que tiene vocación de genuino contrato por así decirlo– sino en la Administración, en las peculiaridades que acompañan a la actuación administrativa, en las facultades de que está investida para la tutela de los intereses públicos que se le encomiendan y que se manifiestan también en los contratos en los que participa.
Los privilegios de la Administración, las cláusulas exorbitantes en los contratos administrativos, lo son en el entorno propio de un Estado de derecho y, por tanto, tienen unos límites y, también, unos mecanismos resarcitorios:
1) De entrada debe destacarse que las declaraciones de la Administración en relación con un contrato, sobre todo durante su ejecución, deben ir precedidas de un procedimiento. Naturalmente no se trata de un procedimiento complejo y dilatado, pero sí de un trámite contradictorio en el que el contratista pueda alegar sus objeciones y alternativas a la propuesta de la Administración. La ausencia de este trámite sería un vicio de nulidad.
2) En segundo lugar, debe significarse que esas declaraciones administrativas –ya sea la interpretación o la modificación unilateral– no son en modo alguno definitivas. Son, por supuesto, recurribles –ante la propia Administración y ante las tribunales– como cualquier declaración de la Administración; lo que ocurre es que esa declaración de la Administración goza de la presunción de validez y puede ser ejecutiva, sin perjuicio de que el recurso se decida más tarde en el sentido de anular esa decisión con el correspondiente resarcimiento en su caso.
3) En tercer lugar –y éste es marco que parece más ostensible– existen unos límites materiales en el ejercicio de esas facultades exorbitantes por parte de la Administración. O, si se quiere, existen unos límites dentro de los que las modificaciones impuestas por la Administración resultan obligatorias para el contratista; más allá de esos límites, el contratista puede desvincularse del contrato o continuar con arreglo a las nuevas condiciones impuestas por la Administración.
Por lo demás, el contratista también dispone en la legislación administrativa de mecanismos y fórmulas que operan en su favor y no sólo como compensación a las facultades de la Administración. Entre esas fórmulas destaca la revisión de precios. Supone la actualización o modificación de los precios inicialmente fijados si por causas externas a su gestión se produce un incremento excesivo y desequilibrante de los costes. Esta revisión también está sujeta a límites y no puede desde luego solicitarse ante cualquier alteración de los costes.
De todo lo anterior se concluye también que el contrato administrativo es, por así decirlo, una figura viva, abierta a muchas incidencias que puedan presentarse en su ejecución, a diferencia de los contratos civiles en los que lo inicialmente pactado resulta absolutamente intangible. El contrato administrativo puede con toda normalidad recomponerse a lo largo de su ejecución. Debe atenderse aquí, por un lado, a la percepción y protección del interés público por parte de la Administración y, por otro, a las dificultades imprevisibles con las que puede encontrarse el contratista.

6.3.Contratos administrativos y contratos civiles de la Administración

Desde que, en la primera mitad del siglo XX, se configuró el régimen propio de los contratos administrativos en la línea que acaba de exponerse, existía la generalizada convicción de que no toda la actividad contractual de la Administración debería estar sujeta a ese régimen protector del interés público que se construye en torno a los contratos administrativos. Se reconoce y admite con toda normalidad que la Administración celebre contratos sujetos al derecho civil y cuyo conocimiento se encomienda, en caso de conflicto, a la jurisdicción civil.
Han existido y existen contratos civiles de la Administración, de la misma manera que la Administración actúa en unos casos con pleno sometimiento al derecho administrativo y en otros casos actúa sujeta al derecho privado. La gran cuestión que se ha venido planteando de manera reiterada es la del criterio de distinción entre contratos civiles y contratos administrativos. Es una cuestión, desde luego, con relevancia dogmática y legislativa, pero también con una indudable proyección práctica: a quien va a contratar con la Administración –y a la propia Administración, por supuesto– le interesa saber si sobre ese contrato dispondrá la Administración de una serie de facultades exorbitantes, aun cuando el contratista disponga también de mecanismos resarcitorios, o si el contrato estará sujeto sin excepciones al derecho privado.
6.3.1.Criterios de distinción
Como siempre en estos casos son varios los criterios que se han ofrecido para diferenciar los contratos administrativos y los contratos civiles de las administraciones públicas.
Un criterio ha sido el de la presencia o no de las cláusulas exorbitantes. Pero es evidente que ése no es propiamente un criterio, utilizable como tal a priori, sino una consecuencia de esa distinción: el contrato contiene cláusulas exorbitantes porque es administrativo y eso es, justamente, lo que queremos saber.
Otro criterio que se ha invocado es el del servicio público. Los contratos cuyo objeto sea el servicio público tendrían la condición de administrativos, los que no tuvieran tal objeto estarían sujetos al derecho privado. Es un criterio mejor orientado pero depende de un concepto muy impreciso como es el del servicio público.
Por eso el criterio más preciso y seguro es el de la competencia: aquellos contratos que versen sobre las competencias propias de una Administración Pública tendrán el carácter y el régimen propio de los contratos administrativos. Las competencias son, en definitiva, las esferas de actuación y responsabilidad en la tutela del interés general que la ley encomienda a las diferentes administraciones; por ello esas competencias han de estar particularmente protegidas y tuteladas por el derecho administrativo cuando constituyen el objeto de un contrato. Este criterio de la competencia es más seguro y preciso porque las competencias de cada administración han de estar necesariamente atribuidas y precisadas a través de una ley, como pueda ser por ejemplo para las administraciones locales la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local. Bastará entonces con comprobar si el objeto de un contrato versa sobre una materia competencia de la Administración Pública presente para atribuir a ese contrato la condición y el régimen propio de los contratos administrativos.
Ejemplo de criterio de competencia
Así, si la recogida de basuras es una competencia municipal, tendrá la condición de administrativo el contrato que encomienda a una empresa privada, a una concesionaria, la prestación de material de este servicio. La Administración ostentará facultades para la salvaguarda del interés público implicado en el servicio y el contratista dispondrá también de cobertura frente a imprevistos para asegurar no el beneficio del contratista, sino la continuidad y calidad en la prestación del servicio.
Por el contrario, un contrato, en virtud del cual el municipio encomendara a una empresa hotelera la transformación y gestión como hotel de un edificio que el municipio recibiera mediante donación, no sería un contrato administrativo: no se cuentan entre las competencias municipales las de prestación y explotación de servicios hoteleros; aunque nada impide que el municipio obtenga unos ingresos por la explotación de un edificio de su propiedad.
6.3.2.La teoría y el régimen de los actos separables en los contratos civiles de la Administración
Un caso interesante fue el que, a principios de los sesenta, suscitó el reconocimiento de la relevante y, desde entonces, arraigada teoría de los actos separables, asumida no sólo por la doctrina y jurisprudencia, sino también por la legislación.
Se trata del caso del Andalucía Palace, un hotel creado a partir de la remodelación de un palacete que el Ayuntamiento de Sevilla había recibido como donación de un personaje de la aristocracia. La explotación del hotel se encomendó contractualmente a una empresa, pero otra empresa del sector que también pretendía la gestión del hotel impugnó el contrato alegando que no se había abierto un procedimiento de licitación pública. El Ayuntamiento replicó que, al tratarse de un contrato civil, no debería someterse a licitación pública –un requisito que sólo sería exigible a los contratos administrativos– y la Administración, como cualquier particular, tenía absoluta libertad para contratar con quien quisiera. La sentencia dictada en primera instancia acogió las tesis del Ayuntamiento de Sevilla.
La sentencia fue objeto de una certera crítica por parte de la doctrina y el Tribunal Supremo la anuló en sus más relevantes determinaciones. Aunque efectivamente se trataba de un contrato privado, existían elementos que deberían quedar sujetos al derecho administrativo, sobre todo los trámites preparatorios y de formación de la voluntad de la Administración, y entre estos actos preparatorios figuran desde luego la selección del contratista. Así es como en los contratos civiles de la Administración, los actos de preparación y adjudicación se sujetan al derecho administrativo, mientras que los efectos y extinción están sujetos al derecho civil.
En caso de impugnación habrá que estar a la localización del vicio: si se localiza en los actos separables, los actos preparatorios sujetos al derecho administrativo, sería competente la jurisdicción administrativa, mientras que si el vicio se localiza en los efectos y ejecución del contrato, será competente la jurisdicción civil.

6.4.El marco normativo actual. El texto refundido de la la Ley de Contratos del Sector Público: antecedentes y justificación

La legislación de contratos de las administraciones públicas viene muy determinada, desde hace ya veinte años, por la normativa europea. Así lo reconoce expresamente la vigente legislación de contratación pública.
La finalidad perseguida por la normativa europea en materia de contratación es lograr la apertura de los mercados públicos de obras, suministros y servicios de los Estados miembros de la Unión Europea a la libre competencia, con el fin de lograr la efectividad de un auténtico mercado único de la contratación pública.
El interés del derecho comunitario por la contratación de los entes públicos se centra, pues, desde un principio, en una cuestión fundamental: el régimen de licitación y adjudicación de esos contratos, pues se trata de garantizar que las empresas radicadas en la Unión Europea puedan acceder, en condiciones de igualdad, a los contratos con entes públicos de cualquier Estado miembro. Se trata en definitiva de garantizar, también en el ámbito de la contratación pública, la unidad de mercado y la no discriminación de empresas por razón de su nacionalidad.
Actualmente, el marco jurídico europeo viene definido por la Directiva 2014/24/UE, sobre contratación pública. Entre otros aspectos, esta directiva prevé un conjunto de medidas para garantizar que las empresas radicadas en la UE puedan acceder en condiciones de igualdad a los contratos con entes públicos de cualquier Estado miembro.
Sin duda, el aspecto más destacado que ha experimentado la legislación española, por el impacto de las directivas comunitarias, es el relativo al ámbito subjetivo de aplicación de la legislación de contratación pública. No sólo las administraciones públicas tradicionales quedan sujetas a esta legislación –que deja de ser así sólo la ley de contratación de las administraciones– sino que su ámbito se extiende también a otros sujetos: entidades gestoras, sociedades mercantiles con capital público, universidades públicas o, consorcios.
Conviene, en cualquier caso, destacar que la vigente legislación sobre contratación pública, recogida en el Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el Texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, no trata luego de igual manera a todo los entes sujetos a su ámbito de aplicación. Para las que son propiamente administraciones públicas establece en ciertos momentos un régimen más riguroso, pero en sus aspectos más generales se trata ya de una ley que se extiende a lo que ella misma delimita como el sector público y los entes que de él dependen.
Finalmente, conviene destacar que en la TRLCSP conviven los principios tradicionales de la contratación administrativa (consecución del interés público y consecuente atribución de prerrogativas a la Administración) junto con los principios inspiradores del derecho europeo (libre concurrencia y no discriminación en los contratos de los “poderes adjudicadores (3) ” de los países miembro).

6.5.Ámbito subjetivo y objetivo en la contratación pública

Entramos en primer lugar a efectuar la delimitación de los diferentes sujetos a los que resulta de aplicación la LCSP, la cual lo será con diferente intensidad según nos encontremos ante contratos administrativos, contratos sujetos o no a regulación armonizada o contratos privados. La correcta aplicación de la ley exige tener claras sus variables subjetivas y objetivas.
6.5.1.Ámbito subjetivo
El TRLCSP establece una gradación sobre los diferentes entes que integran el sector público, de tal manera que su sujeción a las previsiones de la ley será más intensa en el caso de aquellos entes que en los términos de aquélla que tienen la consideración de administraciones públicas (y también de poderes adjudicadores): Administración General del Estado, de las comunidades autónomas, entidades locales, universidades públicas, entre otras. Una "intensidad media" de aplicación la encontraríamos en el caso de aquellos entes que no siendo administraciones públicas sí tienen, en cambio, la consideración de poderes adjudicadores y, finalmente, al resto de entes integrantes del sector público también la ley les resultaría de aplicación con una "intensidad mínima". Por todo ellos puede afirmarse que el TRLCSP contiene hasta tres regulaciones diferentes en materia de contratación según la categoría jurídica de los sujetos destinatarios. Sin embargo, sería equivocado pensar que el ámbito objetivo de contratación de las administraciones públicas van a ser los contratos administrativos (art. 19) y que, para el resto de entes del sector público, van a regir los contratos privados (art. 20). Esto, efectivamente, no es así. Y no lo es no sólo, por ejemplo, por las propias salvedades que la propia ley permite para que una Administración Pública celebre contratos privados, sino porque el nuevo texto introduce una nueva modalidad de contratos: los contratos sujetos a regulación armonizada.
Debe destacarse que el concepto europeo de poder adjudicador resulta ser más amplio que el concepto de Administración Pública, ya que incluye no solo a las administraciones territoriales, sino también a aquellas entidades que, según la legislación europea, pueden considerarse como organismos de derecho público. Para identificar qué entidades tienen esta consideración, se utiliza un doble criterio: 1. La legislación europea establece los rasgos característicos que deben reunir estas actividades. 2. Se incluye en la directiva una lista muy extensa que identifica para cada Estado aquellos que tienen la consideración de organismo público.
Según el TRLCSP (art. 13) son contratos sujetos a una regulación armonizada los diferentes tipos contractuales (obras, suministro, etc.) siempre que su valor estimado sea igual o superior a las cuantías que se indican en la ley. Esa regulación armonizada no es otra que la normativa europea sobre contratación, y su finalidad es permitir, en determinados contratos y a partir de ciertas cuantías, la existencia de un espacio europeo de contratación pública.
Cuando nos encontramos ante un contrato sujeto a regulación armonizada estamos, en el caso de poderes adjudicadores que no son Administración pública, ante una intensidad media de aplicación del TRLCSP.
Cuando nos encontramos ante contratos no sujetos a regulación armonizada, descendemos un peldaño en lo que se refiere a la intensidad de aplicación del TRLCSP. En este caso la adjudicación del contrato por parte del poder adjudicador que no es la Administración Pública en sentido estricto debe seguir los principios de publicidad, concurrencia, transparencia, confidencialidad, igualdad y no discriminación (art. 191 TRLCSP), tal como se contempla entre los objetivos de la ley (art. 1).
Tipificación del sector público
Tipificación del sector público
6.5.2.Ámbito objetivo
Tal como hemos referido en el apartado anterior, la LCSP no limita su ámbito de aplicación a los contratos administrativos (art. 19 (4) ), sino que de manera parcial se aplica también a los contratos privados (art. 20 (5) ). Además, al margen de estos dos negocios jurídicos, hay que tomar en cuenta una tercera categoría, la de los contratos sujetos a regulación armonizada (art. 13 (6) ), aquellos previstos como "contratos públicos" en la Directiva 2004/18/CE. Pese a su denominación, estos contratos se rigen por el derecho administrativo respecto a la selección y adjudicación, mientras que en lo que se refiere a su cumplimiento y extinción pueden estar sujetos, según las circunstancias, tanto al derecho privado como al derecho administrativo.
Ámbito objetivo LCSP:
  • Contratos administrativos.

  • Contratos sujetos a regulación armonizada.

  • Contratos privados.

Ámbito objetivo del TRLCSP
Ámbito objetivo del TRLCSP
En función de la tipología de los contratos por razón de su objeto y del precio del contrato, la LCSP se aplica con diferente intensidad. De este modo puede distinguirse hasta cuatro niveles o grados de aplicación de la ley:
Grado de intensidad en la aplicación de la LCSP
Tipo de contrato

Máximo

Contrato administrativo.

Medio

Contrato sujeto a regulación armonizada adjudicado por un poder adjudicador que no es Administración Pública.

Bajo

Contrato sujeto a regulación armonizada, pero que no alcanza el umbral comunitario.

Mínimo

Contratos privados.

Asimismo, según el tipo de contrato su regulación por la LCSP va a ser diferente. De este modo, en el caso de los contratos administrativos, todo el ciclo contractual se va a ver regulado por la LCSP (preparación del contrato, selección del adjudicatario, cumplimiento, interpretación, modificación, extinción o anulación del contrato). Mientras que respecto a los contratos sujetos a regulación armonizada y los contratos privados, la LCSP regulará: a) la preparación del contrato; b) la selección del contratista; c) los criterios de adjudicación.
Tipo de contrato
Materias reguladas en la LCSP

Contratos administrativos

Preparación, selección y adjudicación.

Cumplimiento, interpretación, modificación, extinción, resolución o anulación del contrato.

Contratos sujetos a regulación armonizada adjudicados por poderes adjudicadores que no son Administración Pública

Preparación, selección y adjudicación.

Contratos privados

Preparación, selección y adjudicación.

6.6.Jurisdicción competente

Una de las características de la contratación pública española es la existencia de los contratos administrativos (caracterizados por la atribución a la Administración de un conjunto de prerrogativas exorbitantes cuyo ejercicio se rige por el derecho administrativo). Efectivamente, la distinción entre contratos sometidos al derecho administrativo y contratos regidos por el derecho privado no es común en todos los estados europeos. Francia o Bélgica comparten esa distinción pero otros, como Alemania, la desconocen, de tal modo que en este último país todos los contratos celebrados por la Administración están regulados por normas de derecho privado y, en consecuencia, sometidos a los tribunales ordinarios. Esto, desde luego, no es así en España, donde como ya sabemos la Administración puede ser parte no sólo de contratos privados sujetos a la jurisdicción civil, sino que también puede ser parte de contratos administrativos sometidos entonces a la jurisdicción contencioso-administrativa. Esa sumisión al orden contencioso resulta lógica si atendemos a que los contratos administrativos permiten a la Administración el recurso a un conjunto de prerrogativas contractuales amparadas por el derecho administrativo que deben ser controladas por los órganos de esa jurisdicción especializada. Esas prerrogativas, en cambio, desaparecen cuando la Administración contrata bajo el régimen de derecho privado.
El artículo 40 TRLCSP prevé un recurso especial en materia de contratación de carácter potestativo. El órgano competente, de carácter administrativo, tiene un carácter especializado y corresponde a cada Administración decidir su creación y composición (art. 41). En el caso de la Administración General del Estado, se establece la creación del Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales. Se trata, pues, de un órgano colegiado. Para el caso de las CC. AA., el TRLCSP dispone que corresponde a estas, en su caso, la creación de ese órgano independiente que puede ser o no colegiado. Así, por ejemplo, en el caso de Cataluña, existe el Órgano Administrativo de Recursos Contractuales, de carácter unipersonal en su momento (hoy ya colegiado), y que, por cierto, adquirió cierta notoriedad a raíz de la estimación de un recurso interpuesto contra una importante adjudicación sobre concesión de servicio de aguas realizada en su día por la Generalitat de Cataluña.
El orden jurisdiccional contencioso-administrativo es, pues, el competente para resolver las cuestiones litigiosas relativas a la preparación, adjudicación, efectos, cumplimiento y extinción de los contratos administrativos. Igualmente, corresponde a los órganos de esa jurisdicción el conocimiento de las cuestiones que se susciten en relación con la preparación y adjudicación de los contratos privados de las administraciones públicas (por tanto, se excluyen los contratos privados de los entes del sector público que no sean Administración Pública) y de los contratos sujetos a regulación armonizada (incluidos los contratos subvencionados previstos en el artículo 17 TRLCSP). Ello significa que, con independencia de la forma de personificación, pública o privada, la jurisdicción contenciosa puede conocer, por ejemplo, la preparación y adjudicación de los contratos de sociedades mercantiles o asociaciones, es decir, entes, organismos o entidades con personalidad jurídica propia, que hayan sido creados específicamente para satisfacer necesidades de interés general que no tengan carácter industrial o mercantil, siempre que un sujeto perteneciente al sector público financie mayoritariamente su actividad, controle su gestión, o nombre a más de la mitad de los miembros de su órgano de administración, dirección o vigilancia.
Por su parte, la jurisdicción civil será la competente para resolver las controversias que surjan entre las partes en relación con los efectos, cumplimientos y extinción de los contratos privados. Además, será igualmente competente para conocer cuantas cuestiones litigiosas afecten a la preparación y adjudicación de los contratos privados que se celebren por los entes y entidades sometidos a la ley que no tengan el carácter de Administración Pública, siempre que estos contratos no estén sujetos a regulación armonizada.
Por tanto, en definitiva, con la TRLCSP los elementos relevantes para determinar qué jurisdicción será la competente son:
a) la naturaleza del contrato (administrativa, privada o sujeta a regulación armonizada);
b) la naturaleza del sujeto del sector público (Administración Pública en sentido estricto, poder adjudicador y otros sujetos distintos del sector público –es decir, sector público en sentido estricto–).
El TRLCSP viene, pues, a matizar la tradicional teoría de los actos separables, véase el subapartado 4.3.2. (aquellos cuyo conocimiento corresponde a la jurisdicción contencioso-administrativa). Ahora esa teoría sólo se aplicaría a:
a) los contratos sujetos a regulación armonizada, y
b) los contratos privados celebrados por las administraciones públicas. Por tanto, no se aplicaría la teoría de los actos separables a los demás sujetos del sector público que no tengan la consideración de poder adjudicador.
Jurisdicción contencioso-administrativa
Jurisdicción civil

Contratos administrativos (preparación, adjudicación, efectos, cumplimiento y extinción)

 

Contratos sujetos a regulación armonizada (preparación y adjudicación)

Contratos sujetos a regulación armonizada no adjudicados por administraciones públicas (efectos, cumplimiento y extinción).

Contratos privados de las administraciones públicas (preparación y adjudicación)

Contratos privados de las administraciones públicas (efectos, cumplimiento y extinción).

 

Contratos privados que no estén sujetos a regulación armonizada y se celebren por sujetos del sector público que no tengan la consideración de Administración Pública (preparación, adjudicación, efectos, cumplimiento y extinción).

6.7.Los contratos del sector público

Pasamos a considerar brevemente los diferentes tipos de contratos que se contienen en la LCSP.
6.7.1.El contrato de obra
Tal como la define el artículo 6.2 LCSP, por obra hay que entender "el resultado de un conjunto de trabajos de construcción o de ingeniería civil, destinado a cumplir por sí mismo una función económica o técnica, que tenga por objeto un bien inmueble" (por ejemplo, la construcción de un puente).
6.7.2.El contrato de concesión de obra pública
El artículo 7 LCSP establece que la concesión de obra pública es un contrato que tiene por objeto la realización, por el concesionario, de algunas de las prestaciones del contrato de obra, incluidas las de restauración y reparación de construcciones existentes, así como la conservación y mantenimiento de los elementos construidos, y en el que la contraprestación a favor de aquél consiste, o bien únicamente en el derecho a explotar la obra, o bien en dicho derecho acompañado de percibir un precio (por ejemplo, la construcción y posterior explotación de una autopista).
Entre las principales circunstancias que merecen destacarse de este contrato estarían:
1) Sobre el objeto del contrato, debe subrayarse el hecho de que la TRLCSP excluye la posibilidad de la mera explotación de obras o infraestructuras ya existentes (lo que sí permitía la anterior legislación de contratos).
2) La duración máxima del contrato de concesión de obra pública no puede exceder los 40 años. La posibilidad de prórroga sólo se admite para aquellos casos en los que concurran las circunstancias previstas en el artículo 241: a) que deba restablecerse el equilibrio económico del contrato para causas de fuerza mayor, o cuando la Administración determine de forma directa la ruptura sustancial de la economía de la concesión; b) que la retribución del concesionario provenga en más de un 50% de las tarifas abonadas por los usuarios. En tales circunstancias se admite la prórroga de la concesión por un periodo que no exceda de un 15% de la duración inicial.
6.7.3.El contrato de gestión de servicios públicos
El contrato de gestión de servicios públicos es aquel en virtud del cual una Administración Pública encomienda a una persona, natural o jurídica, la gestión de un servicio cuya prestación ha sido asumida como propia de su competencia por la Administración encomendante (art. 8 TRLCSP).
Aspecto importante de este tipo de contrato es el de su régimen financiero y, especialmente, de qué modo debe la Administración compensar al contratista para mantener el equilibrio económico del contrato adjudicado. El artículo 282.4 TRLCSP establece los supuestos en los que la Administración debe restablecer ese equilibrio económico del contrato, en beneficio de la parte que corresponda. Las circunstancias que permiten el restablecimiento del equilibrio del contrato son:
  • cuando la Administración modifique, por razones de interés público, las características del servicio contratado (por ejemplo, la obligación de alumbrar un tramo de autopista),

  • cuando actuaciones de la Administración determinen de forma directa la ruptura sustancial de la economía del contrato (por ejemplo, la imposición de un impuesto especial sobre las concesiones), y

  • cuando causas de fuerza mayor determinen de forma directa la ruptura sustancial de la economía del contrato (por ejemplo, un alud que inutilice durante un largo periodo de tiempo un tramo de autopista supondría una reducción de ingresos por el menor número de usuarios).

Los medios que la LCSP prevé para lograr el reequilibrio económico son los siguientes:
  • modificación de las tarifas que deben abonar los usuarios,

  • reducción del plazo de duración del contrato,

  • la prórroga del contrato por un periodo que no exceda el 10% de la duración inicial, respetando los límites máximos de duración del contrato establecidos en la ley, y

  • en general, cualquier modificación de las cláusulas de contenido económico incluidas en el contrato.

La prórroga sólo será admisible cuando la obligación de restablecer el equilibrio venga determinada por causas de fuerza mayor, o por actuaciones de la Administración que determinen de forma directa la ruptura sustancial de la economía del contrato.
6.7.4.El contrato de suministro
Son contratos de suministro los que tienen por objeto la adquisición, el arrendamiento financiero, o el arrendamiento, con o sin opción de compra, de productos o bienes muebles.
6.7.5.El contrato de servicios
La ley define los contratos de servicios como aquellos cuyo objeto son prestaciones consistentes en el desarrollo de una actividad o dirigidas a la obtención de un resultado distinto de una obra o un suministro.
Con este tipo de contrato, el TRLCSP elimina la distinción establecida en la ley anterior entre contratos de servicios y de consultoría. Con la expresión servicios la ley designa tanto las prestaciones cualificadas o intelectuales como las de otra índole, unificando en una sola categoría las dos anteriores.
El contrato de servicios tiene como destinataria y beneficiaria a la propia Administración, la cual, por los motivos que sea, no puede atender con sus propios recursos humanos la realización de determinados servicios (por ejemplo, la seguridad o vigilancia de las dependencias administrativas). Esto permite diferenciar claramente este tipo de contratos de los de gestión de servicios públicos (por ejemplo, recogida de residuos urbanos, servicio de transporte urbano en autobús) que tiene como destinatarios y beneficiarios a los ciudadanos o usuarios.
Es importante destacar que en ningún caso podrán ser objeto de este contrato aquellos servicios que impliquen ejercicio de la autoridad inherente a los poderes públicos.
La duración máxima del contrato de servicios se establece por un máximo de cuatro años. Sin embargo, es posible pactar de mutuo acuerdo una prórroga antes de la finalización del contrato, en cuyo caso la duración máxima del contrato es de seis años. En cualquier caso, las prórrogas no pueden superar, aislada o conjuntamente, el plazo fijado originariamente. De tal modo que, por ejemplo, un contrato inicialmente celebrado por dos años sólo podría prorrogarse por otros dos años más.
Los servicios objeto de contrato son ocasionales o de duración temporal limitada, ya que en caso de tratarse de necesidades continuadas o permanentes lo que procedería sería la ampliación de la relación de puestos de trabajo y, en consecuencia, incorporar a la plantilla de la Administración nuevos funcionarios o contratados laborales.
6.7.6.El contrato de colaboración entre el sector público y el sector privado
Se trata de una nueva modalidad contractual introducida por la TRLCSP. Es un contrato administrativo típico sujeto, con independencia de su cuantía, a regulación armonizada. Procede cuando la Administración conoce los fines de interés público que se van a satisfacer (por tanto, no tiene por objeto la prestación de un servicio público) pero, en cambio, desconoce aún con seguridad los medios técnicos que resultan más idóneos para lograr ese objetivo, así como la mejor fórmula para su financiación. Ello explica que uno de los elementos clave de este contrato sea el de la participación financiera del sector privado, asumiendo, además, una parte del riesgo.
El contrato de colaboración tiene una duración que, por lo general, no debe exceder los 20 años. Sin embargo, puede extenderse hasta los 40 años en aquellos casos en los que el objeto del contrato sea la concesión de una obra pública y así lo prevea el pliego de cláusulas.
En definitiva, se trata de una modalidad de contrato que tiene carácter subsidiario, ya que sólo procede en aquellos casos en los que no sea posible, por el objeto del contrato, recurrir a las fórmulas ordinarias de contratación previstas en la TRLCSP.

6.8.El ciclo contractual

La contratación pública consta de un conjunto de fases que en términos generales seguiría el siguiente esquema:
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6.8.1.La preparación del contrato
Tal como establece el TRLCSP, la celebración de contratos por las administraciones públicas requerirá la previa tramitación del correspondiente expediente, que será iniciado por el órgano de contratación motivando la necesidad del contrato (art. 109). De hecho, nos encontramos aquí en una fase estrictamente interna de la Administración.
6.8.2.La selección y adjudicación del contrato. El régimen de publicidad
1) La publicidad del contrato
La selección de contratistas exige con carácter previo la obligación de publicitar en el correspondiente diario oficial la convocatoria del proceso de selección (salvo en el caso del procedimiento negociado). La TRLCSP incluye en este tema una destacada novedad que consiste en el mecanismo del "perfil del contratante" (establecimiento de una web institucional –art. 53 TRLCSP–) mediante el que se implementan los anuncios de licitación.
El "perfil del contratante" consiste en la difusión, mediante Internet, de la actividad de un órgano de contratación. No hay obligación legal de hacer uso de ese medio de difusión ya que su adopción constituye una decisión voluntaria. El artículo 334 TRLCSP prevé la creación de una "Plataforma de Contratación del Estado que se pondrá a disposición de todos los órganos de contratación del sector público con la finalidad de dar publicidad mediante Internet de las convocatorias de licitaciones y sus resultados".
2) Procedimientos de selección
La selección del contratista (arts. 138 y sig. TRLCSP) y la adjudicación del contrato constituyen otros de los elementos destacados de la TRLCSP. Por selección hay que entender aquellos procedimientos que van a permitir encontrar a aquellos empresarios que van a poder presentar ofertas. Los procedimientos de selección son: procedimiento abierto, restringido, negociado, diálogo competitivo, acuerdo marco, sistema dinámico, modalidad centralizada (central de compras). El negociado constituye un procedimiento híbrido, pues sirve para la selección como también para la adjudicación. Por regla, los procedimientos ordinarios de selección serán el abierto y restringido. El resto de procedimientos sólo pueden ser utilizados en los supuestos específicamente tipificados en la TRLCSP.
Es importante destacar que para poder ser seleccionado el contratista deberá acreditar ante el órgano de contratación unas condiciones de solvencia económico-financiera y técnico-profesional destinadas a garantizar la capacidad para llevar a cabo el contrato. Este requisito puede, sin embargo, ser sustituido por la llamada clasificación del contratista, aunque para determinados contratos resulta ya obligatoria (art. 65 TRLCSP). La clasificación del contratista consiste en una técnica administrativa que permite, a modo de "certificación", acreditar en cualquier momento la solvencia de un contratista ante la licitación de un determinado tipo de contrato. La clasificación dada se inscribe en un registro administrativo (el Registro Oficial de Licitadores y Empresas Clasificadas) que permite a los licitadores del sector público conocer quiénes tienen ya reconocida su solvencia para la correcta ejecución de los contratos que se vayan a licitar. De algún modo, la clasificación desempeña la función que en el ámbito privado tienen las llamadas certificaciones de calidad.
La clasificación no se exige para todos los tipos de contratos. Sólo se exige para los contratos de obras y servicios, y únicamente cuando el precio del contrato sea superior a las cantidades previstas en el art. 65 TRLCSP (350 mil euros y 120 mil euros, respectivamente).
Tipos de sistemas

Sistemas normales

Abierto.

Restringido.

Sistemas especiales

Negociado.

Diálogo competitivo.

Concurso de proyectos con jurado.

Sistemas para contratos masivos

Acuerdo marco.

Sistema dinámico.

Sistema centralizado.

3) Adjudicación: formas y criterios
La adjudicación sirve para valorar las ofertas que son presentadas por los licitadores. El TRLCSP establece una doble modalidad de criterios. Por un lado, el criterio cuantitativo único (el precio); por otro, una combinación de criterios cuantitativos y cualitativos que se resume en una expresión de nuevo cuño que recoge la TRLCSP: "la oferta económicamente más ventajosa" (art. 150 TRLCSP). Se trata de una expresión que ciertamente resulta un tanto indeterminada y que permite al órgano de contratación tomar en cuenta otros elementos más allá del mero precio ofertado (por ejemplo, asistencia técnica, aspectos medioambientales, etc.).
La adjudicación de un contrato por consideraciones de carácter ambiental ha sido reconocida por el propio Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas al considerar, por ejemplo, que en la adjudicación de un contrato de gestión del servicio de transporte urbano de viajeros se puede tomar en cuenta las emisiones contaminantes de los autobuses. De igual modo, en la adjudicación de un contrato de suministro de electricidad puede valorarse que su generación derive de fuentes de energía renovables.
Es importante destacar que siendo el de la "oferta económicamente más ventajosa" el criterio decisivo para la adjudicación del contrato, el TRLCSP permite que los órganos de contratación puedan señalar en los pliegos de cláusulas administrativas particulares la preferencia en la adjudicación de los contratos, en igualdad de condiciones con las que sean económicamente más ventajosas, para las proposiciones presentadas por empresas que se dediquen específicamente a la promoción e inserción laboral de personas en situación de exclusión social.
6.8.3.Formalización y ejecución: las garantías contractuales
El TRLCSP articula un sistema de garantías (provisionales y definitivas) que han de prestar licitadores y adjudicatarios para afianzar sus compromisos o responsabilidades contractuales ante la Administración Pública. De hecho, la ley sólo regula con detalle esas garantías cuando los contratos se celebren con una Administración Pública.
6.8.4.Modificación, prórroga y extinción de los contratos
Según la modalidad de contrato, el TRLCSP permite su modificación, que debe justificarse por "causas imprevistas". Ahora bien, la modificación no puede afectar a las condiciones esenciales del contrato. Asimismo, entre esas modificaciones se encuentra la prórroga, cuya posibilidad exige que se contenga expresamente en los pliegos de condiciones.
Se trata, en definitiva, de excepcionalidades que rompen con la regla general de que los contratos deben cumplirse en sus estrictos términos y dentro del plazo fijado.
Sobre la extinción del contrato, la forma normal deberá ser el cumplimiento de las obligaciones de las respectivas partes. Sin embargo, pueden existir circunstancias que, según lo previsto en la ley, obligan a una extinción anticipada del contrato (art. 223 TRLCSP). Además, procede también la resolución del contrato en caso de incumplimiento por el adjudicatario de aquellas obligaciones que en el propio contrato tengan la consideración de obligaciones esenciales.

7.Técnicas de intervención administrativa

Finalizamos este módulo con una referencia a aquellas formas de actividad administrativa que inciden en la esfera jurídica de los particulares. Al respecto pueden establecerse diferentes clasificaciones, si bien nosotros vamos a tomar la clásica que en su día elaboró el jurista español Jordana de Pozas. Ésta distingue entre policía, servicio público y fomento. A esta tríada podemos añadir una cuarta actividad que en los últimos años ha ido adquiriendo cada vez más relevancia. Se trata de la llamada actividad de regulación, una actividad de marcado carácter económico que tiene su origen en el derecho anglosajón, de donde ha sido tomada por el derecho europeo. Como veremos, la actividad de regulación no se limita a la mera reglamentación jurídica, sino que toma en consideración elementos de otros tipos de actividad, aunque el objetivo final es el de asegurar el correcto funcionamiento del libre mercado atendiendo principalmente a la libre competencia. Pero como veremos, esa finalidad admite matices, especialmente a la vista de los acontecimientos vividos a partir de la crisis financiera del segundo lustro del siglo XXI.

7.1.Actividad de policía

Se trata de una forma de intervención administrativa que goza de gran tradición histórica. Así, con el absolutismo ésta no persigue únicamente la seguridad, sino el bien común. La importancia de esta forma de actividad se refleja en la expresión "ciencia de policía" que se acuña en el siglo XVIII y que será el antecedente inmediato de lo que posteriormente se conocerá como "ciencia de la Administración". Actualmente la actividad de policía persigue garantizar las condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan desarrollar libremente su actividad en un marco de economía de mercado y respeto a la libre competencia. En definitiva, la actividad de policía constituye una forma de intervención que si bien no pretende orientar o incentivar la actividad propia de los particulares, sí asume una función de supervisión o control, interviniendo de manera previa a la actividad (caso de las autorizaciones) o posterior (sanciones).
La autorización administrativa (conocida también como permiso, aprobación, licencia, etc.) constituye una de las técnicas de policía de mayor uso. De una manera sencilla puede decirse que la autorización de policía no supone el otorgamiento por parte de la Administración de ningún derecho, sino el reconocimiento de que el particular, cumpliendo determinadas condiciones perfectamente objetivables, tiene derecho a ejercer una determinada actividad. Por tanto, la autorización de policía tiene carácter reglado, de tal manera que su denegación obliga a que la Administración motive las causas de aquélla.
Especial mención merece el sistema novedoso de comunicación previa y declaración de responsable. El mismo por su alcance en la actividad económica merece un tratamiento singular.
La comunicación previa es una fórmula que extendida ahora a un gran abanico de actividades de servicios, cuenta con unos antecedentes relativamente recientes en ámbitos como el urbanismo y, singularmente, el medio ambiente. La comunicación se ofrece como alternativa a la autorización en actividades que se consideran de baja intensidad e impacto medioambiental. Así, por ejemplo, la legislación urbanística de algunas comunidades autónomas prevé que para la realización de ciertas obras menores no es necesaria la licencia de obras, puesto que la comunicación a la Administración es requisito suficiente para realizarlas. Idéntica situación encontramos con aquellas actividades e instalaciones que se consideran de escaso impacto ambiental. Por su parte, la declaración responsable aparecía ya recogida en la legislación de industria, donde se preveía que el titular de una instalación o fabricante de un producto podía acreditar el cumplimiento de la normativa aplicable mediante una declaración responsable. También la legislación en materia de subvenciones y la de contratos del sector público contemplan la declaración de responsable como fórmula para acreditar el cumplimiento de ciertos requisitos o la ausencia de incompatibilidades.
El impulso de estas figuras opera con la conocida Directiva de Servicios que las ha generalizado en las actividades económicas y de servicios que realizan los particulares, de tal modo que la comunicación se convierte en la regla general y no en la excepción. Ello ha comportado que la Ley 30/1992 (LRJPAC) haya sido objeto de una modificación puntual, con la introducción del artículo 71 bis, para acoger estas dos figuras y ofrecer una caracterización general, básica para todas las AA. PP y para los particulares que haciendo uso de aquellas se relacionan con estas últimas. Las definiciones de ambas figuras aparecen contenidas en el indicado precepto.
Del parco régimen jurídico de la comunicación se desprenden tres notas características que resultan extensibles a la declaración de responsable:
1) El protagonismo recae exclusivamente sobre el particular comunicante o declarante. Por parte de la Administración no hay, ni ha de esperarse, intervención alguna. Así, debe destacarse que bajo esta modalidad de inicio de las actividades, no solo se suprimen barreras administrativas a la actividad económica, sino también se libera a la Administración de la gravosa carga y responsabilidad que para ella ha venido suponiendo la tradicional tramitación y resolución de las autorizaciones a las que estaban sujetas la mayor parte de las actividades de los particulares por insignificantes que pudieran resultar.
2) La Administración se limita a una posición receptora de la comunicación, sin que se le exija ningún trámite especial de ordenación interna o archivo de esa comunicación, salvo su registro en los términos que establece la legislación de procedimiento administrativo. Por tanto, lo relevante es que el comunicante o declarante pueda acreditar la recepción de la comunicación y declaración por parte de la Administración.
3) El comunicante o declarante, ante la carencia de un pronunciamiento de la Administración, deberá procurarse por sí mismo la adecuación de la actividad que inicial al marco legal exigible y, por tanto, será del todo responsable de su actividad y, en consecuencia, habrá de buscarse su propia cobertura ante posibles responsabilidades. Esto último es una nota esencial que distingue el régimen de comunicación del de actividad sometida a título administrativo habilitante (autorización o licencia) en donde resultaría posible desviar esas responsabilidades hacia la Administración concedente.
En cuanto al papel supervisor de la Administración, cabe advertir que el trámite de comunicación se cierra con su recepción por la Administración. A partir de ese momento las actuaciones que realice la Administración se reconducen al ejercicio de su potestad de supervisión e inspección, no a una inexistente facultad de intervención preventiva vinculada a la comunicación. Esa actividad inspectora constituye una opción discrecional de la propia Administración y no una actividad reglada como era el caso, por ejemplo, de la inspección previa al otorgamiento de una licencia. Sin embargo, ese carácter discrecional no excluye el hecho de que haya casos en los que la actividad inspectora resulte exigible. Concretamente, en dos casos:
1) De oficio. Cuando a resultas de la información recibida mediante la propia comunicación se desprenda manifiestamente que la actividad anunciada incumple las condiciones previstas en la normativa. En ese caso la Administración actuaría de oficio ante infracciones ostensibles y graves. De este modo, si de la información suministrada en la comunicación se desprende que la actividad comunicada incumple de manera manifiesta las condiciones establecidas por la normativa aplicable, procede entonces el ejercicio de la actividad inspectora. Ello significa que la comunicación estará sometida a una verificación de adecuación de la actividad a las condiciones comunicadas.
2) A instancia de parte. Cuando la Administración tenga conocimiento por información facilitada por terceros, por ejemplo mediante denuncia, de que la actividad no se ajusta a la legalidad o causa molestias.
Finalmente, entre otras consideraciones que podrían hacerse sobre el régimen de comunicación, debe hacerse referencia expresa a las excepciones al régimen de comunicación. En este sentido, la propia Directiva de Servicios mantiene el régimen de autorización, de intervención preventiva, en algunos supuestos. Así, si bien el régimen ordinario previsto en la Directiva es el de comunicación, el de excepción lo constituye el de autorización, puesto que para que se pueda establecer un régimen de autorización es necesario que esté justificado “por razones imperiosas de interés general”. Las mismas son concebidas de un modo amplio en la propia Directiva y van referidas a, entre otros, aspectos ligados a la seguridad pública, la salud, el orden público, la protección del medio ambiente.

7.2.Actividad de servicio público

Tal como decíamos al inicio de este módulo, el paso hacia el Estado social ha comportado la asunción por la Administración de un conjunto de actividades que son prestadas a los ciudadanos bajo la caracterización genérica de servicios públicos (educación, transporte, sanidad, etc.). En unos casos esos servicios son prestados en régimen de monopolio por la Administración (por ejemplo, transporte urbano colectivo de viajeros); en otros, en libre concurrencia (por ejemplo, servicios funerarios). Sin embargo, no es menos cierto que aun en los casos de monopolio esos servicios no deben ser necesariamente prestados directamente por la Administración, pueden ser prestados de manera indirecta mediante el recurso a los particulares por medio de técnicas tales como la concesión administrativa (por ejemplo, la concesión de transporte de autobús urbano).
La actividad de servicio público sigue manteniendo hoy día un papel legitimador del poder público ante sus ciudadanos. De hecho, el origen de la fuerza del concepto de servicio público se encuentra en la doctrina elaborada por un prestigioso jurista francés, Leon Duguit, para quien servicio público es “toda actividad cuyo cumplimiento debe ser regulado, asegurado y fiscalizado por los gobernantes, porque el cumplimiento de esa actividad es indispensable para la realización y el desenvolvimiento de la interdependencia social y de tal naturaleza que no puede ser asegurada completamente más que por la intervención de la fuerza gobernante”. Con esta noción, Duguit no hace más que legitimar al propio Estado, un Estado que ya no podía sustentarse en el concepto abstracto de la soberanía, sino en la prestación material de aquellos servicios necesarios para garantizar la vida colectiva, sobre todo en las ciudades.

7.3.Actividad de fomento

Tiene como finalidad incentivar la actividad privada o canalizarla hacia determinados objetivos que son considerados de interés general por parte de la Administración. Sin embargo, se considera que la satisfacción de ese interés no corresponde ser realizado directamente por la Administración a modo de operador económico. Por tanto, con la actividad de fomento se persigue influir en el ámbito social (empresas, asociaciones, ciudadanos, etc.) para la consecución de un determinado fin (por ejemplo, la rehabilitación de una zona urbana, el impulso del uso de tecnologías limpias, etc.).
La actividad de fomento se ofrece de diferentes maneras, de tal modo que puede hablarse de unas técnicas de fomento entre las que sucintamente pueden referirse las siguientes:
a) actividad premial (por ejemplo, concesión de condecoraciones),
b) la concesión de privilegios jurídicos (por ejemplo, la condición de beneficiario de la expropiación forzosa),
c) la concesión de ayudas fiscales, tales como exenciones o desgravaciones con el fin de orientar inversiones hacia determinados sectores o acontecimientos (por ejemplo, unos juegos olímpicos),
d) ayudas in natura (por ejemplo, distribución a los agricultores de semillas, o sementales de una determinada raza, etc.),
e) ayudas económicas directas como una subvención, y
f) ayudas económicas indirectas como, por ejemplo, la promoción de un sector o tipo de producto mediante campañas publicitarias (por ejemplo, pasarelas de moda, productos agrícolas, etc.).

7.4.Actividad de regulación económica

Entender este tipo de actividad exige diferenciarla de la actividad de reglamentación o intervencionismo económico que hace décadas realizaban los Estados sobre la economía, un momento histórico que fundamentalmente se circunscribe desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de los setenta. En ese periodo de tiempo, el papel de la Administración en el desarrollo económico fue crucial en tanto que ella era la propietaria de las principales empresas industriales y de servicios. Esa circunstancia se vería alterada, por motivos que resultaría ahora prolijo comentar, a partir de inicios de la década de los ochenta, momento en el que se inicia la privatización de esas empresas, anteriormente de titularidad pública, en un proceso de desreglamentación que en puridad significaba llevar al sector privado esas industrias en un marco de libre competencia que debía resultar beneficioso tanto para el mercado como para los usuarios. No cabe duda de que, en el caso europeo, las políticas de la Comunidad Europea han ido encaminadas hacia la privatización de antiguos monopolios públicos (por ejemplo, telecomunicaciones, energía, etc.) y el establecimiento de nuevas reglamentaciones que, desaparecidas ya las fronteras, debían permitir un auténtico mercado europeo que hiciese de las empresas privadas, y no de los Estados, los auténticos actores del desarrollo económico.
Sin embargo, la complejidad de los circuitos económicos, la eclosión de las tecnologías de la información (y las distorsiones que llegan a causar en la transmisión de la información), la sofisticación de los productos financieros, la presión de los poderes económicos (principalmente financieros) y otros múltiples factores, entre los que no resulta desdeñable la profunda aversión al riesgo que actualmente tienen nuestras sociedades, exigen, cuando no imponen, la presencia del Estado. Un Estado mil veces dado por fenecido y que resurge con recobrado brío ante las circunstancias, de todo tipo, que acechan a los ciudadanos de un Estado social que consideran ya como irrenunciable.
Ese recobrado brío de la estatalidad se materializa en la llamada regulación. La regulación se distingue de los modos clásicos de intervención estatal en la economía, en tanto que consiste en supervisar el juego económico mediante el establecimiento de ciertas reglas y, a su vez, interviniendo de manera permanente –no ocasional– con el fin de amortiguar las tensiones, mediar en los conflictos y tratar de asegurar el mantenimiento de un equilibrio, especialmente en el orden social.

Resumen

El derecho administrativo es el derecho propio de la Administración Pública. Se trata de una creación relativamente reciente que arranca a partir de la Revolución Francesa y se irá conformando a lo largo de los dos primeros tercios del siglo XIX. Pese a ese origen geográfico tan concreto, sus principios se expandirán de manera más o menos uniforme por toda la Europa continental, incluido nuestro país.
Puede considerarse que el derecho administrativo es el producto del liberalismo político y, por tanto, su creación y desarrollo exige la construcción de un Estado-Administración que, integrado en un Estado de derecho, pasa a tener como divisa principal el respeto a las libertades individuales. La singularidad del derecho administrativo es precisamente que nace y se desarrolla en el seno del sujeto que precisamente va a controlar. La Administración, el instrumento del poder público, no sólo se someterá a unas normas propias, sino que su cumplimiento será a su vez controlado por unos órganos especializados que se encuentran en el origen de lo que hoy conocemos como jurisdicción administrativa.
La evolución del derecho administrativo va a ir pareja a los constantes cambios y transformaciones que va a sufrir el Estado en las dos últimas centurias hasta culminar en el Estado social y democrático de derecho. En este sentido, el derecho administrativo no sólo va a ser el derecho que regula la organización de la Administración Pública, sino también el encargado de regular el ejercicio de los poderes que son confiados a aquélla. Esto significa también que se trata de un derecho que no sólo abre el camino a la actividad administrativa, sino que además lo hace otorgando garantías a los ciudadanos.
Se trata, pues, de un derecho que confiere a la Administración unos privilegios y potestades absolutamente desconocidos en los sujetos privados que se justifican por el carácter servicial de su destinataria. Sin embargo, el derecho administrativo es también un derecho de garantías para el ciudadano en lo que se refiere a sus relaciones con la Administración. Pero además, el ordenamiento administrativo, a diferencia de otros (civil, penal o mercantil), presenta también como nota característica la de su notable dispersión normativa en numerosas leyes e incontables reglamentos.
El derecho administrativo conoce su periodo culminante entre el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Buena parte de las instituciones y dogmas que lo caracterizan (por ejemplo, el servicio público) se forjan en ese espacio de tiempo en el que, por lo demás, Europa vivirá fuertes convulsiones y grandes cambios sociales, políticos y económicos. Sin embargo, no debemos desconocer que en los albores del siglo XXI ese derecho no sólo sigue manteniendo su vigor, pese a la fuerza expansiva del derecho privado, sino que se ve sometido a una constante reformulación que actualmente pasa por el progresivo abandono de sus especificidades nacionales y la incorporación de otras originadas en el derecho europeo. La europeización del derecho administrativo de los diferentes Estados miembros de la Unión Europea constituye una realidad que, a su vez, implica la influencia en ese nuevo derecho de diferentes tradiciones jurídicas. Unas bien conocidas por ser las propias, otras menos, pero hoy día inevitables por razones de mercado.

Ejercicios de autoevaluación

1. Según la Constitución española de 1978, la Administración Pública se encuentra sometida a...

a) únicamente a la Constitución.
b) al Jefe de Estado.
c) a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.

2. El derecho administrativo...

a) es un fenómeno estático.
b) se encuentra en constante evolución, respondiendo a los cambios sociales y políticos.
c) es un fenómeno singular y exclusivo del Estado.

3. En el Estado social y democrático de derecho, la Administración...

a) se limita a velar por la seguridad pública, a garantizar el derecho de propiedad y a mantener la libertad de mercado.
b) reduce sus funciones respecto a las llevadas a cabo por el Estado liberal.
c) suma nuevas funciones a las propias del Estado liberal, principalmente de carácter prestacional a la población.

4. Citad tres ejemplos de derechos sociales que aparecen en el capítulo III del título I de la Constitución española de 1978.

5. El Gobierno puede dictar...

a) leyes.
b) leyes y reglamentos.
c) reglamentos y en determinados supuestos normas con valor de ley.
d) únicamente reglamentos.

6. En España, el ejercicio de la potestad reglamentaria es objeto de control por...

a) un órgano especializado de la propia Administración que recibe el nombre de Consejo de Estado.
b) el Tribunal Constitucional.
c) la jurisdicción contencioso-administrativa.

7. La invalidez de un reglamento comporta...

a) su anulabilidad.
b) su subsanación por la Administración.
c) su nulidad de pleno derecho.

8. El interesado en el procedimiento administrativo es...

a) cualquier persona sea física o jurídica.
b) las personas que tengan derechos subjetivos.
c) las personas que tengan derechos o intereses que pudieren verse afectados y las que comparezcan en el expediente.

9. El recurso administrativo de alzada...

a) es potestativo a la vía jurisdiccional.
b) lo resuelve el mismo órgano que dictó el acto.
c) lo resuelve el superior jerárquico del órgano que dictó el acto.

10. Referid los diferentes medios de ejecución forzosa de los actos administrativos.

11. A tenor de la Ley de Contratos del Sector Público, ¿qué diferencia hay entre un contrato administrativo y un contrato sujeto a regulación armonizada?

12. A efectos de la Ley de Contratos del Sector Público, tienen la consideración de Administración Pública...

a) sólo las administraciones territoriales.
b) las administraciones territoriales, la Seguridad Social y, entre otras entidades, las universidades públicas.
c) todos los entes que integran el sector público.

13. El máximo grado de intensidad en la aplicación de la Ley de Contratos del Sector Público se da...

a) por igual en todos los contratos previstos en la ley.
b) en los contratos administrativos.
c) en los contratos sujetos a regulación armonizada con independencia de quién sea el poder adjudicador.

14. A partir de la Ley de Contratos del Sector Público, definid el concepto de poder adjudicador.

15. El otorgamiento de una autorización es...

a) discrecional por la Administración.
b) un acto generalmente reglado.
c) un acto graciable.

Solucionario

1. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.

2. a) Incorrecto.
b) Correcto.
c) Incorrecto.

3. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.

4. Solución del ejercicio de autoevaluación 4

Revisad el subapartado 1.1. "El tránsito hacia el Estado social y democrático de derecho".

5. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.
d) Incorrecto.

6. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.

7. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.

8. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.

9. a) Incorrecto.
b) Incorrecto.
c) Correcto.

10. Solución del ejercicio de autoevaluación 10

Revisad el subapartado 3.1.4. "La ejecución forzosa de los actos administrativos".

11. Solución del ejercicio de autoevaluación 11

Revisad el subapartado 4.5. "Ámbito subjetivo y objetivo en la contratación pública".

12. a) Incorrecto.
b) Correcto.
c) Incorrecto.

13. a) Incorrecto.
b) Correcto.
c) Incorrecto.

14. Solución del ejercicio de autoevaluación 14

Revisa el subapartado 4.7. "Los contratos del sector público".

15. a) Incorrecto.
b) Correcto.
c) Incorrecto.


Abreviaturas


AA. PP. Administraciones públicas.

BOE Boletín Oficial del Estado.

CE Constitución española de 27 de diciembre de 1978.

CC. AA. Comunidades autónomas.

EE. AA. Estatutos de autonomía.

LCSP Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público.

LJCA Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

LOFAGE Ley 50/1997, de 27 de noviembre, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado.

LRBRL Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local.

LRJPAC Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

STC Sentencia del Tribunal Constitucional.

STS Sentencia del Tribunal Supremo.

TRLCSP Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

Bibliografía

Bibliografía básica
Los tratados, manuales y obras generales existentes en la materia son numerosos. Aquí se refieren unas pocas obras, sin perjuicio de que otras que podáis consultar resulten tan o más idóneas. En cualquier caso, se os recomienda que consultéis al docente de la asignatura sobre la obra u obras que puedan ser más idóneas durante el semestre.
Cosculluela Montaner, L.; López Benítez, M. (2011). Derecho Público Económico (4.ª ed.). Madrid: Iustel.
Esteve Pardo, J. (2016). Lecciones de Derecho administrativo (6.ª ed.). Madrid: Marcial Pons.
Gamero Casado, E.; Fernández Ramos, S. (2016). Manual básico de Derecho Administrativo (13.ª ed.). Madrid: Tecnos.
García de Enterría, E.; Fernández Rodríguez, T. R. (2015). Curso de Derecho Administrativo (17ª ed.). Madrid: Civitas.
Muñoz Machado, S.; Esteve Pardo, J. (dir.) (2009). Derecho de la Regulación Económica. I Fundamentos e Instituciones de la Regulación. Madrid: Iustel.
Parada Vázquez, R. (2015). Derecho Administrativo. Parte General (25.ª ed.). OPEN Ediciones Universitarias.
Sánchez Morón, M. (2016). Derecho Administrativo. Parte General (12.ª ed.). Madrid: Tecnos.
Santamaría Pastor, J. A. (2016). Principios de Derecho Administrativo General (4ª ed.). Madrid: Iustel.
Trayter Jiménez, J. M. (2015). Derecho Administrativo. Parte General (2.ª ed.). Barcelona: Atelier.