xmlns:xi="http://www.w3.org/2003/XInclude" xmlns:qti="http://www.imsglobal.org/xsd/imsqti_v2p1" Psicología del desarrollo I Psicología del desarrollo I

Desarrollo social, afectivo y comunicativo

durante los dos primeros años
  • Adolfo Perinat

     Adolfo Perinat

    Catedrático de Psicología Evolutiva en la Universidad Autónoma de Barcelona. Licenciado en Ciencias Físicas. Doctor en Sociología por la Universidad de París-Sorbonne.

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Índice

Introducción

Este módulo comprende el mismo período de desarrollo que el precedente, es decir, los dos primeros años. Son ahora los aspectos sociales los que centran nuestra atención. De entrada, puede parecer que a este primer bienio del desarrollo se dedica un tiempo de exposición exagerado. Eso es cierto, pero la razón de ello es que en ningún otro lapso del desarrollo los niños realizan progresos tan acelerados y consecuciones que trascenderán a lo largo de toda su existencia. En este período, se despliegan sus disposiciones innatas para la sociabilidad y brota la comunicación, que se corona con el lenguaje.
Los objetivos de este módulo son, primeramente, plantear la condición básica de la entrada al mundo social: el clima afectivo familiar; seguidamente, analizar el proceso de socialización. El término socialización se refiere a todo aquello que hace referencia a la entrada (a "hacerse un hueco") en el mundo social adulto. Como es obvio, la comunicación tiene aquí un papel primordial. El psicólogo debe captar de manera detallada las sutilezas de las capacidades comunicativas primordiales de los niños pequeños y su despliegue progresivo. Éste es un segundo objetivo del módulo. Como prolongación del anterior, se estudia el nacimiento y desarrollo del lenguaje no sólo con respecto a dominar su estructura, sino, sobre todo, su manejo con la interacción cotidiana. La lectura y el estudio de este módulo no pretende solamente describir las conquistas psicológicas reales de nuestros niños y niñas entre uno y tres años, sino hacer ver este período de rápidas transformaciones como un momento trascendental del desarrollo en el que ya están presentes virtualmente todas las capacidades de trato social que cultivará a lo largo de la primera infancia.
El primer tema del módulo plantea que las criaturas se hacen seres humanos en la medida en que, gracias a la reciprocidad afectiva y comunicativa, tejen su red de relaciones, primero con aquellos que los han cuidado y, más tarde, con la sociedad. A esta red, le damos el nombre de nicho ecologicosocial porque, a diferencia de los animales, los humanos nos relacionamos con el entorno material preferentemente por medio de nuestros semejantes, que nos transmiten su experiencia, nos protegen de sus peligros, nos dan instrumentos (materiales y conceptuales) para captarlo. Aquí se debe incluir el fenómeno psicológico de la creación del vínculo afectivo.
Los dos temas siguientes del módulo están íntimamente relacionados entre sí: la comunicación preverbal y la adquisición de los primeros significados. Los dos giran en torno a las capacidades de comunicación que los niños ponen en marcha ya desde los primeros meses. Éstas dejan entrever la existencia de una intersubjetividad innata que se despliega a lo largo del primer año. La criatura traspasa una frontera importante cuando ve al adulto que lo acompaña en sus juegos como alguien de quien puede aprender sobre las cosas. Los niños/niñas se interesan por el modo como actúan los adultos, captan sus acciones intencionadas sobre los objetos y éstos últimos dejan de ser "cosas de ahí delante" para cobrar un significado cultural (instrumentos, útiles). Las ideas de Vygotsky nos proporcionan un hilo conductor excelente sobre estos aspectos peculiares del proceso de socialización y de entrada en aquello que se conoce como el dominio de lo que es simbólico.
Los dos apartados siguientes del módulo, que tratan de la adquisición del lenguaje, se deben estudiar también como un solo bloque. La primera parte de la exposición se sigue haciendo eco del gran interrogante: ¿cómo consiguen el dominio de la estructura del lenguaje que escuchan? Se mencionan unas cuantas investigaciones que dan respuestas fragmentarias (cuya coherencia se debe recomponer) a esta cuestión. La exposición se extiende finalmente a la adquisición de las primeras palabras. Si los niños y niñas aprenden el lenguaje es para hablar con los otros. La distinción entre lenguaje y habla (quizá una pizca sutil para el psicólogo principiante) se debe a Saussure, el padre de la lingüística, y hace referencia al hecho de que una cosa es el hecho de hablar (a alguien, aquí y ahora) y otra es el discurso científico sobre el lenguaje. Al psicólogo le interesa más el habla por sí misma y el modo como se apaña en cada circunstancia. El apartado "Aprendiendo a hablar. Los aspectos comunicativos del lenguaje" es una iniciación a la pragmática, que analiza los aspectos sociales o de uso del lenguaje en los que los pequeños se muestran enseguida ya muy avezados, lo que no deja de ser sorprendente dadas las sutilezas que implica este uso.

Objetivos

Los objetivos que tiene que alcanzar el estudiante al acabar este módulo didáctico son los siguientes:
  1. Tener una visión general sobre el desarrollo durante los dos primeros años de vida.

  2. Conocer los procesos subyacentes al desarrollo que tienen naturaleza biológica: neuromusculares y perceptivos.

  3. Disponer de elementos para establecer relaciones entre los procesos perceptivos, motrices y de conocimiento.

  4. Analizar de manera crítica y comprensiva algunos modelos explicativos del desarrollo humano en relación con la coordinación del movimiento y el origen del conocimiento.

  5. Hacer una lectura sistémica de los temas que se tratan en el módulo.

1.El nicho ecológico-social de la primera infancia

1.1.Introducción

La niñez es la fase de la vida en que la relación social es de una importancia vital. Ya hemos hablado de ello al aludir al peso de lo social en la historia filogenética de nuestra especie y al comentar cómo se transforma la relación trófica entre el feto y la madre en una relación psicológica a partir del nacimiento (apartado 2 del módulo "Desarrollo psicobiológico"). Quien sale entonces al encuentro del niño/niña no es el mundo en abstracto, sino seres de carne y hueso que van a dedicar sus energías a que se desarrolle psicológicamente, es decir, se abra al conocimiento de lo que le rodea y al trato social con las personas. Éste es el núcleo de la tesis de Vygotsky: el desarrollo psicológico se realiza en el dominio de las relaciones sociales a través de las cuales cada niño/niña construye su nicho ecologicosocial. La evolución ha hecho que las criaturas humanas no han de buscar por sí mismas alimento, protección y cobijo. Lo que en otras especies animales son transacciones inmediatas con la naturaleza, está, especialmente en la humana, mediatizada por la familia y el grupo social. El desarrollo se va a concentrar, por tanto, en los aspectos relacionales y de aprendizaje (en sentido amplio de capacitarse para la vida en aquella sociedad que les acoge). Una característica importante de las relaciones constituyentes del nicho social infantil es el estar impregnadas de afectividad. Los cuidados familiares y los intercambios comunicativos destilan (normalmente) ternura y amor. Las relaciones se tejen y se expanden gracias a los medios expresivos: la comunicación preverbal. Enseguida aparece el lenguaje. Los niños/niñas entienden y se hacen entender cada vez mejor. Sus motivaciones hacia la relación social y también la tutela y control familiares crean un cauce a su conducta dentro de la cultura en que crecen.

1.2.La relación social primordial

No por evidente deja de ser paradójico que las relaciones sociales están prescritas por la naturaleza (por la evolución de la especie). Entre todas ellas es primordial la que ha ido tejiendo el niño con la madre en su gestación y que se prolonga a lo largo de la infancia.
Dentro de la perspectiva sistémica, la relación entre los dos organismos, madre y criatura, es el caso típico de un acoplamiento de orden social (Maturana y Varela, 1983). Éste se produce cuando dos sistemas de la misma clase estructural (dos personas humanas, por ejemplo) se envían mutuamente una serie de "perturbaciones" recurrentes, de manera que cada uno se convierte en medio necesario para la producción y mantenimiento de la organización del otro. La relación madre y bebé es un caso típico de bucle autopoiético. El acoplamiento estructural social crea además un sistema de orden superior: el que engloba a la madre y al niño. Este sistema ha de evolucionar de una manera peculiar a lo largo de la infancia y niñez del niño de manera que madre e hijo realicen –cada uno a su nivel– su peculiar desarrollo. Los primeros encuentros entre el recién nacido y su madre son, de hecho, un eslabón fundamental de esa historia de mutuas "perturbaciones" que van a realizar el desarrollo de las dos personas (Winberg y De Château, 1982).
Adviértase que en la tarea de "tejer los lazos sociales" más primerizos y decisivos no todo el peso y la responsabilidad recaen en la madre. Si madre y criatura constituyen una díada o sistema dual, el niño/la niña aporta también su granito de arena a esta relación. Se presupone que son los adultos quienes van a grabar los surcos-guía que servirán de pauta a unas relaciones sociales óptimas. Pero, aunque tenemos la certidumbre de que las predisposiciones de los niños hacia la relación social son innatas y de que la plasticidad de su cerebro contribuye a guardar las impresiones de los primeros encuentros con las personas, esa semilla puede producir frutos de calidad diversa dependiendo de la calidad de la tierra en que germina. Sin ir más lejos, los bebés "difíciles" –los irritables, los de lloro frecuente y penetrante, aquellos cuyos ritmos de sueño/vigilia van a contrapelo de los de sus padres, los que son poco expresivos en los primeros contactos sociales (todo lo cual puede considerarse como estados de organización)– pueden tener problemas a la hora de establecer los lazos primordiales con la madre y la familia. Nos extenderemos en este tema al tratar más adelante del temperamento.

1.3.Sociabilidad y socialización

Los niños son, ya desde que nacen, seres sociales. Lo son en la mente y las disposiciones de los padres hacia ellos. Los padres no consideran a sus hijos como meros organismos, sino como personas, y se comportan con ellos como tales. Incluso sus expresiones comunicativas más primerizas implican un convencimiento de que los niños son de alguna manera receptivos a sus intentos de comunicación. La sociabilidad de los niños se manifiesta asimismo en multitud de detalles de su comportamiento. La psicobiología de la infancia nos muestra cómo se realiza esa trasferencia de funciones del reino biológico al reino de lo social. La hemos visto aparecer en el amamantamiento, en la receptividad cenestésica, en el interés que despierta en ellos el rostro y la voz humanas. La sociabilidad se descubre igualmente en el reino de las expresiones emocionales: podemos reconocer en las caras infantiles las mismas que en los adultos. A medida que van desarrollándose adoptan los gestos y formas de señalización con gran facilidad, etc.
Aunque los niños son seres sociales, su sociabilidad está en germen. El proceso de su desarrollo se denomina socialización. En el decurso del mismo, los niños y niñas que nacen dentro de un grupo humano llegan a ser miembros plenos de él. La socialización se realiza primordialmente en el seno de una familia. Corresponde naturalmente a los padres el introducir a los hijos, desde muy pequeños, en las normas, valores y actividades prácticas de todo tipo que tienen vigencia en su grupo social. Allí donde la familia es extensa (conviven varias generaciones y parientes colaterales) es toda ella quien contribuye a su socialización. Al abrir su mente a la vida cotidiana (actividades y normas) los pequeños observan, imitan, reciben instrucciones, se pliegan a exigencias, adquieren habilidades, etc.; su conducta se va ajustando al prototipo de niño/niña que promueve el grupo social en que viven. En ello consiste la educación, un concepto bastante afín al de socialización.
Para describir las primeras relaciones entre los padres y sus pequeños, el psicólogo americano K. Kaye (1982) echa mano de la analogía de los "marcos" (frames). Hay un marco de crianza (cuidados alimenticios, higiénicos, ambiente físico, etc.), un marco de protección contra los posibles accidentes o peligros, un marco instrumental en que la acción sobre los objetos cobra el perfil adecuado (uso cultural), un marco de modelado en el que se proponen al niño/niña formas de comportamiento de acuerdo a normas sociales, un marco de conversaciones, es decir, intercambios comunicativos (no necesariamente lingüísticos), un marco histórico en el que se guardan y recuerdan los detalles de la vida del niño o niña, etcétera. El conjunto de todos ellos ofrece un panorama de cómo los padres, dentro de cada cultura, organizan el espacio de vida de sus hijos, su trato personal con ellos, su recurso a los objetos de uso habitual y su universo de valores. Porque, como afirma el mismo Kaye, aunque este proceso por el que los padres introducen en la cultura a sus hijos (los instruyen y educan) es genérico, en el sentido de que se da en todas las latitudes, cada familia selecciona, organiza y da coherencia a su modo a todo ese conjunto de normas y costumbres, valores, habilidades instrumentales en el seno de su ámbito cultural.
Cada niño/niña se abre a la vida dentro de una ordenación del mundo sui generis; los padres la plasman en ese "enmarcamiento" que organiza sus potencialidades para asimilarlo. Aquí radica el origen de las diferencias de nuestro "ser-en-el-mundo".
Hay, por tanto, en el desarrollo social y psicológico de los niños unos aspectos universales y otros particulares. Es universal que el niño establezca vínculos con las personas que le rodean y que entre en un tejido de relaciones, familiares y de parentesco; así se constituye el primer nicho ecológico-social del recién llegado a este mundo. Son, en cambio, particulares (culturalmente determinadas) todas las prácticas y las justificaciones de las mismas que se inculcan a los niños para que se sitúen, como personas sociales, en el mundo de relaciones y actividades típico de su entorno social.
A primera vista se diría que la socialización es un proceso del adulto hacia el niño. El punto de vista sistémico sostiene que en realidad se trata de un proceso bidireccional. Ya hemos dicho que la socialización ha de entenderse dentro del acoplamiento social que las criaturas realizan desde que nacen y por el que se realizan como seres plenamente humanos. O sea, que tanto los padres socializan a sus pequeños como éstos socializan a sus padres; otro tanto cabe decir de maestros y discípulos. Naturalmente, las transacciones de cada lado del bucle no son simétricas. Que en un primer plano se dé relieve a lo que la socialización aporta a las criaturas no justifica que pase desapercibido que la llegada de un niño y su desarrollo inciden decisivamente en la socialización de los padres.

1.4.El marco relacional-afectivo del desarrollo en la infancia

La psicología, en sus planteamientos teóricos, tiende a disgregar el estudio de las relaciones sociales (y cómo se establecen) del estudio de las afectivas y su desarrollo. Lo cierto es que ambos están profundamente interpenetrados y que esta fusión es típica de la infancia. Los niños/niñas se desarrollan en tanto en cuanto se relacionan con las personas; gracias a estas relaciones "entran" en el mundo social; pero teje sus relaciones sólo con las personas que les dedican afecto y ternura. Los fundamentos del proceso de "hacerse uno más entre los otros" son de naturaleza afectivo-emocional. René Spitz (1965) engloba bajo el nombre de clima afectivo "la totalidad de fuerzas que influencian el desarrollo de los niños".
La relación interpersonal más primitiva utiliza como vehículo el sentido de tacto (no es por casualidad por lo que el lenguaje adulto asume esta peculiaridad en expresiones como establecer, permanecer en contacto...). A ello hemos aludido a propósito de las experiencias de Winberg y De Château y de la sensibilidad cenestésica. Spitz (1965) y Wallon (1942) han analizado primorosamente esta forma de recepción primeriza que acusa el niño en contacto con su madre. Una sensación compuesta de ritmos, presiones, equilibrio, tono muscular, temperatura corporal de contacto. Afecta al sistema nervioso autónomo (visceral); su manifestación es el tono afectivo.

"Estos comienzos del ser humano por el estadio afectivo o emocional, que por otra parte responde tan bien a la incapacidad total y prolongada de su infancia, orienta sus primeras intuiciones hacia el otro y pone ante él en primer plano la sociabilidad" (Wallon, 1942).

La tesis, en germen en Spitz y explícita en Wallon, es que el mundo afectivo o emocional con sus manifestaciones expresivas se ha desarrollado fundamentalmente para establecer y mantener las relaciones entre personas. Este tema del desarrollo emocional será ampliado en el apartado 5 del módulo "Desarrollo socioafectivo en niños y niñas de 2 a 11 años".
El principio general que guía estas consideraciones es que los niños vienen al mundo con un haz de sistemas motivacionales innatos, orientados no sólo a la satisfacción de necesidades de orden fisiológico, sino también hacia la relación social (Trevarthen, 1982). La evolución les ha dotado con una competencia expresivo-comunicativa que es su magnífico instrumento de relación y vinculación. Según Trevarthen (1984) existe en los niños una "innata sensibilidad a un código afectivo primordial" que se desvela en los componentes rítmicos y tonales que orquestan los intercambios comunicativos. El mismo autor, en su microanálisis del comportamiento madre-niño, habla de una "exquisita dinámica de transacciones mentales", de un "flujo de señales emocionales cuya caracterización más adecuada es la de una narrativa emocional" (Trevarthen, 1992).
Las primeras formas de relación interpersonal diferenciadas ya a los tres meses se organizan sobre la base de estados afectivos positivos y negativos. Entre los primeros ocupa un lugar preeminente la sonrisa. La desazón y el disgusto o enfado también movilizan a los adultos y les lleva a inquirir sus causas. Inmediatamente aparecen los intercambios protoconversacionales y las vocalizaciones anticipadoras del habla ("pre-speech"). Poco tiempo después se inauguran los formatos típicos del "cucu-tras", sonsonetes infantiles a dúo, etc. A los 9 meses el niño hace gala de una clara intencionalidad expresiva. El tono con que replica a los enunciados maternos, sus demandas y ruegos, sus deseos y preferencias se revisten de una expresividad notable. A partir de un momento dado, estos intercambios dan entrada al mundo circundante; los adultos se sirven de ellos para hacer "comentarios acerca de los objetos o sucesos del entorno" (Harris, 1989). Es lo que denominaremos la referencia social.
En síntesis, la madre, el padre y el grupo social primario en cuyo seno el niño/la niña ven la luz se convierte, gracias al clima afectivo, en una "plataforma de lanzamiento" de su sociabilidad en ciernes. Con ello queremos decir que cualesquiera de los lazos sociales –en que entran en juego la empatía, el afecto mutuo, el reconocimiento de la valía del otro y no simplemente "tanto me das, tanto te doy"– arrancan y se proyectan a partir de la relación social primordial con la figura singular de la madre (o de quien haga sus veces) e inmediatamente con la familia nuclear. El énfasis que John Bowlby (1951), René Spitz (1965), Michael Rutter (1980) y otros han puesto en las secuelas de las "carencias maternales" va por aquí. De ellas se hablará luego.

1.5.El vínculo afectivo

Hacia los 6 meses, cuando ya apuntan las capacidades de desplazamiento autónomo del niño/niña (aunque sea arrastrándose o gateando) y su capacidad discriminatoria visual ya está bien asentada, emergen unos comportamientos típicos de "llamada" hacia el adulto o de búsqueda de su proximidad. La destinataria de estos comportamientos no es cualquier persona: generalmente el niño llama a su madre o busca refugio en ella. Tales comportamientos se producen cuando los niños perciben algo que sienten como una amenaza, potencial o real; por ejemplo, la llegada de alguien extraño. También se dan cuando la madre se ausenta o se aleja del pequeño en un lugar no familiar. Ya, a partir de los 2 años, los niños se lanzan a juegos y exploraciones que los alejan de quienes les cuidan; si entonces perciben algo peligroso, rápidamente se refugian en ellas o lloran o gritan para que acudan. Los adultos, por su lado, tratan de no perder de vista a sus pequeños y a menudo se desplazan para cerciorarse de que "todo va bien". Esta modalidad de conducta infantil (y materna), bien conocida y muchas veces descrita, encuentra su explicación en la teoría del vínculo o apego.
La teoría del vínculo afectivo fue desarrollada por John Bowlby (1969) un psiquiatra inglés de orientación primeramente psicoanalítica, a partir de su trabajo con niños que sufrían carencias afectivas (niños recogidos en instituciones públicas desde los primeros meses). Bowlby sostiene que los niños tejen un lazo afectivo sólido con una persona concreta (que es naturalmente su madre) y que se manifiesta en un conjunto de conductas que tienden a mantener una proximidad espacial relativa entre la díada. Decimos relativa porque la proximidad/distancia tolerable por el niño y por la madre varía con la edad del pequeño y con sus capacidades perceptivo-motrices: el bebé necesita de una accesibilidad inmediata de la madre; al chiquito de 3 años que corretea por la playa le basta estar a la vista de ella. Por otra parte, el vínculo se manifiesta a través de comportamientos diversos que evolucionan a medida que el niño crece. Estos comportamientos funcionan a la manera de señales solicitando proximidad y ayuda. Un pequeñín suele llorar, alzar los brazos hacia su madre, sonreír... Un niño algo mayor, correrá hacia ella, la llamará... Un adolescente o un adulto (los vínculos se mantienen de por vida, aunque no necesariamente siempre con la madre o la misma persona) quizá hable con ella por teléfono, le escriba mensajes o la visite, etc. Es decir, lo que comienza siendo una proximidad material se convierte más tarde en accesibilidad, en sentido lato. (Una persona es accesible, sobre todo hoy en día, si está dispuesta a conceder parte de su tiempo a quien reclama su atención e interés).
Un gran acierto de Bowlby fue proponer un modelo sistémico o cibernético de cómo funciona el vínculo. (Un modelo no explica aquellos fenómenos a que se refiere; los representa globalmente, impone una coherencia –la del observador– estableciendo relación entre las variables que intervienen en su producción). Para Bowlby, la criatura y la madre forman un sistema dual, parecido a dos cuerpos celestes en órbita, donde él mismo regula la proximidad/distancia a que permanecen ambas personas. En él hay que distinguir, según el autor, el objetivo del sistema, los factores que lo activan y los procesos de comportamiento que lo constituyen. El objetivo del sistema de vínculo es regular la distancia entre la criatura y la persona vinculante. Los factores que activan el comportamiento de vinculación son, por parte del niño, la alarma ante un peligro, el daño por una caída, el cansancio, etc. Correlativamente, surgen los comportamientos maternos cuyo efecto es hacer que el niño recupere su tranquilidad: se le acoge, se le abraza, se le habla en tono de apaciguamiento,... Todo ello repercute en el plano psicológico: el niño/la niña posee/recobra el sentimiento de seguridad. En tercer lugar, están los procesos efectores, que no son otra cosa que los comportamientos que pone en juego el niño para conseguir la proximidad materna. Ya hemos dicho que éstos están sujetos a variación con la edad. Esta organización constituye un sistema de regulación homeostático en cuanto que opera de forma que se mantenga un balance: entre la propensión a explorar, típica de las criaturas, que les impele a alejarse de la madre y los daños que puede acarrearles su falta de experiencia. Cuando el riesgo es percibido por uno de los componentes de la díada, el sistema de vínculo se activa: el niño chillará, correrá hacia la madre; pero también ésta presta atención a los riesgos inherentes a lugares u objetos. Cuando los niños advierten que algo altera el estado emocional en el adulto, o no se acercan al lugar o lo hacen con cautela. En todo ello, obviamente, hay grandes diferencias, tanto por parte de los niños como de las madres. El llamado modelo interno de actuación da razón de las mismas.
En su revisión de la teoría del vínculo Inge Bretherton (1985) apunta que éste, aparte de su función adaptativa, es experimentado por la persona como un lazo de naturaleza psicológica: es de naturaleza afectiva, produce seguridad, da márgenes de libertad para tratar con las personas, jugar, explorar. La relación vinculante no sólo es un marco de experiencias, sino que, en sí misma, es una experiencia que se va interiorizando hasta crear un patrón o modelo de actuación. Bretherton, siguiendo a Bowlby, lo denomina "internal working model", locución que traduciremos por modelo interno de actuación. Comprende dos aspectos complementarios: una disposición del pequeño a evaluar el entorno de su actividad (tanto por las oportunidades como por los riesgos que presenta) y una evaluación de la accesibilidad de la figura vinculante. Esta accesibilidad incluye, a su vez, dos vertientes: la facilidad de llegar a la madre y también una expectativa de cómo será acogido. Los niños se diferencian entre sí en sus precauciones o su audacia cuando se lanzan a jugar y explorar, en si son o no influenciados por la presencia de extraños en aquel entorno (niños confiados y niños medrosos), en cómo anticipan que su madre reaccionará si tienen que recurrir a ella, etc. En todo ello cuentan sus características personales (lo que luego denominaremos temperamento) y también la experiencia que tienen de episodios anteriores y del patrón de vigilancia (ansiosa/relajada) de la madre, así como de las reacciones habituales de ella ante los percances. Todo esto se sintetiza en el modelo interno de actuación que se constituye así en una de las experiencias subjetivas más primordiales del niño/niña. Según la tipicidad de las reacciones de la madre, se crea un modelo u otro de vinculación. Ciertamente, las relaciones entre padres e hijos no siempre siguen un curso ideal. Las madres difieren en su sensibilidad a las demandas y manifestaciones expresivas de sus hijos; algunas se muestran muy solícitas, otras ansiosas, otras son más frías, otras se desentienden. Los hijos tienen su parte y contribución a cómo se decanta ese patrón de reacciones típicas materno o paterno de que venimos hablando. Ainsworth y otros (1978), la principal seguidora de Bowlby, demostró cómo las diferencias en la atención que las madres prestaban a sus hijos en los primeros meses de vida repercutían en la calidad de su relación mutua y daba pie a diferentes modalidades de vínculo.
Algunos autores opinan que este primer modelo interno opera como "piedra sillar" de una construcción mental que sirve al niño/niña para evaluar e interpretar situaciones de ansiedad o temor en que más tarde pueda verse inmerso. Sin embargo, una óptica puramente evolutiva no autoriza a concluir que este primer vínculo afectivo, pese a su importancia, marque el destino de la vida afectiva y relacional de la persona humana. El curso de la vida infantil puede ofrecer al niño otros contactos, nuevos modelos de relación; los propios padres pueden cambiar en el transcurso de los años. Persiste, no obstante, la idea de que el primer modelo de vinculación a que se ve expuesto el niño sienta las bases de sus expectativas y predicciones sobre la respuesta ajena en situaciones parecidas.
Finalmente queremos destacar tres aspectos. El primero ha quedado evidente en nuestra exposición: todo el sistema de apego o vinculación se realiza a través del intercambio emocional. Son las emociones del niño –el miedo, el dolor– las que emergen en las situaciones de riesgo y son ellas las que impresionan a la madre y la predisponen a actuar en correspondencia. Su comportamiento vinculante es asimismo de naturaleza emocional: se traduce en sus miradas, en sus abrazos, en un tono de voz afectivo, en caricias de consuelo. El segundo aspecto es que en el vínculo está la semilla de lo que Erikson (1968) denominó sentimiento de confianza básica (basic trust) que germina en la criatura y que le permitirá luego entrar en una sana relación social con sus semejantes; una relación en que se acepta al otro como alguien en quien, de entrada, se puede confiar. El tercero es que, complementariamente al trato social familiar, la relación de vínculo crea un ambiente de aprendizajes y posibilita la exploración y el juego.
He aquí un caso interesante de expansión funcional: lo que la evolución introdujo básicamente como función de protección incorpora otras funciones que enriquecen el desarrollo social.

1.6.El temperamento

Nuestra aproximación sistémica al desarrollo tiene muy presente que el desarrollo es interacción (primordialmente con las personas) y que los dos polos de la misma –criatura y personas que la rodean– tienen su papel a jugar. Hay una corriente en la Psicología del desarrollo, muy influenciada por el psicoanálisis, que ha acentuado exageradamente la responsabilidad en las madres convirtiéndolas en culpables de desarreglos conductuales en sus hijos lo cual es probable en ciertos casos pero no es generalizable sin más. Un caso muy típico fue el de los niños con autismo. Hoy en día la perspectiva es más equilibrada: la calidad de las "perturbaciones" que sufre el niño como sistema autopoiético es crucial, pero él –en cuanto sistema que se organiza asimilando aquéllas, es parte activa y primordial en la configuración de su comportamiento. La psicología popular tiende a confundir aquí dos planos: el de la responsabilidad moral y el de la respuesta (en el sentido que la psicología da a este concepto). Está claro que el niño no es responsable cuando no responde según las expectativas; pero de aquí no se sigue que la madre sea forzosamente la responsable de que el niño no responda... En una palabra, la madre y los adultos en general deben hacer las cosas lo mejor que sepan y puedan; ello no garantiza, ipso facto, un desarrollo óptimo y modélico.
La Psicología del desarrollo ha desempolvado recientemente un viejo concepto y lo está aplicando en una perspectiva típicamente interrelacional para iluminar este juego a dúo que se teje entre la criatura y el adulto. Nos referimos al temperamento. En primera aproximación, este término se refiere a rasgos de comportamiento o patrones de reacción que arrojan una cierta estabilidad; son, asimismo, comportamientos o reacciones que tienen conexión con lo que se llama estado de ánimo, "humor" y, por lo tanto, impregnadas de tono emocional. Estas dos características hacen del temperamento una dimensión que cuenta decisivamente en la manera como las personas (los niños, en particular) conectan las unas con las otras. Las bases del temperamento han de buscarse en parámetros de reacción típicos del sistema nervioso: umbrales de excitación, niveles de irritabilidad, capacidad de autorregulación y homeóstasis. En términos más asequibles, hablaríamos de criaturas tranquilas y sosegadas frente a las fácilmente irritables; criaturas de ritmos vitales lentos frente a las de ritmo vital acelerado; pasivas frente a activas; aquellas a las que una conmoción perturba largo tiempo frente a las que se reestabilizan pronto. Todo esto se traduce evidentemente en los ritmos de sueño/vigilia, estados de excitación y lloro o por el contrario predominio de calma y buen humor, niños de sonrisa fácil (sociables) o pasivos y lentos en sus reacciones hacia los demás, etc. A la larga, la psicología popular caracteriza a esta gama de niños de "fáciles" o "difíciles", "tranquilos" o "agitados", "encantadores" o "cargantes", quizá "insoportables".
Es obvio que estas caracterizaciones (con las expectativas que llevan aparejadas) impregnan la relación entre niños y adultos y las hacen gratificantes o, por el contrario, dificultosas. Un niño o niña llorones y con sus ritmos de sueño a contrapelo (de día dormidos, despiertos de noche) pueden crear estrés en los adultos; se hace necesaria por parte de éstos una admirable dosis de paciencia y de dominio de sí. Estos niños de temperamento menos gratificante se crean dificultades adicionales en cuanto que los adultos más o menos inconscientemente se retraen de estimularlos (ya sea para que no se exciten, ya sea porque no motivan a que se les dedique tiempo); también, dadas las características de sus sistemas perceptivo-nerviosos, procesan peor los estímulos ambientales y su aprendizaje es más lento.
La estabilidad temperamental no ha de entenderse como inmutabilidad. La sabiduría popular que afirma "genio y figura hasta la sepultura" ha de pasar por el cedazo de la crítica científica. Rasgos temperamentales de inestabilidad en un primer año de vida pueden ser debidos a problemas madurativos que luego el propio organismo va resolviendo. La comprensión de los padres y su dedicación se convierten así en "perturbaciones" beneficiosas que contribuyen al reequilibrio y mejora del funcionamiento nervioso del niño. Los investigadores están de acuerdo que esos rasgos temperamentales no son permanentes. En otras palabras, la discontinuidad y la continuidad se dan codo con codo. Hay, por tanto, que ser cautos en esas previsiones que estigmatizan o que sobrevaloran las capacidades sociales o de movimiento o de umbral de respuesta de los pequeños. De todos modos, entre ambas alternativas es preferible la segunda, ya que las "profecías" ponen en marcha los mecanismos que llevan a su cumplimiento (self-fulfilling profecy).

1.7.Carencias afectivas y sus secuelas en el desarrollo

El tema de las carencias afectivas (deprivations) surgió como preocupación psicológica y social hace 50 años a partir de los trabajos de Bowlby (1951), Spitz (1965) y otros psiquiatras infantiles al percatarse de las perturbaciones psicológicas que sufren los niños privados de la relación materna (o sustitutoria) vinculante. Los autores citados tienen presente en sus diagnósticos a los niños recluidos en instituciones maternales, eufemismo que se aplica a centros donde son atendidos en lo que toca a cuidados materiales pero sin posibilidad de establecer lazos afectivos seguros y permanentes con un adulto. Las patologías que detectaron en muchos de estos niños revelan hasta qué punto la relación vinculante es necesaria para el bienestar y el desarrollo infantil normal.
En 1981, Michael Rutter, un psiquiatra infantil de Londres discípulo de Bowlby, hizo una puesta al día de los conocimientos acumulados hasta entonces sobre las secuelas del no establecimiento del vínculo o la ruptura del mismo. Rutter enumera patologías clínicas y sociales diversas, pero afirma que no puede concluirse que unas u otras sean, a largo plazo, atribuibles sólo al mal funcionamiento de la relación primordial madre hijo; el ambiente y las experiencias ulteriores tienen también una parte importante. Aunque Rutter discute y matiza numerosos datos sobre las secuelas de las carencias afectivas, éstas se contemplan exclusivamente bajo el prisma de la relación vinculante madre-criatura. En una perspectiva clínica tradicional éste sería el punto a intervenir. La perspectiva sistémica sostendría, por el contrario, que un vínculo defectuoso no es probablemente el hecho primario, sino que puede que sea, a su vez, la consecuencia de que el nicho ecológico familiar está seriamente perturbado, ya sea por las patologías de los adultos que lo forman, ya por una situación de estrés social a que no pueden hacer frente. Rutter reconoce implícitamente esto último cuando apunta que ciertas conductas antisociales de niños (hasta entonces atribuidas al déficit afectivo maternal) están correlacionadas con ambientes domésticos en proceso de ruptura. Rutter finalmente estudia los posibles efectos que para la seguridad afectiva de los niños puede acarrear la práctica de llevarlos a guarderías infantiles o análogos desde los primeros meses de vida.
Lo que este último aspecto nos sugiere es que una coyuntura social (el creciente acceso de las mujeres al trabajo) interviene en la relación vinculante: ésta ya no estriba únicamente en una hipotética calidad de trato maternal; desde ahora deberemos tener en cuenta que los lazos intrafamiliares están mediatizados por la organización social. O, más concretamente, que la díada madre-hijo se inserta en el microsistema familiar, el cual, a su vez, está ligado a otros sistemas (meso, exo y macrosistema en Bronfenbrenner). Dentro de esta perspectiva amplia hay que situar el incremento del actualmente denominado maltrato infantil. Maltrato infantil son las crueldades que se cometen con los niños y niñas indefensos: no acudir sistemáticamente a ayudarles o remediar sus malestares, no limpiarlos, no alimentarlos debidamente, pegarles, hacerles quemaduras; malos tratos infantiles son todas las formas de abuso sexual a que se les somete ya por miembros de la familia ya por otros (prostitución y pederastia); el maltrato infantil lo sufren todos aquellos niños que no tienen cubiertos sus derechos fundamentales a un hogar (niños de la calle), a una escolarización (aunque se limite a la alfabetización), a una alimentación regular; niños a quienes se obliga a mendigar o a robar o a vender droga; malos tratos infantiles son los que sufren los niños víctimas de las guerras o a quienes se entrena para la guerra cuando aún no han llegado siquiera a la adolescencia; malos tratos infantiles son los que sufren en muchas culturas las niñas y las adolescentes en virtud de tradiciones que conculcan los derechos fundamentales de la mujer y de la humanidad, etc. No es necesario, con todo, que nos extendamos en referencias a culturas y prácticas exóticas: el maltrato infantil existe en torno a nosotros, en nuestras ciudades, en muchas familias y no siempre las marginales. La familia, otrora célula fundamental de la sociedad, está en profunda crisis y estrena otras modalidades. Cualesquiera que adopte, sigue en vigor el principio de que los niños han de encontrar allí el clima afectivo que propicie su desarrollo. La inexistencia del mismo es ya una forma de maltrato. De ahí la pregunta, angustiosa e inquietante: ¿qué desarrollo puede prometerse a esos millares de niños maltratados que el mundo de hoy alberga?

2.La comunicación preverbal

2.1.Introducción

La comunicación es una modalidad de comportamiento cuyo rastro se pierde con los orígenes de la vida. Todos los animales comunican. Los niños, incluso antes de que dominen mínimamente el lenguaje, comunican también. Pero, ¿qué es la comunicación?, ¿por qué razón existe? Los organismos viven y se desarrollan en nichos ecológicos, definidos éstos como red de relaciones necesarias para la supervivencia. Para que las relaciones entre organismos se lleven a cabo con éxito adaptativo han surgido un conjunto de comportamientos especializados que englobamos bajo el título genérico de comunicación.

Son ejemplos una conversación entre humanos, los gestos agresivos de dos animales que se disputan un territorio, las exhibiciones que efectúan un macho y una hembra previamente al acoplamiento sexual, etcétera.

El sustrato común a todas estas situaciones relacionales es que sus protagonistas están tratando de concertar su acción. De ahí la caracterización siguiente:
La comunicación entre organismos tiene como función primordial el que se produzcan acciones concertadas o, en términos humanos, cooperen entre sí.
La comunicación y la cooperación, dos caras de la misma moneda, están íntimamente ligadas a la evolución de la humanidad. Gracias a la comunicación se han configurado los grupos sociales, ha progresado la cultura (los útiles, la técnica en general, los símbolos que pueblan nuestra mente y la vida social comunitaria), de ella ha nacido el lenguaje. La comunicación es un complejo fenómeno psicológico, intermental, que rebasa con mucho la representación simplista del esquema: emisormensajereceptor.
Las primeras formas de comunicación de las criaturas humanas –comunicación preverbal– han sido objeto de intensa investigación en los últimos 25 años. Todos los autores están de acuerdo en que los niños comunican y se han descrito minuciosamente los pasos progresivos que dan en su "arte de comunicar". Pero entender la comunicación (a cualquier nivel) es mucho más que describir lo que hacen los comunicantes. Hace falta introducir un corpus de conceptos explicativos. A ello obedece, por ejemplo, el de intersubjetividad que es una variante del concepto Vygotskyano de intermentalidad. En este capítulo mostraremos cómo los niños pequeñitos también (y a su manera) comunican. Luego seguiremos el rápido desplegar de su comunicación preverbal hasta las puertas del lenguaje. Intentaremos captar, en este recorrido, cómo va dotándose la psique infantil, gracias a la comunicación, de una comprensión de las personas y del mundo externo que son el motor de su desarrollo psicológico.

2.2.En los albores de la comunicación del niño: los prerrequisitos biológicos de la comunicación

Al ahondar en las raíces de la comunicación nos encontramos, una vez más, en las fronteras de la biología y la psicología. La comunicación preverbal de los niños emerge de un tejido de funciones básicas que son las de la crianza. En el marco de esta última se dan encuentros regulares entre la madre y el niño: la alimentación, la limpieza, el sostener a la criatura (ya en brazos, ya ligado al cuerpo), calmarla cuando está irritada, etc. La crianza viene a ser una segunda etapa de acoplamiento de estos dos sistemas (la primera fue el embarazo): los comportamientos de madre y criatura tienden a sincronizarse mutuamente. La interacción va a ir derivando naturalmente hacia lo que el psicólogo denomina comunicación. Es imposible encontrar su punto de origen: fluye espontáneamente de las funciones básicas que aseguran la supervivencia de la criatura en el entorno material.
En este contexto hablamos de los prerrequisitos de la comunicación. Son tres: la sensibilidad cenestésica, las capacidades perceptivas y expresivas y los ritmos y pautado temporal.
El primero, la sensibilidad cenestésica, ya ha sido mencionado en el contexto del desarrollo perceptivo y de los intercambios afectivos primordiales. La comunicación humana hunde sus raíces en una matriz empática. Su expresión primordial es el contacto corporal (el de la madre con el recién nacido, el de los amantes o amigos que se abrazan, el del que busca refugio en el otro...). Tal vez no se trata de comunicación en el sentido estricto de la palabra, sino sintonía emocional, una condición necesaria para comunicar a otro nivel que el meramente de transmisión de mensajes a que antes hemos aludido con el esquema de los telefonistas. Margaret Bullowa ha aludido a ello cuando, muy atinadamente, dice que en la comunicación hemos dado demasiada importancia al código, a los detalles de la transmisión y recepción, pero que no se nos había pasado por las mientes que en la comunicación hay otras cosas que hacen referencia a sus propiedades globales y que la hacen posible. Estas últimas atañen más al "estar en comunicación" que al "qué" y "cómo" comunicar (Bullowa, 1979).

La realidad de esta comunicación (o transmisión/recepción de mensajes cenestésicos) la han constatado algunos antropólogos a quienes ha llamado la atención que los niños que permanecen en contacto corporal inmediato con sus madres (culturas en que los mantienen habitualmente en brazos o ligados a sus cuerpos) lloran o se quejan raras veces. La razón, dicen Whiting y Edwards (1988) que las criaturas emiten un conjunto variado y sutil de señales táctiles o vocales. Las madres aprenden a reconocerlas y responden con presteza, lo cual evita los llantos y chillidos. Al contrario sucede en nuestra cultura. Los niños pasan gran parte de su tiempo en la cuna o en el "parque" o en la alfombra, a cierta distancia de las madres o incluso fuera de su vista. Es lógico que pongan por obra procedimientos vocales (lloros, llamadas) para atraer la atención del adulto.

El segundo prerrequisito son las capacidades receptivas y expresivas infantiles de las que también hemos hecho repetidas menciones. La visión y el oído juegan un papel muy importante en la comunicación. La primera es la "llave de contacto", preámbulo de una (posible) interacción; el segundo es el procesador del fondo tonal y rítmico que envuelve toda comunicación. Las dificultades de los niños ciegos o sordos para entrar en comunicación son una dramática comprobación de la importancia de la percepción para sentar bien sus bases. La percepción –visual, auditiva, olfativa, táctil– que el niño tiene de las personas pone en marcha sus manifestaciones expresivas porque el sistema perceptivo del niño está integrado a su sistema de acción. A los dos meses, más o menos, los bebés empiezan ya a fijarse en el rostro humano. Todo pasa como si estuviesen predispuestos a procesar las señales que crean la relación comunicativa. Varios investigadores han demostrado que si, en el decurso de una secuencia de manifestaciones expresivas, el interlocutor del niño (artificialmente y a requerimiento del experimentador) muda su rostro exhibiendo una faz seria y rígida, los pequeños dan muestras de desazón y pueden acabar llorando. Esto probaría que, ya a esta edad, los niños poseen ciertas expectativas rudimentarias acerca de lo que es un rostro amigo y de lo que éste anticipa sobre la interacción subsiguiente. En resumen, las expresiones afectivas del rostro de las madres al comunicar con sus hijos ya desde el mismo momento de nacer y las expresiones que los pequeños van exhibiendo en reciprocidad son el punto de arranque de la comunicación que se despliega en el primer año de vida.
Un tercer prerrequisito son los ritmos neonatales, o sea, el pautado temporal que caracteriza varios de los comportamientos del niño pequeño. Es particularmente interesante la succión alimenticia porque, a diferencia de la respiración o los ritmos cardíacos, es una actividad a dúo entre la criatura y la madre. K. Kaye (1982) ha efectuado un microanálisis de la misma mostrando cómo se inserta la función psicológica de la comunicación en una función puramente biológica (alimentación). El niño, al succionar (del pecho o del biberón), interrumpe de vez en cuando sus chupeteos con una breve pausa. Esta pausa, típica de los bebés humanos (no se da en otros mamíferos), no tiene como función facilitar la deglución o dar tiempo a que las glándulas mamarias repongan su líquido. Kaye, después de analizar la duración de las pausas y la conducta de las madres durante las mismas, descubrió que aquellas aprenden a ajustar el tiempo óptimo de pausa para que el niño prosiga su comida (preocupación, esta última, que suele ser muy común). Concluye que la función de la pausa es dar pie a la intervención de la madre, que, por lo general, habla al bebé, le acomoda mejor, etc. La situación que acabamos de describir es un ejemplo de lo que se ha venido en llamar "turnos de intervención" (turn taking): el niño succiona y hace una pausa; la madre interviene en determinada forma y obtiene que el pequeño reemprenda la succión. Es un esbozo muy rudimentario de la estructura alternante de un diálogo entre personas.
Los formatos de intervención en alternancia se van a ir multiplicando y diversificando a lo largo de la primera infancia. Trevarthen (1980) asegura que hay en esas escenas de comunicación una integración muy ajustada del ritmo de la madre y de la criatura. Ésta es capaz de detenerse como aguardando la vez de la madre; inmediatamente toma la suya, replica los gestos de ella con sonidos o agitándose; la madre llena las pausas del pequeño con palabras amorosas, con movimientos de cabeza o cubriéndole de besos. Meses más tarde serán los juegos a dúo los que adoptarán esta estructura alternante; el juego del "cucú" (el adulto que esconde su cara detrás de algo y la descubre repentinamente provocando la sorpresa y la risa del niño), el del "toma y daca" y, en general, todas aquellas formas de actividad a dúo con juguetes u objetos en que el "esperar y ver" del niño va seguido de sus torpes imitaciones o de sus tentativas por completar la acción iniciada por el otro.

2.3.La intersubjetividad

La comunicación humana reposa sobre una capacidad de acceso a los estados mentales entre comunicantes, que es la base de lo que llamamos mutuo entendimiento o compartir significados. Se la denomina intersubjetividad y existe previa e independientemente del lenguaje. Los niños, desde muy temprano, manifiestan su predisposición a entender a los otros y a entenderse con los otros. Se postula que vienen innatamente dotados de una intersubjetividad (rudimentaria) que es la base de su comunicación preverbal y lingüística. Para descubrir cómo exhibe el niño intersubjetividad una vez más hemos de sensibilizarnos en la observación de las situaciones que remedan y anticipan la comunicación de los adultos, particularmente las conversaciones. Desde los dos meses, los niños muestran interés (atención sostenida) ante un rostro humano que, con su tono de voz y su cara risueña, les expresa su afecto "conversando" con ellos. Si están despabilados y en una postura adecuada (posición erecta, mirando de frente) van más allá de la mera atención: manifiestan con sus movimientos, expresión facial, gargareos, sonrisas, una respuesta a las señales que les envía el adulto. Sorprende a los investigadores que estas manifestaciones de los bebés no surjan al azar o caóticamente, sino que aparecen en clara alternancia con las del adulto; son otra forma de turnos de intervención. Mary Catherine Bateson (1979) las califica de "proto-conversaciones" o "proto-diálogos". Trevarthen (1986), que también las ha analizado, escribe al respecto de la misma situación:

"La rapidez con que, en intervalos de un segundo, madre y niño intercambian expresiones y gestos y la forma sistemática con que se engranan los comportamientos, demuestra la existencia de un impulso abierto, de un poder generador de compromiso emocional. Cada 'interlocutor' busca el mejor momento para 'colocar' su expresión en la trama de lo que el otro está haciendo".

Existe, pues, una forma prístina de regulación mutua de la interacción entre madre e hijo. Esa "conversación" no depende exclusivamente de la iniciativa y la habilidad de la madre para "hacer un hueco" a las manifestaciones expresivas de la criatura. En alguna manera, sostiene este Trevarthen (1977), el niño es capaz de elaborar una representación del "alter" (de su interlocutor) como alguien con quien es posible establecer una relación a través de movimientos expresivos. Todas estas demostraciones de estar motivado para comunicar con sus semejantes, de mantener mínimamente el interés por el otro en las situaciones cara a cara, de responder a las incitaciones cariñosas y de interpretar el rostro de la madre como una fuente de señales afectivas que, al mismo tiempo, contribuyen a regular la interacción, Trevarthen las atribuye a una capacidad subyacente que él ha llamado intersubjetividad primaria.
A lo largo de los meses que siguen, hasta acercarse al año, los niños y niñas perfilan sus habilidades expresivas: prodigan su sonrisa, su atención gana en consistencia; a la vez, se abren al mundo de los objetos materiales que perciben en torno a ellos. Es la época de las reacciones circulares secundarias y los primeros juegos motores que las prolongan, tan excelentemente descritos por Piaget. Es con todo notable que, por el momento, la atención del niño hacia los objetos del entorno va a estar disgregada de la atención hacia las personas y de los conatos por relacionarse con ellas. Los objetos y las personas son todavía dos centros de interés irreconciliables que se disputan la atención del niño. Para Trevarthen, esto proviene de que la motivación del niño por el contacto personal y la motivación que le impulsa hacia los objetos materiales (que culmina con las reacciones circulares terciarias o experiencias para "ver qué pasa") poseen raíces diferentes y discurren por cauces separados en los primeros meses de vida. Trevarthen marca aquí claramente sus distancias con Piaget. Para este último, el hecho de que el niño se abra al mundo social se deriva de su interés primordial por el mundo de los objetos; Trevarthen opina, en cambio, que antes de que el aparato cognitivo infantil se disponga a "asimilar" el mundo material en sus detalles, ya está en marcha "un intrincado mecanismo al servicio del entendimiento interpersonal" (Trevarthen, 1980).
La actividad social del niño sigue in crescendo. Se manifiesta particularmente en las reacciones más elaboradas a los juegos que las madres ingeniosamente montan para delicia de los pequeños. En ellos aparece un factor común, justamente subrayado por Bruner (1986) y otros autores: las actividades se decantan en formatos; es decir, cada una adopta un perfil relativamente invariable y susceptible de descomponerse en cierto número de subactividades, siempre las mismas y ejecutadas en el mismo orden. Los formatos funcionan a la manera de pequeños rituales. Un ejemplo es el baño, el juego del "cucu-tras" y muchos otros.
El interés enorme de estos rituales lúdicos o de las rutinas del cuidado del bebé (cuando van orquestadas por esas manifestaciones cariñosas y espontáneas de las madres) es que vienen a constituirse en unos primeros escenarios de interacción social cuyo significado empieza a ser familiar a la mente infantil, así como le son previsibles los detalles de su ejecución. En la medida en que el niño se presta a ellos, entra en las intenciones del adulto; el que no se preste suele interpretarse por éstos como que "ya sabe de qué va" (y por eso se resiste). En ambas alternativas se acredita al niño con un mínimo de idea de cuáles son las intenciones de los que les manipulan. Es un escalón más que amplía el alcance de la intersubjetividad.
A los nueve meses, más o menos, se produce un cambio. Los objetos empiezan a ser incorporados en los intercambios sociales de la criatura con los adultos y, recíprocamente, la atención del niño/niña hacia los objetos la comparte con la atención a la persona que juega con él. En lo sucesivo, objeto y persona son susceptibles de fundirse en un esquema único: "persona-como-agente-que-ayuda-a-conseguir-un-objeto", lo denomina Susan Sugarman. A esta nueva fase Trevarthen la denomina intersubjetividad secundaria. (Trevarthen y Hubley, 1978). Probablemente, dice, se da un fenómeno de reorganización en las estructuras nerviosas que gobiernan los motivos y el niño percibe a la madre de manera diferente: ya no es solamente quien cuida, protege, alimenta, consuela, juega..., ahora el adulto –la madre– "es alguien de quien se quiere aprender algo sobre los objetos que pueblan el entorno". Trevarthen insiste en que no es el adulto quien provoca ese salto cualitativo; él no hace sino acoplarse, alimentar de mil maneras esa resurgencia de intereses y motivos que ha brotado de no se sabe dónde en la pequeña personita que tienen delante (Trevarthen, 1980).

2.4.La intersubjetividad y el conocimiento de las personas

La comunicación a que se entregan los bebés lleva aparejada necesariamente una primera forma de conocimiento de las personas. No tenemos elementos para describir adecuadamente la naturaleza de ese conocimiento. Hay quien lo calificaría de "intuición" y Trevarthen, hemos visto, lo califica de representación primordial del alter. Es ella la que induce el vaivén gestual y vocal que simula una conversación. Pero aún hay algo más. Lo que el niño capta es una actitud (del otro hacia él mismo) que no sólo "resuena" emocional y motivacionalmente en su mente sino que genera reciprocidad. Los conceptos de actitud, y reciprocidad así como el de resonancia emocional apuntan a que el conocimiento de las personas adquiere pronto una especificidad que lo va a constituir en una categoría inasimilable a cualquier otro tipo de conocimiento. Hobson (1994), ampliando las ideas de Trevarthen sobre la intersubjetividad secundaria, dice que al tiempo que comparten los objetos con el adulto, los pequeños captan qué es eso que llamamos atención, cómo está dirigida su acción hacia esos objetos y va acompañada de signos emocionales. Todo lo cual lleva a que el niño/la niña queden "impresionados" por estas manifestaciones expresivas y conductuales de unos seres (los humanos) comportándose con ello de manera radicalmente distinta a como se comportan con los seres inanimados.
Este conocimiento primordial de las personas que los niños van adquiriendo en su comunicación va a ir poco a poco cristalizándose en la noción de que las personas poseen (eso que los adultos llaman) mente. Una de sus intuiciones clave es, en efecto, que los otros tienen deseos y sentimientos. Los deseos no son, en sí, observables; son la atribución de un estado interno –intencional– que induce conductas dirigidas a las cosas externas. Al mismo nivel se manifiestan los sentimientos que son más bien del orden relacional que del de la acción externa. En una palabra, el niño capta que las personas tienen sentimientos porque van acompañados de expresiones (faciales o corporales) y porque los sentimientos de otro "resuenan" en él. El filósofo escocés contemporáneo Mac Murray ahonda en esta línea cuando plantea que el niño distingue las personas de los objetos propiamente dichos al percibir la similitud en la capacidad de sentir, Así, los entes externos son sociales en la medida en que comparten propiedades con el yo, una de ellas es la mutualidad de sentimientos: "Me reconocen como ellos, los reconozco como yo".
Otro efecto de las señales expresivas que se cruzan en los intercambios adulto-niño es canalizar la atención del pequeño hacia objetos o acontecimientos que suceden en el mundo que los envuelve. Los trabajos de Campos y sus colaboradores (Campos y otros, 1983) muestran cómo desarrollan los niños pequeños, ya en el primer año de vida, una rudimentaria habilidad para prestar atención al punto de vista (en el sentido material) de las personas que les rodean. Son situaciones en que la referencia proviene de la conjunción entre la orientación corporal de "atención hacia" y el estado mental que desvela el otro: curiosidad, cautela, alegría, etc. Por eso la han denominado referencia social. En sus juegos manipulativos con los adultos, los niños captan precozmente las expresiones de éstos como índices de sus deseos o expectativas con relación a la acción que el pequeño debe realizar para que el texto o la trama avance.
La capacidad de compartir los estados emocionales y de captar a los otros como seres dotados de intenciones es la base sobre la que se va a ir desarrollando la noción de que las acciones de los demás están guiadas por sus estados mentales.
El comportamiento del pequeño revela que intenta comprender cuál es el contenido de los mismos y adaptar su conducta a ellos. Así, en los juegos manipulativos, es frecuente que el niño mire a la madre después de realizar una acción. En esta mirada el niño busca la confirmación adulta a su acto (Perinat y Sadurní, 1990). Es como si preguntara: "¿Así está bien? ¿Es así como querías que lo hiciera"?
Todo ello podría resumirse en que los niños, en los 2 primeros años de vida, adquieren un cierto conocimiento de que las personas sienten, desean, conocen, recuerdan, anticipan, etc. Cuando avanzan un poco en su capacidad de hablar y conversar, utilizarán todos estos conocimientos, como se verá en el apartado 5 al comentar los requisitos psicológicos de la conversación lingüística. Es pues razonable suponer que la comunicación preverbal es una de las puertas que abre a los niños al conocimiento de las personas en lo que tienen no sólo de "tú" singular sino también de su cualidad genérica de "seres dotados de mente".

2.5.Jalones en la comunicación preverbal

Hasta aquí hemos delineado el marco psicológico en el que emerge la comunicación de la criatura humana. Vamos ahora a trazar su progresión. La comunicación, en el pleno sentido psicológico de este concepto, es una modalidad de acción intencionada. ¿Cuándo aparece la intención de comunicar en los bebés? ¿Cómo atribuírsela con un mínimo de garantía? Cuando una madre se dirige a su criatura tiene siempre intenciones de comunicarle algo. Y cuando aquélla responde a su manera o bien hace espontáneamente manifestaciones expresivas, la madre está muy propensa a atribuirle intenciones comunicativas. El psicólogo sabe que a los comienzos tales intenciones no existen. Los lloros y sonrisas de las criaturas son la expresión emocional de estados de excitación nerviosa, desagradables o placenteros, cuyo origen puede ser muy diverso. Las primeras expresiones emocionales de los niños no constituyen actos comunicativos aunque los adultos en general actúen y respondan como si lo fueran. A partir del 3.er mes, aproximadamente, en los protodiálogos podemos intuir las intenciones comunicativas primordiales y situar allí las fuentes de la comunicación que poco a poco se irá desplegando a lo largo de los 2 primeros años.
La intención comunicativa germina en actos expresivos –sonrisas, gargareos, tender los bracitos, etc.–, ante los cuales los adultos reaccionan, retroalimentándolos con sus interlocuciones. Los niños entran en la comunicación al sentirse "arrastrados" en el flujo de comunicación que los adultos creamos para ellos. La interacción que sustentan los adultos desempeña importantes funciones. Una de ellas es promover la expresividad de los niños; a su vez, ésta motiva a los adultos a dedicarse a las labores de crianza y socialización. Además, la ilusión que alimentan los adultos de que su niño/niña se dirija a ellos contribuye a crear un espacio coloquial en que el niño va a desplegar todas sus habilidades comunicativas a medida que se desarrolla. Los pequeños rituales como decir "adiós" agitando las manitas, el "cucu-tas", los sonsonetes, las rutinas diarias del baño, acostar al bebé, darle de comer se convierten en ratos de intensa comunicación en el que aquél se va imbuyendo de su papel de interlocutor.
A partir de los 6-7 meses el sistema cognitivo capacita a los niños/niñas para realizar ya actos comunicativos plenos. Uno de los primeros son los protoimperativos. Piaget, en una de sus observaciones, trae dos ejemplos típicos de los mismos.

"A los 8 meses y 13 días, Jacqueline está mirando como su mamá agita con la mano un volante de tela delante de ella. Cuando el espectáculo se acaba, Jacqueline, en lugar de imitar ese gesto (cosa que hará poco después), comienza por buscar la mano de su madre, la coloca delante del volante y la empuja para que recomience la acción. [...] Dos meses más tarde, aplica este mismo procedimiento a otra nueva situación. Me coge la mano, me la aplica contra una muñeca que "canta" fuera de su alcance y ejerce presión sobre mi dedo índice para que haga lo necesario" (Piaget, 1936/ 1977, pág. 197, ed. francesa).

Un protoimperativo es una acción sobre una persona a efectos de que ésta actúe (potenciando la capacidad o supliendo la incapacidad del actor). Los protoimperativos se dan en los monos antropoides (Perinat y Dalmau, 1989).
Un poco más tarde, antes incluso de la emergencia de la intersubjetividad secundaria, hay otras manifestaciones comunicativas de los niños. Nos referimos a las "payasadas" o "bromas" a que son tan propensos. No hay en las mismas ningún mensaje concreto pero podemos asumir que cumplen una función muy importante en la comunicación: ser reconocidos como interlocutores.
Ya en plena fase de intersubjetividad secundaria los niños "inventan" un nuevo acto comunicativo: el protodeclarativo. Mediante una acción indicativa o mostrando un objeto, piden al adulto que comparta por un momento la atención o interés que dedican a aquél. Los protodeclarativos poseen un nivel comunicativo y cognoscitivo superior que los protoimperativos. No se dan en los antropoides; tampoco en los autistas. Los protodeclarativos vienen preparados evolutivamente por el ejercicio de la atención conjunta, o sea, cómo aprende el niño muy pronto a fijar sus ojos allí donde está el foco de atención del adulto. Éste, además, puede incitar al niño a mirar, señalando a su vez, vocalizando, etc. En los juegos a dúo, sobre todo en las primeras fases, las mamás pugnan con infinidad de recursos por atraer y regular la atención de sus pequeños hacia lo que ellas manipulan. Esto quiere decir que los mecanismos de atención conjunta son cruciales a la hora de comunicar. Pero atraer la atención del otro supone la puesta a punto de mecanismos intermentales muy sofisticados. El protodeclarativo, como dice Ángel Rivière, es compartir una experiencia, es un intento de contagio de un estado mental de interés por algo. Los protodeclarativos implican una modalidad de referencia.
Los protodeclarativos constituyen una modalidad de gestos. Los gestos son formas corporales (posturas, si se quiere) que adoptan un perfil fijo y que son convencionales. Los gestos son actos comunicativos: transmiten significaciones.

Extender el brazo con la mano abierta (pedir, mendigar), levantar el antebrazo con la mano a la altura del rostro y agitar la palma extendida o bien abrirla y cerrarla (¡Adiós!), cruzar el dedo índice verticalmente delante de los labios (¡Chiss!), etc. son gestos. Señalar extendiendo el brazo y el dedo índice es uno de los gestos más primitivos y también más universales.

La enumeración de actos comunicativos propuesta no constituye una progresión en sentido estricto. Igualmente, cabe advertir que aunque se han mencionado las funciones que pueden tener estas formas comunicativas para el niño/la niña (qué es lo que concretamente pretende al realizarlas), hay otras varias funciones que el niño realiza con sus vocalizaciones o con acciones particulares que momentáneamente sustituyen a lo que luego serán gestos y palabras. De ello hablaremos en el apartado 5 de este módulo.

3.La emergencia del significado en la mente infantil. Los orígenes del conocimiento social

3.1.Significado, cultura y socialización

Cualquier niño nace en el seno de una comunidad donde las personas conviven, trabajan y comparten un mundo de experiencias comprensible para todas ellas, es decir, dotadas de un significado común. La iniciación de un niño/niña en el mundo social y su incorporación a la comunidad implica "hacer suyos" los significados que orientan la vida de sus miembros. Este proceso se lleva a cabo en el seno de una intensa comunicación. Ahora bien, la noción de significado tiene connotaciones cognitivas: concebimos los significados como "algo" que existe y que se elabora dentro de la mente. Dar significado a un ente es llegar a conocerlo. De todo ello se sigue que en el proceso de adquisición de significados se conjugan los dos planos de que habla Vygotsky: el intermental (socio-comunicativo) y el intramental (elaboración cognoscitiva).
Piaget nos ha presentado a los niños construyendo conocimientos gracias a su incansable actividad; pero su exploración y sus descubrimientos están orientados y modelados por su entorno social, cosa que él apenas tuvo en cuenta. Ahora bien, los niños y niñas traducen su destreza sensoriomotora (multiplicidad y coordinación de sus esquemas) en un uso adecuado de los objetos de uso cotidiano: los utensilios caseros o los objetos que los adultos ponen a su alcance (juguetes). En ese momento, su acción cobra significado. Participando en las conductas típicas y manejo de útiles dan sentido a todo lo que hacen y son reconocidos como miembros de su comunidad.

3.2.La comunicación como base de la transmisión cultural de significados

Nos alineamos con Vygotsky y toda la corriente sociocomunicativa sentando como tesis que el conocimiento social y la conciencia de sí emergen en el "espacio coloquial" que se establece entre el niño y los adultos. Se trata de un principio muy genérico que requiere ser elaborado y justificado con algún detalle.
En la fase de intersubjetividad primaria (3-10 meses) se activan en el niño los motivos que poseen los seres humanos para el mutuo entendimiento y la cooperación (Trevarthen, 1982). En la fase de intersubjetividad secundaria (desde los 10 meses en adelante) los niños no sólo ya entienden mucho mejor a los adultos, sino que comienzan a contemplarles como alguien de quien se puede aprender cosas de la vida. A partir de este momento, el niño/la niña son capaces de coordinar sus acciones con los adultos, compartiendo el interés de éstos por los objetos e iniciándose en su uso (Trevarthen y Hubley, 1978). Los comportamientos del adulto adoptan perfiles regulares, repetitivos: se constituyen en formatos; y, en la medida que el niño participa en ellos, formatos de acción conjunta (Bruner, 1986).
La idea, enunciada por Trevarthen, de que el adulto se erige para el niño en una especie de maestro que hace demostraciones, asiste, corrige, refuerza, etc., la ha plasmado Bruner en su analogía del andamiaje. La comparación sólo es válida hasta cierto punto: quien construye el "edificio mental" es el propio niño; el andamiaje no sustituye a la actividad y al esfuerzo constructor, aunque sí contribuye al proceso de la construcción. La teoría sistémica es tajante al respecto: las "perturbaciones" no poseen el rango de causas eficientes, sólo desencadenantes. Las significaciones de los adultos no se reproducen directamente en la mente del niño (efecto "fotocopia"). Los adultos modelan las rudimentarias acciones de sus pequeños, alimentan el proceso por el cual éstos hacen suya (interiorizan) primero la forma y luego el significado de las actividades que aquéllos practican. Comer con los utensilios apropiados, peinarse, lavarse las manos o la cara, vestirse o desvestirse, etc. no tienen para los niños, al comienzo, significación alguna. En la medida en que realizan estas acciones (reproduciéndolas también en sus juegos) adquieren las formas, pero también las disposiciones de los adultos. Aquí es donde la intersubjetividad juega un papel crucial, ya que esencialmente promueve un acuerdo básico que precede incluso a los significados que luego esas acciones adquirirán. La intersubjetividad alimenta un bucle recursivo entre adulto y niño/niña en el seno del cual nace el significado.
El proceso de construcción de los significados culturales no se realiza sólo por el esfuerzo individual del niño ni tampoco resulta sólo de un aprendizaje tutelado por los adultos. Emerge de la conjunción entre ambos.

3.3.La adquisición de los primeros significados

Los primeros significados al alcance de los niños no son los que les llegan a través del lenguaje sino, como ya hemos sugerido, los de las acciones que llevan a cabo los adultos. En particular sus gestos y el recurso a los instrumentos. Desde que abren los ojos a este mundo, los niños son testigos de la actividad de las personas que les rodean, gran parte de la cual va destinada a ellos mismos: darles de comer, limpiarlos, cuidarlos, etc. Los niños empiezan, desde muy pronto, a tener "una idea" (una representación) de las acciones adultas que a ellos les conciernen. Piaget, por ejemplo, comenta que uno de sus hijos (3 meses y medio) lloraba una temporada al ponerle un babero después de amamantarle porque ello "le significaba" que le iban a dar un jarabe desagradable. Las mamás comentan que sus niños "se dan cuenta" de que les van a dar de comer o a sacar de paseo al ver sus preparativos.
Lo que las criaturas captan en las acciones humanas es aquello que precisamente las constituye en acciones: una sucesión de movimientos (o de esquemas) que tienen un sentido –una orientación– lo cual se plasma en las posturas del actor, en la manera como coordina sus manos y su visión, en su atención persistente, en el tono muscular que energiza sus movimientos. Cuando decimos que toda actividad tiene un sentido, estamos reconociendo justamente esta característica primordial: lo que da significado a una acción es que esté orientada hacia un objetivo. La persecución de objetivos es la manifestación externa (en forma de organización de la acción) de la capacidad interna de tener intenciones. Por tanto, podemos concluir que los niños empiezan a captar, a la vez que las acciones, la disposición intencionada de sus ejecutantes. Todo ello es parte de la intersubjetividad primaria. Obviamente, los objetivos concretos de los actores adultos no son accesibles a los niños; lo que éstos captan al comienzo es la cualidad de acción que reviste el movimiento humano dirigido por intenciones y objetivos.
Ahora bien, el significado de las acciones no se hace accesible a los niños por mera contemplación. Muy pronto, espontáneamente, ellos mismos se lanzan a actuar. Hemos aludido bastantes veces (y Piaget lo ha mostrado a propósito del desarrollo sensoriomotor) que los pequeños son actores innatos: lo son en el sentido de ejecutar acciones y de actuar "en escena". Aquí la imitación juega un papel considerable. La imitación no se limita, como la psicología de corte conductista propone, a una mera reproducción de modelos (aparte de que la asociación entre lo que se percibe y la forma imitada no es automática sino compleja y acomodada). Lo interesante de la imitación, y particularmente la de las criaturas, es por qué alguien se constituye en modelo a imitar. La razón es que imitar es una forma de intercambio social modulada por un afecto muy primitivo, poco o nada consciente, hacia el modelo. Wallon (1942) dice que "la imitación se inscribe entre dos polos opuestos: fusión, alienación de uno mismo en la cosa o participación en el objeto, y desdoblamiento del acto a ejecutar en conjunción con el modelo". El niño imitador es, a la vez, un participante (se "cuela" en la acción del otro) y un replicante (hace de espejo a la acción del otro). De aquí dimana una tensión entre imitador e imitado que se plasma, sobre todo, en el juego donde hay una intensa participación de sentimientos, intereses y emociones (Vasconcellos y Valsiner, 1995). En lo que al tema de las significaciones concierne, la imitación es crucial en el proceso de producción y reproducción de actividades típicas de las personas (aprendizajes espontáneos o guiados); es, por tanto, un factor que sirve a la transmisión y mantenimiento de la cultura.
A lo largo de este proceso de construcción de significados a través de la actividad conjunta, los adultos y el andamiaje que montan van a jugar un papel crucial. Los padres, además, tienden a atribuir significado a muchas de las acciones de los niños a poco que se aproximen a la forma adecuada: coger una cuchara, un vaso, peinarse, decir "adiós", etc. Y es que toda acción es significativa en un entorno social que la reconoce como tal. Una condición necesaria de ese reconocimiento (que es asimismo una validación) es que el niño la "haga bien", es decir, que el perfil del movimiento sea el correcto. Lo cual no es suficiente. Es preciso además que el propio niño comprenda lo que hace y, para ello, es esencial que capte el objetivo de su acción tal como los adultos lo entienden.

Un ejemplo de esto es cuando al niño o niña se les incita a "decir adiós" agitando la manita. Los pequeños enseguida pueden hacer bastante bien ese movimiento, pero es obvio a todos los presentes que no saben lo que hacen: no es un gesto de adiós. Otro caso más dramático es el de los niños disminuidos, por ejemplo los afectados por el síndrome de Down: sus movimientos carecen a menudo del ritmo y direccionalidad que los hace inteligibles, parecen erráticos; los adultos tienden a considerar las acciones de estos niños como desprovistas de sentido y, por tanto, les resulta difícil construir actividades conjuntas (Lalueza y Perinat, 1994).

La figura siguiente resume el proceso dual de transmisión/adquisición del significado:
El bucle entre el adulto y el niño es reiterativo: la rama a representa la acción modeladora del adulto (implicita o explícita)La mente del niño procesa el input adulto (bucle interno b). Produce una acción c que es evaluada por el adulto y que da pie a una nueva intervención modeladora de éste, etc.
El bucle entre el adulto y el niño es reiterativo: la rama a representa la acción modeladora del adulto (implicita o explícita)
La mente del niño procesa el input adulto (bucle interno b). Produce una acción c que es evaluada por el adulto y que da pie a una nueva intervención modeladora de éste, etc.
Los niños adquieren el significado de una acción cuando ejecutan el perfil de movimiento adecuado dentro de un contexto y propósitos socialmente compartidos.
En el marco de estas ideas, aparece claro que una vez que la mente de los niños entiende y reproduce gestos típicos o pequeñas rutinas de la vida diaria, se sitúan en la "pista de despegue" de la significación. Ni siquiera es necesario que les enseñen las acciones (formatos culturales) directamente. Muchas las aprenden por observación e imitación (si bien ello no implica que su comprensión al respecto tenga el mismo alcance que en el adulto). Es, por ejemplo, el caso del niño o niña que un día se empeñan en coger el cubierto con que mamá les da de comer e intentan servirse de él. Sin embargo, también los niños y niñas son iniciados directamente por los adultos en situaciones culturalmente tipificadas. Una es la de los juegos manipulativos entre niños y adultos.
Los juegos a dúo del adulto y los niños/niñas vienen a ser pequeñas representaciones teatrales repletas de referencias a la vida real. No es una idea extravagante. La actuación obedece la mayoría de las veces a un guión. Algunos son inventos fantásticos del adulto, pero otros son rutinas de la vida diaria. Muy frecuentemente, el adulto se las arregla para desplegar las acciones en curso en una trama narrativa (acción teatral). Este detalle es importante porque nos permite caracterizar esas escenas de narraciones y en último análisis asimilarlas a "textos". Son textos cuyos signos son los esquemas de acción. Los denominaremos por ello textos-en-acción.

3.4.Niveles de participación en la acción conjunta y adquisición de significados

En el escenario de los juegos manipulativos, es el adulto el que al principio lleva el peso de la acción. La madre muestra al niño/niña una forma determinada de actuar con relación a unos objetos y al mismo tiempo intenta que integre sus torpes acciones dentro de la trama que ella misma va desplegando. Los pequeños, sin embargo, se limitan a ser meros espectadores. Empiezan por reconocer el escenario de juego y a sentir que forman parte de él. Los gestos de la madre circunscriben el espacio físico donde la acción tendrá lugar, señala o agrupa los materiales, regula los turnos de intervención ("¡Ahora el nene!") y al principio y al final de los formatos (es de sobras conocido el "¡Ya está!" con que las madres apostillan el final de un episodio, expresión que bien pronto los niños reproducirán).

En nuestros trabajos de investigación (Sadurní, 1993) hemos recopilado numerosos formatos de juego entre mamás y niños. Entendemos por "formato de juego" una serie de acciones con un objeto que la madre emprende y reitera sistemáticamente. La madre les da carácter de episodio (o cuento) con una situación e intervención de personajes. Por ejemplo, uno que hemos analizado intensivamente, fue el de "jugar a barcas". Pusimos a disposición de la mamá una serie de objetos sin forma determinada a fin de que ella inventase algún uso de los mismos. Entre ellos había una cajita en forma de artesa a la que la madre rápidamente asignó el nombre de "barca". En los primeros episodios, cuando el niño Jaime tenía entre 10 y 14 meses, la madre cogía la "barca" y la hacía deslizar por el suelo, onduladamente, acompañando su acción de un "Ssss". Decía al pequeño cosas como: "¡Mira la barca!" "¿Vamos de excursión?", etc. También empezó a servirse de unos muñequitos ("clics") como pasajeros de la barca. Más tarde, los episodios fueron complicándose. Aquellos muñecos recibían nombres, iban al Lago de Banyoles, se tiraban al agua y nadaban, la barca se paraba en una pradera (un abanico con flores) y los muñecos salían a merendar, etc.

Al principio, la actividad materna es sumamente reiterativa. Los mismos esquemas de acción prototípicos, (el del movimiento de la "barca" y los personajes que mete dentro) se repiten en sucesivas sesiones de juego. La repetición, de por sí, no produce la comprensión, contribuye sólo a grabar en la memoria del niño diferentes índices de la situación, a hacer que aquello le sea familiar. El pequeño de 10 meses "jugando a barcas" no entiende ni de barcos, ni de viajes por mar. Percibe acciones que adoptan una secuencia; capta que la madre se dirige a él, que le incita a tomar parte y por aquí intuye cuáles son las intenciones, deseos o expectativas de la madre con relación a aquello que ella se trae entre manos (junto con él). En cuanto el niño logre captar las expresiones de la madre como propuestas sobre su papel en la actividad, la posibilidad de acción conjunta queda abierta.
El niño que puede comprender los gestos de su interlocutor como índices que le permiten dar (algún) sentido a la acción en curso ya no se queda en el nivel de espectador de la situación. El niño deviene actor. Un actor, por definición, participa en una trama o episodio. En esta nueva etapa el niño posee ya una cierta representación de "lo que hay que hacer" que orienta su actuación bajo las pautas del otro. A través de las expresiones maternas, el niño intuye cuál es el esquema de acción apropiado que debe insertar para que el episodio avance. Parece entonces que hay dos hitos básicos que deben consolidarse antes de que la mente infantil pueda desarrollar un texto: en un primer momento, establecida la atención conjunta, el niño internaliza el núcleo de un significado al nivel de secuencia de acciones a realizar. Seguidamente participa en el montaje del texto en que la madre va cediendo protagonismo. Eventualmente hay alguna expansión del texto, siempre controlada por el adulto.
El final de este nivel viene marcado por un cambio importante: emerge en el niño la necesidad de ser el protagonista de la acción y dirigir el curso de los acontecimientos: el niño empieza a ser narrador. Este jalón evolutivo desvela que el niño ha progresado en la interiorización de los formatos y ha logrado entender aquello que hace. Pero desvela, además, otra capacidad importante: la de verse a sí mismo actuando. En otras palabras, el niño deviene observador de sus propias acciones y de las de los demás. Durante el tiempo que el niño permaneció en el nivel de actor, aprendió a ajustar las piezas (esquemas de acción). Ahora va a erigirse en alguien que "cuenta" al otro lo que hace a la vez que "se da cuenta" de lo que hace.
La adquisición de los significados no puede darse por concluida cuando los niños/niñas reproducen correctamente las acciones rutinarias o reconocen los objetos. Además de distinguir para qué sirven determinados objetos y manejarlos bien, es necesario conocer qué son esos objetos. En otras palabras, tener una representación conceptual de los objetos. Las ideas de Mandler nos dan algunas pistas acerca de cómo avanza el proceso. Lo retomaremos en el próximo capítulo al analizar cómo los niños "ponen palabras" (nombran) a los objetos.

3.5.Significados y símbolos

En la línea de exposición que hemos adoptado, los primeros significados aparecen relacionados a usos prácticos, funcionales. Hay otra amplísima gama de significados que no son funcionales en el sentido de los anteriores.

Por ejemplo, la función primera de un paño (para lo que fue inventado) es el vestido, pero ¿qué decir de una bandera? Las flores vistosas no tienen función alguna para nuestra subsistencia, pero ¿qué significa ofrendar un ramo de flores? Los colores existen en la naturaleza; tampoco tienen funciones especiales para nosotros. Los humanos los copiamos y los usamos en circunstancias muy definidas: ¿qué decir de su uso: el blanco o el negro, por ejemplo? Ciertos animales, como la serpiente, el león, el burro, etc. significan otras cosas independientemente de su naturaleza animal.

Todos estos son significados que aparecen insertos en el mundo de las relaciones sociales. Los denominamos símbolos. Un símbolo es un signo que sustituye/remite a una entidad. El signo-símbolo puede ser un objeto: una bandera, la cruz gamada, un ramo de flores, un vestido blanco de novia, etc.; pero puede ser asimismo un gesto: inclinar la cabeza delante de los restos mortales de un personaje, dar la espalda a quien se acerca a saludarnos, desprenderse de los objetos de una persona amada después de la ruptura de relaciones, etc. El signo sustituto puede aparecer como una versión en extremo alejada de aquella cosa o entidad, pero tiene el poder de evocarla en la mente. El proceso de relacionar el signo con la cosa o entidad es el de representación.Los símbolos son, pues, una clase especial de significados y ésta es la razón por la que vamos a ocuparnos al final de este capítulo de cómo entran los niños en el dominio de lo simbólico.
Hemos dicho que los primeros significados accesibles al niño son los de orden práxico, es decir, los inherentes a una actividad o uso social. Hay que añadir que los niños aprehenden mucho más que usos: los niños captan las disposiciones y valoraciones de los adultos hacia esos objetos y su uso. Lo que está bien, lo que está mal, lo que hay/no hay que hacer. Y de las situaciones concretas se pasa poco a poco a la generalización. La vida social son valoraciones (lo que está bien/mal, lo que es recompensable/punible,..), son cualidades de las personas (valiente/cobarde, virtuoso/perverso,...), son entidades abstractas como el amor, la dignidad, la libertad, la patria,... Estos significados son los que constituyen el orden social, el cual, por esta razón es intrínsecamente simbólico. Suele decirse, y es exacto, que lo simbólico es arbitrario o convencional. Ha de entenderse en un doble sentido. Primero, que en cada sociedad el nexo establecido entre las prácticas sociales (vestir, comer, casarse, ganarse la vida, etc. ) y la manera concreta de realizarlas es de una desconcertante diversidad. Lo que justifica, en cada caso, cómo se viste, se come, se constituye una familia, el modo de ganarse la vida, etc. son creencias y valores indiscutidos pero que no tienen otro fundamento que el consenso, generación tras generación, de que "las cosas son así". De donde se sigue, en segundo lugar, que el orden social (valores, creencias, el "debe ser"...) varía según los pueblos y las culturas. Como resultado, una misma acción que en unos es laudable en otros es vituperable, lo que para unos es una obligación para otros es un pecado. La prohibición de alimentos, la monogamia o poligamia, la venganza o el perdón son conductas profundamente afectadas de valor y se manejan de manera vertiginosamente distinta entre las culturas. Entrar en la vida social de una cultura es aceptar su ordenación simbólica del mundo. Los niños lo hacen fundamentalmente a través de las prácticas de la vida cotidiana y del trato con los mayores.
Otra puerta de entrada en el mundo simbólico son las narraciones y cuentos con que los adultos entretienen a los niños. En ellos aparecen personajes cuyo comportamiento ilustra lo que nuestra sociedad califica de modélico frente a lo vituperable o claramente antisocial. Blancanieves y su madrastra, Caperucita y el lobo y otros muchos, son ejemplos de ello. Una tercera vía de entrada en el mundo simbólico –que la psicología evolutiva tradicional consideraba ser la única– es el juego. Es el punto de vista que se atribuye a Piaget. Pero es sólo una verdad a medias. Piaget, dedica gran parte de su obra clásica La formation du symbole chez l'enfant (1946), al juego simbólico y a la función simbólica pero, para él, función simbólica equivale a función representativa. Piaget estaba interesado en mostrar que cuando los niños recurren a ciertos comportamientos u objetos para representar (sustituyendo o significando) a otros de la vida real ya poseen representaciones mentales. Es el caso de su hija Jacqueline que, jugando, se tumba en el suelo, coge un trozo de paño, se lo coloca bajo la cabeza y simula ponerse a dormir. No hay en la conducta de Jacqueline ningún aspecto simbólico en el sentido de significado convencional; solamente queda de manifiesto la dimensión representativa (representación teatral) de ponerse a dormir.
Piaget denominó "hacer como si" a estas representaciones sustitutorias que los niños realizan en sus juegos: mover un taco de madera por el suelo "como si" fuera un tren o un coche, acunar a una muñeca "como si" fuera un bebé y depositarla en una cestita "como si" ésta fuera una cuna, etc. Incluyen una dimensión imitativa (una copia muy cercana a la acción real). La capacidad de simbolizar propiamente dicha, empieza a dejarse ver al producirse un distanciamiento progresivo entre esta "copia" y la entidad representada de manera que el vínculo entre la primera y la segunda puede al final ser disparatado. Es la operación de descontextualización. Por ejemplo, el niño que enarbola un plátano y "hace como si" habla por teléfono. Su forma más extremada sería "hablar por teléfono" sin nada en la mano, mimando los movimientos. La cuestión que se plantea ipso facto es: ¿cómo saben las personas que ven al niño hacer esto, que está representado "llamar por teléfono"? La respuesta es que sus movimientos son una sucesión de esquemas de acción que constituyen el formato "llamar por teléfono". En otras palabras, lo que tiene significado es la configuración de sus movimientos; dentro de la misma da igual que enarbole un plátano o cualquier otra cosa. Son sus gestos los que hacen ver o comunican lo que está haciendo a su auditorio. El corolario es que no basta la descontextualización para crear un símbolo (no basta exhibir un trapo de colorines para que exista bandera); es preciso que la acción sea reconocida socialmente como "aquello a que remite". El nexo significante <–> significado debe ser establecido con relación a una práctica social. El símbolo se establece en el seno del intenso proceso de comunicación por el que los grupos sociales se afirman y se mantienen. Fue Peirce (1987), quien señaló que "los símbolos son signos que se refieren a los objetos que denotan por medio de una ley". Ésta presupone un consenso y por aquí los símbolos trascienden la relación particular que un sujeto puede construir para convertirse en patrimonio y expresión de un colectivo cultural.
En definitiva, junto a las dimensiones representativas del símbolo hay que poner de relieve sus aspectos comunicativos y motivacionales. Trevarthen afirma que el valor del símbolo estriba en generar "congruencia en las ideas, emociones e intenciones de las mentes que intercambian a través de él" (Trevarthen y Logotheti, 1987). Los símbolos son significaciones colectivas a través de los cuales comunicamos a los otros nuestras ideas; también, merced a los símbolos, les expresamos lo que somos; al representar los símbolos nos sentimos miembros de un grupo social: las fiestas y rituales (religiosos o patrióticos) son por ello simbólicos. Los símbolos crean la comunidad social. Desde pequeños se inyecta a los niños la "carga" motivacional de los símbolos, porque la socialización les incorpora a la comunidad. Una muestra son las fábulas y narraciones (o los telefilmes infantiles): implícitamente y más allá de las peripecias de los personajes, se les proponen modelos que les induce a sentir y se les motiva a actuar como ellos. El orden social, con sus estereotipos de buenos y malos y sus prescripciones de correcto/incorrecto, se les revela así poco a poco como significativo pero su significación es simbólica.

4.La adquisición del lenguaje

4.1.Introducción

Pocos temas hay en las ciencias humanas tan fascinantes y tan enigmáticos como el que abordamos ahora: ¿cómo aprenden a hablar los niños? Que el tema es atractivo lo prueban los mitos y leyendas en torno al origen del lenguaje (la Torre de Babel); de que el tema es arduo dan fe las reflexiones de los filósofos y la oleada de teorías que tratan de explicarlo. La lingüística, nacida en el siglo actual, ha desvelado la complejidad de cualquiera de los lenguajes humanos; a su zaga, la psicolingüística se pregunta cómo es posible que un sistema fonológico, sintáctico y semántico tan complicado lo adquiera el niño en el intervalo de pocos meses y sea tan diestro en su uso, adecuándolo a las personas y circunstancias.
Estudiar la adquisición del lenguaje no es, obviamente, describir los progresos que el niño hace desde sus primeros enunciados hasta que profiere frases bien formadas. En la psicología abundan las descripciones detalladas del desarrollo del habla infantil; adoptaron en sus comienzos la forma de diarios escritos por padres psicólogos, luego fueron observaciones y registros sistemáticos (ver Ingram 1989, para una introducción). En conjunto es un material extraordinariamente rico pero "en bruto". La Psicología del desarrollo se propone explicar ese proceso. Ahora bien, ello exige, a la vez que una teoría acerca del lenguaje, poder descubrir los mecanismos psicológicos de adquisición congruentes con la teoría elegida. De hecho, aunque el lenguaje posee múltiples facetas, la más relevante es el estar sometido a reglas. Es decir, todo lenguaje posee una estructura sintáctica o gramatical. La investigación psicológica sobre la adquisición del lenguaje ha tendido, pues, a focalizarse en este aspecto.
Las gramáticas tradicionales estudiaban la estructura de los enunciados-frases atendiendo, sobre todo, a la posición recíproca de los elementos (artículos, nombres, verbos,...) dentro de la misma. Los primeros intentos por explicar la adquisición del lenguaje apoyados en esta concepción de la sintaxis proponían, primero, que los niños aprenden a frasear extrayendo poco a poco las reglas (de posición, concordancia) sobre la base de las frases que oyen en su entorno lingüístico; segundo, que en ello actúan los mecanismos típicos del aprendizaje tan caros a la psicología (americana) de los años treinta y cuarenta. En dos palabras: un mecanismo de inducción y generalización encauzado por una batería de refuerzos. Sin embargo, a mediados de los sesenta, un investigador demostró impecablemente que, sobre la base de un mecanismo puramente inductivo, las criaturas jamás podrían adquirir el lenguaje en un tiempo finito a partir de un corpus tan caótico como el habla cotidiana a que están expuestos.
La lingüística experimentó una revolución teórica transcendental con las ideas de Chomsky y su gramática generativa. Someramente, lo que Chomsky hace es cambiar la mera descripción de la estructura de las frases de un lenguaje en un procedimiento (un conjunto de reglas) susceptibles de generar cualquier frase gramaticalmente correcta del mismo. Dos presupuestos marcan intensamente las indagaciones de Chomsky. La primera es la creatividad del lenguaje, o sea, se pueden proferir infinitas frases a partir de un número finito de elementos y combinaciones. La segunda es la intuición del hablante: hablar un lenguaje implica discriminar/decidir acerca de la corrección gramatical de cada enunciado proferible. Al explorar el lenguaje en su tremenda complejidad, llega a concluir que tiene que haber una parte de la mente que esté exclusivamente dedicada a su manejo (comprensión y producción). En términos más generales, sostiene que el lenguaje funciona dentro de un dominio cognoscitivo propio. Si a esto se añade que no es aprehendible mediante un mecanismo puramente inductivo, llega al convencimiento de que, dentro del dominio lingüístico de la mente, existe, en forma de conocimiento innato, una especie de intuición primordial que guíe la adquisición del lenguaje. Veremos luego que estas ideas chomskianas (susceptibles de mucha más precisión y detalle) constituyen el trasfondo de las aproximaciones actuales a cómo los niños adquieren el lenguaje.

4.2.A la búsqueda de una teoría explicativa de la adquisición del lenguaje

La teoría lingüística de Chomsky (en particular su primera versión de principios de los sesenta, la gramática generativa) proporcionó a los investigadores un armazón teórico sólido para estudiar la adquisición del lenguaje en los niños. Ciertamente, Chomsky y su escuela lingüística no han estado interesados en el tema de la adquisición pero esta tarea necesitaba, como se ha dicho al comienzo, echar mano de una teoría sobre "lo que se adquiere", sin la cual no se pueden indagar los mecanismos de "cómo se adquiere". Históricamente, por tanto, la primera psicolingüística infantilfue devotamente chomskiana. Más tarde, el panorama se ha ido diversificando gracias a los innumerables trabajos que han aportado matices, correcciones o derivaciones a las ideas de primera hora. Simplificando mucho, vamos a exponer la evolución de estos estudios comparándolos a unas "avenidas" que convergen en la "Gran plaza de la adquisición del lenguaje".
4.2.1.La avenida de la sintaxis
En la primera etapa de los estudios de la adquisición del lenguaje (década de los sesenta), se dio por sentado que "la puerta de entrada" al lenguaje es la gramática o la sintaxis. ¿Cómo domina el niño de manera progresiva las estructuras gramaticales típicas del lenguaje que se habla a su alrededor? La teoría chomskiana sobre la gramática generativa establece que la gramática de cualquier idioma es un conjunto de reglas capaz de generar infinitos enunciados (creatividad del lenguaje). La teoría pretende que esto ocurre para todas las lenguas, pese a su diversidad, lo cual le lleva a Chomsky a postular que, por debajo de las reglas peculiares de cada gramática, existe un armazón o matriz de reglas más básicas que constituirían una gramática universal. Los principios organizadores generales de esta última se plasman en cada gramática concreta (por ejemplo, la de las lenguas románicas, las germánicas, la euskera, la finlandesa, etc.). Chomsky sostiene que no necesitamos aprender esa matriz universal: la traemos al nacer en nuestro "equipaje" y la denomina competencia lingüística. Gracias a ella, el niño tiene acceso a cualquier lenguaje, pero aquí sí que hay que aprender los parámetros de la gramática peculiar que lo rige. A medida que la va dominando, proferirá enunciados en esa lengua: es la actuación lingüística ("performance").

Por ejemplo, el que el niño adquiera muy pronto la capacidad de nombrar, sugiere que la noción de nombre sustantivo (común o propio) es parte de su competencia lingüística (todas las gramáticas poseen "eso" que llamamos nombre sustantivo). Igualmente, puede que sea parte de la misma competencia el principio de que toda frase se configura basándose en la relación entre un sujeto y un predicado. Lo que hemos denominado "parámetros" de cada lenguaje son las maneras como resuelve determinados problemas de expresión: la distinción de géneros, el orden de las partes gramaticales en la cláusula, los tiempos verbales, etc.

En la búsqueda de esa gramática, los psicolingüistas observaron que, cuando los pequeños emiten enunciados de 2 palabras, (ejemplos: "más [cho]colate", "coche mío", "mamá zapato",...) éstas pueden agruparse en dos grandes categorías: por un lado las palabras de mayor frecuencia de aparición; su lista es corta. Por otro, las palabras de menor frecuencia de aparición; esta lista es larga. Al acumular enunciados como los recién transcritos, se comprueba que las palabras "más", "mío" y "mamá" se combinan con un abanico amplio de otros términos. Palabras como las 3 citadas ("más", "mío", "mamá") servirían de punto de apoyo de enunciados varios; los psicolingüistas las denominaron pivotes y la categoría que las agrupa clase pivote; la otra categoría es la de las restantes palabras: se la llama abierta porque admite un número indefinido de palabras. El resultado fue lo que se llamó la gramática pivote. McNeill en 1966 realizó un esfuerzo ímprobo por demostrar:
1) Que estos enunciados de 2 palabras de los niños constituían, en efecto, una gramática primordial que era el núcleo (a expandir) de formas gramaticales adultas.
2) Que tales regularidades "gramaticales" evolucionan progresivamente hacia la gramática adulta; en otras palabras, que las supuestas reglas de formación de enunciados infantiles sirven de base para la formación de las frases gramaticalmente correctas.
Sin embargo, se ha visto que la gramática pivote no cumple este segundo requisito. Así pues, la pretensión (inspirada en la teoría de Chomsky) de que las primeras manifestaciones del lenguaje podían ser tratadas como formas gramaticales precursoras se saldó con un fracaso.
4.2.2.La avenida de la significación
En 1970 publica Lois Bloom su libro Language development donde expone su investigación sobre el desarrollo del lenguaje en su hija y otros 2 niños más. Bloom partía de las ideas de Chomsky y de la gramática generativa pero se percató de que, para explicar las construcciones gramaticales de los niños, necesitaba interpretar lo que éstos querían decir; o, lo que es lo mismo, tenía que considerar el contexto.

El ejemplo más citado de Bloom es el enunciado "Mamá zapato" que profiere su hija en diversas ocasiones. No era lo mismo que lo hiciera en la calle mirando el escaparate de una zapatería, que en casa trayendo un zapato de mamá en la mano (o trayendo sus propios zapatos) al ver a su madre dispuesta a salir. En el primer caso puede que la niña quisiera decir algo como: "Mamá, mira ahí zapatos" (indicación de objeto y de lugar); en el segundo puede que fuera: "El zapato de mamá" (posesivo); en el tercero, un protoimperativo del tipo: "Ponme los zapatos".

Bloom concluyó acertadamente que la intención significativa poseía la clave no sólo de lo que el niño quería expresar, sino también de la posible estructura gramatical que se prestaba a su enunciado. Otros autores por esos mismos años abundan en las mismas ideas. MacNamara abre un excelente artículo publicado en 1972 con la frase siguiente: "El niño utiliza el significado como clave de entrada al lenguaje y no lo contrario". Schlessinger (1971) llega a afirmar que esta intención del niño por significar se plasmaba en determinada estructuración de la frase (ordenación de palabras), como por ejemplo el agente precede a la acción. Los puntos de vista de estos investigadores se impusieron por su evidencia psicológica. Las consecuencias fueron muy fructíferas. La primera fue que el modelo de Chomsky, sin perjuicio de que sea válido para estudiar aspectos estructurales del lenguaje (adulto), tiene su talón de Aquiles en que se desentiende del significado; o, más bien, presupone que éste viene como consecuencia de haber establecido una estructura sintáctica. Por el contrario, la psicolingüística infantil llega a la conclusión de que el significado (la intención significadora) es anterior a su expresión lingüística y además contribuye a darle forma. De aquí la propuesta de explicar los enunciados infantiles de primera hora a partir de una gramática semántica y no sintáctica. La segunda fue percatarse de que el niño habla de lo que tiene delante y habla de ello según un conocimiento que posee de sus relaciones con personas y actividades con los objetos. Por consiguiente, hay que estudiar el lenguaje y su adquisición dentro de la perspectiva más amplia del conocimiento del niño y del desarrollo de ese conocimiento.
Descubrir que la adquisición del lenguaje en los niños está guiada por la aprehensión de los significados y las intenciones significativas constituye la revolución semántica.
Las relaciones entre desarrollo cognitivo y desarrollo lingüístico son complejas y no fáciles de explorar. Lois Bloom sugirió unas primeras pistas. Por ejemplo, los pequeños "hablan" de las personas que tratan y de los objetos que pueden manejar y que se mueven; no hablan de objetos grandes (muebles, armarios, etc.) o inaccesibles (lámparas, adornos de la pared, etc.). En los enunciados de dos palabras que ella anotó e interpretó aparecen, como ya se ha sugerido arriba, relaciones de posesión ("zapato de mamá"), de ubicación ("ahí zapato"); los niños hablan de cualidades de los objetos ("nena linda"); también expresan la desaparición o el final de algo (¡Yatá!, "¡Se fue!"), así como la reaparición o el deseo de que algo vuelva a repetirse (¡Más agua!"). Los autores subordinaron todo esto a la adquisición de la noción de objeto por parte de los niños, un jalón importante en el proceso de desarrollo cognitivo según la teoría de Piaget. La teoría de Piaget sugirió otra conexión entre desarrollo cognitivo y el lenguaje emergente. Puede que los niños trasladasen el conocimiento construido a través de su acción a la esfera del lenguaje; de ahí brotarían las representaciones mentales de agente y acción que, a su vez, se plasmarían en una organización gramatical: sujeto-verbo-objeto.
Como resultado de la "revolución semántica", a finales de los setenta los investigadores estaban convencidos de que existen unos prerrequisitos cognitivos del lenguaje (Slobin, 1973). El conocimiento que va adquiriendo el niño es como una especie de "tierra madre" donde el lenguaje echa sus raíces. Era un presupuesto muy atractivo pero vago. El problema está en caracterizar ese conocimiento y cómo se plasma en el lenguaje. Estando la teoría de Piaget en su cenit era natural que hacia ella se volviesen todas las miradas. Sin embargo, poco a poco se ha comprobado que las ideas piagetianas no son las más aptas para resolver los problemas cognitivos específicos de la adquisición del lenguaje. Enseguida ampliaremos este tema.
4.2.3.La avenida de la comunicación
Hacia mediados de los setenta, cuando la circulación era aún notable por la avenida semántica, empieza a dibujarse otra corriente que, sin minimizar la importancia de la sintaxis y de las intenciones significativas para describir los enunciados de los niños, redescubre su naturaleza comunicativa. Dado que existen formas de comunicación previas al lenguaje, parece lógico que se busque el hilo que conduce de aquéllas a éste. Los psicolingüistas de orientación semántica sugerían que el conocimiento que el niño tiene de su mundo (a través de su percepción y su actividad) se traduce en ciertas reglas de construcción de enunciados. Los psicolingüistas que dan relevancia a la comunicación sostienen que el conocimiento de las personas y los procedimientos (prelingüísticos) para trasmitir a éstas un cierto mensaje tiene que influir necesariamente en la construcción lingüística. Retomando una idea apuntada en el capítulo anterior, el niño no sólo es un actor en el mundo sino un narrador.
La manera de injertar el lenguaje en el tronco de la comunicación fue explorar las funciones que ésta cumple. Bruner (1983) lo expresó así: "Hay que tomar en consideración qué es lo que el niño trata de hacer cuando comunica" (o cuando habla). Obsérvese que Bruner escribe "trata de hacer" y no "trata de decir"; con ello nos recuerda que el habla es una manera de acción. Los enunciados tratan de "mover" al interlocutor: persuadirle, obligarle, pedirle información, rogarle, etc. Éste es el sentido de la noción de "acto de habla" que propone Searle (1969) y que ampliaremos en el capítulo que sigue. En la medida que el que habla consigue alguno de esos objetivos, le atribuimos una buena competencia comunicativa. Es obvio, con todo, que ésta pasa por una estructuración lingüístico-gramatical que puede adquirir infinitos matices (creatividad del lenguaje).
Los psicolingüistas de esta corriente se lanzaron a indagar las raíces de la competencia comunicativa remontándose para ello a la comunicación preverbal. Estudiaron, entre otras cosas, cómo "se las arregla" el niño para expresar a su interlocutor (generalmente adulto) a qué se está refiriendo; cómo modula a través de la entonación sus propósitos enunciativos; cómo maneja las pausas y el diálogo, etc. Se trata de situaciones en que predomina la acción: son los formatos de acción conjunta comentados en el apartado 2; los enunciados (vocalizaciones) van surgiendo allí en distintos momentos y nos dan una primera idea de lo que el niño pretende de su interlocutor por procedimientos que no son acción pura sino lenguaje-a-la-manera-de-acción. Dentro del paralelismo entre acción y lenguaje, Bruner (1983) estudió expresamente cómo se marca el niño un objetivo al hacer cosas en compañía del adulto, y pasa a desenvolver ese núcleo de acción. Trasladado al dominio lingüístico, ello equivaldría a "fijar el tema" de conversación y elaborar seguidamente los "comentarios".
Los psicolingüistas investigaron también la influencia del habla de los padres en el lenguaje del niño. Es el famoso tema del input lingüístico (ver Snow y Ferguson, 1977). Llamó especialmente la atención cómo se dirigen las madres a sus pequeñines. Es un lenguaje simplificado (en su gramática, en el léxico y en la fonología); es repetitivo, especialmente rítmico y muy rico en entonaciones. (Los anglosajones lo denominan "baby talk"; en español no ha recibido denominación específica). Los estudios sobre este registro de lenguaje materno muestran que está muy adaptado para atraer la atención del niño, para provocar sus vocalizaciones proto-conversacionales, para dar cauce a la expresividad y afecto de los adultos pero no parece influir directamente en que el lenguaje brote más pronto ni en que progrese con más celeridad. El lenguaje de los padres es objeto de imitación. ¿Constituye ésta un mecanismo de adquisición de lenguaje? La respuesta es que no; lo cual no está en contradicción con que muchas palabras y expresiones de los niños sean reproducción de las que escuchan en su entorno lingüístico. Pero una cosa son elementos del léxico o las "frases hechas" y otra es que la estructura del lenguaje pueda derivarse por retención-repetición. Otras modalidades del input lingüístico son las correcciones y expansiones. Los padres no se preocupan excesivamente por la gramaticalidad defectuosa de las frases de sus pequeños; corrigen más bien a sus niños cuando sus enunciados no se ajustan a la realidad (errores de información o apreciación). Los padres expanden, completándolos o glosándolos, muchos de los enunciados, pero esta conducta tampoco se traduce en apreciables mejoras en el lenguaje infantil incipiente. En definitiva, tampoco la "avenida de la comunicación" colmó las expectativas de los psicolingüistas.

4.3.Nuevas orientaciones en el estudio de la adquisición del lenguaje

Los avances por los caminos o "avenidas" hacia el lenguaje de los niños, a la vez que abrían rutas, evidenciaron la lejanía de una explicación unificada. La tarea investigadora optó por fragmentar el campo de trabajo, tendencia que subsiste aún hoy día. Sin embargo, existen algunas líneas maestras de investigación. Lila Gleitman y Eric Wanner (1982), en una recopilación de trabajos sobre el "estado de la cuestión", afirman que para investigar la adquisición del lenguaje es necesario previamente despejar dos incógnitas concernientes a cómo se enfrenta la mente infantil al mismo. Primero, las criaturas han de discriminar entre los sonidos que les llegan, los del habla humana y, seguidamente, segmentar su flujo en unidades como palabra y frase. ¿Cómo y cuándo lo consiguen? Segundo, las criaturas han de intuir que esas unidades "lanzan flechas" hacia el mundo circundante, es decir, trasladan al lenguaje cosas o sucesos. ¿Cómo se las arreglan para establecer esa conexión (la referencia)? El siguiente diagrama ilustra esta cuestión.
La flecha indica la correspondencia o aplicación, en sentido matemático. La literatura anglosajona la denomina mapeado.
La flecha indica la correspondencia o aplicación, en sentido matemático. La literatura anglosajona la denomina mapeado.
Sólo cuando estos dos temas estén suficientemente dilucidados puede abordarse el núcleo central de la adquisición del lenguaje: cómo consigue el niño expresar en una construcción gramatical cosas y sucesos externos (y también internos). Daremos una breve noticia de los dos primeros. El tercero es, ni más ni menos, todo el desarrollo del lenguaje hasta la correcta expresión.
Por debajo de estas propuestas están las influyentes ideas de Chomsky que dominan el escenario de la adquisición del lenguaje: el postulado de un conocimiento lingüístico, en forma de predisposiciones innatas que facilitan su adquisición, y la antigua idea de las intuiciones del hablante acerca de la gramática que ahora es reformulada como intuiciones del niño de meses acerca del lenguaje. Un tercer tema que aparece en filigrana es el modelo de la mente modular de Fodor: seguramente el lenguaje se ubicaría en uno de los módulos.

Los psicolingüistas infantiles adoptan la postura heurística de "introducirse en la mente" de una criatura de pocos meses y preguntarse (suponiendo que ella puede hacerlo): "¿Cómo me las arreglo para abrirme paso en la "selva amazónica" de los sonidos que oigo? Cuando la gente me habla, mira hacia fuera ¿guardan alguna relación los sonidos que profieren con aquello que miran?". La respuesta que van a dar es que el niño no es como los conquistadores que se abrían camino al andar... La inducción pura no lleva a ninguna parte. Por tanto, el niño debe portar en su equipaje mental un plano que dirija sus primeros pasos por "senderos" seguros. Son predisposiciones a procesar el flujo de sonidos "lingüísticamente" y a entender que ciertas "unidades sonoras" representan entidades del mundo. De ahí a caracterizar esas predisposiciones como formas de procesamiento modularizadas sólo media un paso.

Los descubrimientos sobre las capacidades perceptivas nacientes de los niños, en particular su percepción auditiva categorial, no fueron ajenos a este énfasis en las predisposiciones innatas de los humanos hacia el lenguaje. Si los niños nacen bien organizados para conocer el mundo perceptivamente ¿por qué no hacer extensiva esa organización de base al lenguaje? Justamente es en la zona de solapamiento entre percepción y lenguaje donde se ubica la primera incógnita que Gleitman y Wanner exigen despejar: cómo y cuándo empiezan las criaturas a descomponer el flujo sonoro que escuchan. Los métodos de discriminación perceptiva (habituación/deshabituación) fueron aplicados con éxito en este terreno. Los resultados son verdaderamente sorprendentes. A las pocas horas de nacer, los niños distinguen entre sonidos propios del lenguaje y otros. A los 4 días de nacer, distinguen entre dos lenguas por el ritmo y entonación de cada una. Se probó que la percepción categorial alcanzaba a multitud de fonemas; de lo cual se sigue que identifican en el habla unidades a este nivel. Aún fue más interesante descubrir que los niños destacan del flujo sonoro palabras en base a la intensidad prosódica con que son proferidas y que captan las frases por la entonación que acompaña su comienzo y final. Dentro ya de la frase, diferentes ordenaciones de las mismas palabras también son discriminadas.
El segundo sector de investigación es el de la conexión (a establecer) entre el mundo real y el dominio lingüístico. A un primer nivel es cómo capta el niño que el lenguaje (de las personas) "habla" acerca de las cosas externas. Los investigadores se concentran aquí en las capacidades cognitivas de la mente infantil. Es correcto siempre que no olvidemos que tales capacidades las desencadenan "perturbaciones" que se dan en la interacción social; las situaciones en que se gestan los primeros significados son prototípicas al respecto. Clásicamente, los autores introducen el tema con una parábola: un día el niño oye decir a alguien una palabra a la vez que señala algo...

Parece ser que fue el filósofo Quine el que lo planteó así. He aquí una traslación libre de su idea. La abuelita señala al gato que está en la alfombra dormitando y profiere la palabra gato. ¿Cómo sabe el niño que aquellos sonidos designan al gato y no sus bigotes, el color de su piel, su ronroneo o la alfombra sobre la que yace?

Parte de la respuesta es que, así como perceptivamente el niño contempla el espacio que se abre ante su vista poblado de objetos discretos (con su contorno, su forma, sus posiciones relativas), el universo sonoro también se ofrece naturalmente a la percepción auditiva como disgregable en unidades; más aún: la mente de los niños está predispuesta a establecer la correspondencia entre los dos tipos de unidades perceptivas. No hace falta insistir que el "bloque sonoro" detectable por los niños, y que los adultos denominamos palabra, no es para ellos una palabra, ni es nombre, ni lleva consigo el concepto de gato o de lo que sea. La segunda parte de la respuesta es que la mente del niño atribuye al "objeto gato" la unidad sonora gato (y no a cualquiera de sus atributos o a la alfombra) porque el gato es un objeto relevante en sí (se mueve, maúlla, se deja acariciar, etc.) y es motivo de intercambio social ("¡No toques al gato!", "¡Busca al gato!", etc. ). Ha adquirido una representación mental del mismo. Esto último implica que el niño conoce qué objeto es su gato casero (al mismo nivel que conoce qué es una galleta, una fruta, una taza, etc.). La palabra tiene como prerrequisito un entendimiento, por mínimo que sea, de la entidad a que se aplica. O, como dice Lois Bloom (1993), las cosas han de estar primero en la mente, después serán trasladadas al lenguaje.
Antes hemos aludido a que la designación verbal se explica, en un principio, recurriendo a las capacidades cognoscitivas de los niños. Esta capacidad exige mínimamente manejar dos tipos de representación: la del objeto y la de la unidad sonora. La asociación, entre ambas es arbitraria, tiene que aprenderse y se aprende en el intercambio social. Lo que no se aprende es la "asociabilidad" en sí misma, porque la mente del niño está diseñada para descubrirla y generalizarla. Las representaciones aludidas son, a este nivel, de procedimiento. El desarrollo cognoscitivo creará el concepto y el nombre, respectivamente, y éstas son ya representaciones conceptuales o declarativas. La contraposición entre las dos representaciones mentales en juego nos recuerda, una vez más, que estamos privilegiando en los orígenes del lenguaje el marco cognoscitivo. Un debate histórico es si el lenguaje pertenece enteramente al dominio cognoscitivo general, si nace a la manera de una incrustación en él, o bien el lenguaje se crea su "espacio" propio y opera básicamente al margen de aquél. La respuesta es la segunda: el lenguaje constituye un dominio sui generis independiente, aunque conectado al dominio cognoscitivo general.
Un postrer aspecto que no queremos dejar sin comentario es el del innatismo lingüístico, propugnado por Chomsky, que parece recibir confirmación con el descubrimiento de todas esas sorprendentes capacidades de los niños de identificar palabras, frases, poner "etiquetas sonoras" a los objetos y demás. En los medios lingüísticos se acepta que las personas humanas nacemos con un conocimiento (innato) de los principios de la gramática universal y, por tanto, el desarrollo del lenguaje es simplemente ajustar los parámetros que caracterizan cada lenguaje. De ahí a negar que exista desarrollo del lenguaje sólo media un paso. Esta última proposición el psicólogo la rechaza a priori. Establecer, pues, los límites de las capacidades innatas para el lenguaje (o por el contrario, aceptar su prevalencia) es crucial para hablar con propiedad de desarrollo del lenguaje. Aquí, primero hay que recordar lo que a propósito de lo innato se dijo en el apartado 3 del módulo "Historia y teoría del desarrollo": las predisposiciones hacia el lenguaje articulado demuestran que el grado de organización del dominio lingüístico en los niños no es nulo. ¿Qué función cubren esas predisposiciones a procesar perceptivamente ciertos sonidos de cierta manera productiva, así como la predisposición a conectar objetos del espacio visual y del sonoro? Ya lo hemos dicho, facilitar la tarea ímproba de "abrirse paso en la selva virgen" de percepciones auditivas. Si el lenguaje es inaccesible a la criatura humana mediante un proceso de inducción a partir de los datos en bruto, la evolución le entrega un "plano" que, curiosamente, le indica más por dónde no debe ir que el camino exacto a seguir. Otra manera más científica de expresar lo mismo es decir que el aprendizaje del lenguaje está sometido, de entrada, a ciertos constreñimientos (en inglés, constraints): el cauce que toma el lenguaje evita determinadas direcciones que no llevan a ninguna parte. Una vez ese cauce empieza a trazarse, él mismo va a ir afirmándose y llenándose de caudal lingüístico. En lo cual juegan su papel irremplazable las "perturbaciones" perceptivas y sociales que desencadenan el nacimiento de la palabra, de las primeras frases y de las gramaticalmente correctas al fin.
La tesis correctiva del innatismo es que el lenguaje es un sistema que se produce a sí mismo y su elaboración sigue un proceso en que cada logro se apoya en los anteriores y los reelabora a un nivel superior.Que el lenguaje es un sistema que se produce a sí mismo significa que el que aprende a hablar debe descubrir gradualmente un conjunto de reglas propiamente lingüísticas: sintácticas, que confieren estructura a cada enunciado, y semánticas, que trasladan al mismo las entidades del dominio extralingüístico (referencia). Estas reglas las "hace suyas" a la vez que aprende a hablar; habla a la vez que aprende más y más reglas. Una autora, especialista en adquisición del lenguaje, expresa esto mismo así:

"La postura frente al innatismo [lingüístico] está cambiando en los últimos tiempos. Hay un consenso, cada vez más firme, en que los principios que guían el desarrollo del lenguaje se activan al momento del propio desarrollo, son un producto del mismo, al mismo tiempo que contribuyen al proceso. En otras palabras, los principios tienen su propia ontogénesis. No son algo estático, sino que aparecen sucesivamente y cambian con el tiempo" (Bloom, 1993).

En el proceso de adquisición del lenguaje se aprecia nítidamente que los inputs (el habla que oye el niño) son perturbaciones desencadenantes y canalizadoras de aquél pero en ningún caso juegan el papel de causas eficientes. Este proceso es el de una construcción (al modo de Piaget): el niño utiliza primero sus reglas y las va ajustando progresivamente a las reglas adultas. Todas ellas forman una especie de entramado. Los psicolingüistas infantiles tratan, sobre la base de esta hipótesis, de mostrar como se van derivando entre sí y describir a la vez los procesos psicológicos que promueven este avance. Uno de estos –conocido como redescripción– lo estudiaremos en el apartado 1 del módulo "Desarrollo cognitivo en niños de 2 a 12 años".

4.4.Los inicios del lenguaje en el niño

Es imposible fijar el momento exacto –más allá de una apreciación grosera– en que el niño profiere su primera palabra. ¿Son palabras las primeras vocalizaciones repetitivas que pronuncian los niños hacia los 9-10 meses y a las que los padres asignan con toda ilusión un "significado"? ¿Son palabras las vocalizaciones más complejas que profieren, pero que sólo vagamente se asemejan a palabras adultas? ¿O hay que esperar a calificar de palabra aquella que coincide en su forma y su uso con la de un adulto? La opinión general es que, más o menos, en torno al año los niños ya utilizan "palabras", entendiendo por éstas juegos de fonemas (sílabas) consistentes en que "nombran" personas u objetos de su entorno o expresan pequeños sucesos, como la caída de algo ("¡Bum!") o el final de una actividad ("¡Yatá!").
Antes de que las primeras palabras hagan su aparición, los padres se han percatado de que los niños entienden frases que les son dirigidas. Investigaciones para evaluar la comprensión lingüística infantil coinciden, con ciertos matices, en que la comprensión del lenguaje suele tomar la delantera a su expresión. Parece ser que en la comprensión juegan un papel importante las dimensiones paralingüísticas del habla: entonación, acento, ritmos y pausas, gestos acompañantes, etc. A partir de un momento, los pequeños reproducen perfiles de entonación –como si los ensayasen (reacciones circulares)– sin que sus vocalizaciones posean contenido lingüístico alguno. Ya a partir de los 10 meses, muchos niños discriminan palabras, reconociéndolas la mayor parte de las veces dentro de frases rituales. En el intervalo de 3-4 meses siguientes, el "vocabulario" (de comprensión) infantil va creciendo. Los pequeños comienzan a fijarse en los fonemas que integran las palabras, lo cual les va a permitir reconocerlas individualizadamente y al margen de las entonaciones que las envuelven. Esa discriminación singularizada suele nacer dentro de un contexto (comida, baño, ir a la cama, juegos rituales, etc.) y la palabra empieza siendo índice de alguna de las situaciones antedichas.
Con sus primeras palabras, los niños entran en lo que los psicolingüistas denominan la etapa de una palabra. Durante un tiempo –que suele alargarse el resto de su segundo año de vida– su repertorio de palabras crece muy despacio hasta que, al final del segundo año, hay un súbito incremento del vocabulario. Enseguida pasan a las "frases" de 2 palabras. Es oportuno comentar aquí dos aspectos de estos inicios del lenguaje. Uno de ellos se refiere a los mecanismos psicológicos y lingüísticos que subyacen en el incremento de su vocabulario y, más aún, en la transformación de las primeras "palabras" (entre comillas) en palabras psicológicas y lingüísticas. El segundo trata de analizar y clasificar estas primeras producciones lingüísticas atendiendo a su carácter sintáctico y/o semántico, lo cual proporciona una "ventana" desde la que asomarse a la mente lingüística de los niños.
Los niños están motivados a hablar porque, ante todo, quieren comunicar mejor. ¿Comunicar sobre qué? Sobre las personas, objetos, situaciones que les interesan. Justamente sus primeras palabras son acerca de estos temas: personas de casa con quien están unidas afectivamente, objetos que resaltan o que manipulan (juguetes), situaciones y episodios que solicitan su atención (la comida, ir de paseo...). Las primeras palabras se insertan en la constelación de impresiones que tienen de personas, objetos y situaciones para ellos relevantes; son un elemento más de la representación que están construyendo de cada entidad a su alcance comprensivo. Las primeras palabras poseen la naturaleza de índices asociados a las mismas y funcionan como "etiquetas" que designan. Son una prolongación de los gestos ostensivos (señalar). Las denominaremos descriptores primitivos. La psicolingüística infantil trata de explicar cómo se convierten estos descriptores en palabras, es decir, cómo incorporan significación (social) y se hacen elementos de las estructuras del lenguaje. Es un proceso a cuatro bandas:
1) Cognitivo, de formación de conceptos.
2) Cognitivo-lingüístico, de descubrir qué es el nombre (nombrar).
3) Psicosocial, de dar al descriptor un significado (que no es inherente al sonido del mismo).
4) Lingüístico, de ubicar los descriptores en una estructura (sintáctica) y por tanto en mutua relación.
Los cuatro subprocesos están entrelazados, se influencian unos a otros a través de bucles de retroalimentación.
Las primeras palabras van uncidas al conocimiento que los niños van adquiriendo. Son representaciones de procedimiento; son, además, representaciones de naturaleza lingüística porque nacen y se ubican en el dominio de lenguaje. Son descriptoras de personas, objetos, situaciones. Son proferidas por el niño/la niña cuando una de estas entidades reaparece: la representación en escena evoca la representación lingüística. Por debajo de esta explicación está la idea de que los niños poseen un repertorio de descriptores aprendidos (la comprensión avanza la producción) y que las extraen de su memoria (un almacén) cuando reaparece el estímulo que provocó su entrada. Aquí arranca el proceso que transforma estas representaciones de procedimiento a otras conceptuales o declarativas. Obsérvese que es estrictamente cognoscitivo porque el niño/la niña no cambia la forma lingüística (sea un descriptor o una palabra); lo que cambia es su comprensión de la misma. El proceso implica que el descriptor deje de estar "pegado" a una persona/objeto/suceso y sea aplicable a otras, aplicación por analogía o generalización. Katherine Nelson ha dado una versión plausible del mismo (Nelson, 1973, 1974). Su punto de partida es que los descriptores designan entidades dotadas de colores y sonidos manejables, que sufren cambios llamativos a su vista, satisfacen sus necesidades, etc., o sea, son relevantes para ellos. Técnicamente diremos que son captadas a través de las funciones que cumplen. Toma el ejemplo de "pelota". Es un objeto frecuente en el campo de la percepción-acción del niño: papá presenta la pelota, es roja, juega a "toma y daca", se cae y rueda, hay que recogerla de debajo de la mesa, etc. Las escenas con la pelota se irán sucediendo en diversos lugares y con efectos también diversos. Pero, pese a la diversidad de circunstancias y efectos, hay, dice K. Nelson, un núcleo funcional persistente que es como la síntesis (efectuada por el niño) de "cómo funciona" ese objeto. Gran parte del secreto es que el niño se relaciona directamente con la pelota y debe actuar de determinadas maneras a consecuencia del comportamiento de la misma. Al mismo tiempo, el niño retiene características perceptivas de "pelota"; algunas, como ser redonda, son esenciales mientras que otras como ser roja o maciza serán accesorias. En un momento dado, lo que comenzó siendo un descriptor de un objeto en una situación prototipo, es ampliado a otras situaciones y con pelotas que se comportan igual (analogía). El niño/la niña conocen de otra manera ese objeto. Ya saben qué es una pelota. La presencia de una pelota evoca la palabra pelota, independientemente de las circunstancias en que se presente. El descriptor se ha "liberado" de sus ataduras de origen: ya es una palabra.

R. Brown (citando a Lewis, un autor de 1936) trae el caso de un niño que se hace con el concepto y palabra flores. Primero fue un ramo de narcisos en el florero de casa; luego otro día un ramo parecido, luego otras flores en el mismo florero y por fin flores de todo tipo y en todos los lugares, incluso las dibujadas en los libros de cuentos... (Brown, 1965).

La segunda dimensión del nacimiento de las palabras, más allá de meros descriptores, es el descubrimiento que hace el niño/la niña de que todo tiene nombre. Hasta aquí las "etiquetas que los pequeños "pegaban" funcionaban como piezas sueltas en su panorama mental y lingüístico, es decir, eran proferidas circunstancialmente. El niño/la niña posee una lista {E1, E2, E3, ...} y va a descubrir que hay una etiqueta que abarca todo el conjunto. Ésta se llama el nombre: todas las Ei son nombres. Personas, objetos, acciones, episodios, etc. todo es nombrable.

En la película, El milagro de Ana Sullivan se narran los primeros años de Hellen Keller, una niña ciega, sorda y muda de nacimiento que fue "extraída de las tinieblas" por su preceptora y maestra Ana Sullivan. Cuando Hellen tiene unos 5 ó 6 años, se describe en la película –una soberbia escena cinematográfica– la gran revelación para la niña de que todo tiene nombre. Hellen está en el pozo del jardín accionando la bomba mecánica del agua que chorrea sobre su mano abierta. La preceptora traza sobre la palma de su mano el signo táctil agua, agua,... De repente viene la iluminación. La mente de la niña capta instantáneamente que aquello que interesa a su tacto tiene un signo asociado... Y se la ve correr alocadamente por los alrededores, perseguida por Ana Sullivan, tocando y asimilando el signo correspondiente a árbol, puerta, yerba,... Hellen Keller llegó a ser, de mayor, una escritora famosa en Estados Unidos.

Descubrir que todo tiene un nombre es un salto cognitivo formidable porque supone la recursión, explícita en la fórmula poner nombre al hecho de poner "nombres". Es un proceso también lingüístico porque la representación de nombre procede y se asienta en el dominio del lenguaje.
La tercera dimensión del paso de descriptores a palabras es social. Es fundir el sonido con el significado. Este tema es la prolongación directa del tema de los primeros significados, expuesto en el capítulo anterior. El niño/la niña están inmersos en un mundo de objetos y sucesos al lado de los adultos que les instruyen con sus gestos y sus palabras. En los formatos de acción conjunta se ponen de relieve los objetos manipulables. El niño/la niña que "peinan" al muñeco, que "telefonean", que juegan a "barcas" asimilan estos objetos y su nombre allí primero; luego poco a poco los van a ir generalizando puede que a la manera como lo explica K. Nelson (1973). El uso significativo de las palabras es social: está ligado a la manera socialmente convenida de denominar no sólo objetos, sino multitud de acciones (comer, peinarse, dar, tocar, pasear, etc.) que forman la trama de la vida cotidiana. El niño/la niña aprenden socialmente las diferencias, sutiles para su mente, entre mirar y ver, dar y entregar, pedir y rogar, etc., etc. Las palabras con que el niño nombra (una vez que ha descubierto la "esencia" del nombre) son ahora ya símbolos. El paso que estamos comentando habría que tratarlo, recurriendo a la terminología de Peirce (1987), como la redescripción de un signo-índice en un signo-símbolo.
La última dimensión de acceso a la palabra, propiamente dicha, la situamos en el dominio del lenguaje. Arranca con el descubrimiento de que los descriptores de personas, objetos y sucesos pueden relacionarse entre sí, esto es, la mente los puede tratar como un sistema autónomo (el lenguaje). Son las primeras combinaciones de nombres + adjetivos (muñeca mía, nena bonita...) o nombre + verbo (papá no (es)tá,...) u otras que forman el repertorio infantil. Es interesante el detalle de que, al principio, los niños sólo consideran como palabras los nombres, verbos, adjetivos pero no los artículos, preposiciones, conjunciones y adverbios. El punto final llegará cuando ya para el niño (mayorcito) el lenguaje constituya un sistema cerrado, es decir, todos sus elementos se explican los unos por los otros: diccionarios y gramáticas.
Otro tema que ha interesado a los psicolingüistas infantiles es el de los tipos de palabra con que los niños estrenan en su vocabulario. Una de las investigaciones más celebradas es la de la misma Katherine Nelson (1973), pocos años más tarde completada por su colega Benedict (1979). Nelson recogió y analizó las primeras 50 palabras de 18 niños agrupándolas en categorías. La primera comprendía los nombres genéricos, es decir, los que el niño aplicaba a clases de animales u objetos (perro, coche, nena); en la segunda entraban los nombres de personas, animales de compañía o de objetos concretos (papá, Milú, toc-toc por el reloj de pared); otra categoría incluía las palabras asociadas a una acción como "cucu-tras", "comer", "no", etc.; otra agrupaba las palabras para relacionarse socialmente: "Si", "Adiós", "Dame", etc. Nelson estableció más categorías pero entraremos en detalles. Los criterios que siguió la investigadora no fueron ciertamente los de la gramática adulta (nombre sustantivo, adjetivo, verbo, etc.) por dos razones: porque, como hemos dicho, en la fase de una sola palabra se excluye toda consideración gramatical y porque, desde el punto de vista del niño (que es el que habla), una agrupación de palabras por significados es más fiel a los propósitos de su mente. La categoría más representada es la primera de las enumeradas: la de los nombres genéricos, seguida de los nombres concretos. K. Nelson descubrió, además, que el uso que hacían los niños de unas u otras categorías invitaba a agruparlos en dos clases. Por un lado los niños más expresivos, aquellos en que predominan las palabras para relacionarse socialmente; junto con ellas los nominales genéricos ocupan un rango notable. Por otro lado están los niños más referenciales en los que predomina el uso de los nombres concretos, pero también es alto el porcentaje de niños en que dominan los nombres genéricos. No se trata de una dicotomía abrupta, es decir, que no hay niños expresivos puros o referenciales puros; se trata más bien de una tendencia.

4.5.Conceptos, categorías y palabras

En diferentes puntos de la asignatura, hemos venido hablando de conceptos y categorías: en el apartado 6 del módulo "Desarrollo psicobiológico" en relación con las representaciones mentales; en este apartado, en relación con las primeras palabras. Trataremos ahora de recoger estas ideas dispersas en una formulación coherente y ver cómo establece la mente de los niños el puente entre conceptos y lenguaje.
Los niños nacen con un sistema perceptivo que contempla el mundo como compuesto por entidades discretas: las personas y objetos. Los niños nacen con un sistema perceptivo preparado para establecer la relación "esto es igual/parecido a esto". Como se dijo en el apartado 6 del módulo "Desarrollo psicobiológico", no hay aquí juicios o consideraciones sino simples computaciones. Los niños no poseen la noción de "igual" o "parecido", sino que deciden que X es igual/parecido a X'. Los criterios de decisión son perceptivos y, entre ellos, prevalece la forma. Objetos esféricos pueden ser asimilados entre sí como iguales y, en un momento, ser denominados pelota, aunque alguno (como una sandía) no tenga mucho que ver con una pelota. En todo caso, esta manera de ver el mundo lleva a que su mente agrupe las cosas creando las categorías o clases. Agrupar cosas, como por ejemplo las pinzas de colgar ropa o las pipas en que fuma papá, no quiere decir que el niño haya aprehendido el concepto de pinza o de pipa; lo que sí ha aprehendido seguramente es su significado funcional: para que sirven, cuál es su uso. Esto justamente explica que los niños tienen tendencia a agrupar objetos no sólo en razón de que son iguales (clases de equivalencia), sino en razón de que concurren en un uso cotidiano. Por ejemplo, platos, cubiertos, vasos son agrupados por los niños porque "sirven para comer".
Con la emergencia del lenguaje, el niño se enfrenta a un problema completamente nuevo: nombrar aquellas cosas cuyo significado funcional conoce y nombrar otras que también están "ahí delante", que son nuevas o que no habían suscitado hasta ahora su interés o curiosidad. Aprender el lenguaje es, en esta primera etapa sobre todo, aprender el nombre (ristra de sonidos) que las personas mayores dan a lo que el niño percibe. Aquí es donde se sitúa el enigma de Quine que comentamos en el apartado 3 de este capítulo. Muchos autores, entre otros Katherine Nelson y Lois Bloom, no están de acuerdo con la presentación que hace Quine (y sus seguidores) del tema. De hecho, los adultos en sus comunicaciones y manipulaciones de objetos con los niños resaltan estos últimos: los toman en la mano, agitan, hacen sonar o bien los señalan de manera inequívoca, etc. antes de nombrarlos. Por lo tanto, el niño no está tan despistado como se pretende. Una de las funciones de la comunicación preverbal en torno a los objetos es focalizar la atención de la criatura dando relevancia a lo que el adulto presiente que despertará su interés.
De todas maneras, parte del enigma de Quine sigue en pie, puesto que no todas las comunicaciones son tan explícitas en su referente como las de los primeros juegos a dúo. La psicología cognitiva del desarrollo ha tomado entonces una dirección paralela y se ha lanzado a indagar si no tendrán los niños ciertas "intuiciones" que les permitan una rápida decisión acerca de "aquello" a lo que los mayores asignan la ristra de sonidos que escuchan. Ellen Markman, en la década de los ochenta, ha realizado una serie de investigaciones al respecto y concluye que, en efecto, los niños se guían en su tarea de asignar nombres que escuchan a los otros por dos principios básicos (Markman, 1987). Enunciados de forma elemental son: primero, cuando un pequeño oye una palabra nueva, piensa que ésta nombra el objeto presente y no cualquiera de las innumerables cosas que pueden estar relacionadas con él. En el ejemplo de la abuela que dice "¡Mira el gato!" o "¡Qué gato más antipático!", el niño/la niña intuyen que gato es el nombre de aquel "objeto" y no del color de su piel o sus bigotes o la alfombra sobre la que está desperezándose. El segundo principio es que, cuando los niños conocen el nombre de un objeto y oyen una palabra desconocida en situación en que ese objeto está presente junto con otros, asignan el nuevo nombre a otro de los objetos. Más brevemente, dos palabras distintas designan dos objetos distintos. En el ejemplo que venimos comentando, si el niño/la niña saben que gato nombra al gato, y la abuela dice "¡Qué animal más peludo!" tenderían a aplicar el término animal no al gato, sino a otro objeto de por allí (¿la alfombra?). Estos principios son del mismo tipo constreñidor o limitativo que los estudiados anteriormente: no dan la clave del nombre pero, en alguna medida, evitan que el niño se pierda en la selva de denominaciones.
Ya hemos hecho hincapié en que los primeros "nombres" –gato, pipa, vaso, etc.– son meros descriptores o etiquetas. Hemos planteado el proceso cognitivo (a 4 bandas) que lleva de estos descriptores al nombre, propiamente dicho. La cuestión siguiente es: ¿nombra el niño aquel objeto concreto o tiene presente a propósito de aquel objeto la clase de objetos a que corresponde? Más concretamente, ¿gato representa en su mente este gato-aquí-delante o representa los gatos? Sólo en el segundo caso, el niño está tratando con conceptos. Estos remiten a clases; lógicamente, clases y ejemplares de cada clase son cosas conceptualmente distintas. Probablemente, el niño está realizando simultáneamente el proceso de nombrar objetos concretos (ejemplares de una clase) y advertir que ese objeto y otros iguales/semejantes son agrupables en clases. Desde el momento en que el niño generaliza gato, pelota, etc., aunque sea erróneamente, está entrando en el mundo de los conceptos. La creación de conceptos está pues asociada a la de categorías o clases; a través de estas últimas aprehendemos el mundo. Éste no se nos aparece, por ejemplo, como colección de seres singulares –esta mesa sobre la que escribo, esta puerta que abro, aquella persona a quien saludo– sino como clases de seres: mesas, sillas, personas, etc. Cuando el niño crea los nombres, está instaurando en su mente, gracias al lenguaje, la operación cognitiva que vulgarmente llamamos pensar. El nombre es, a partir de este momento, un símbolo, porque representa convencionalmente una clase de entidades.
La creación de conceptos y categorías (dos caras de la misma moneda) ha sido brillantemente esclarecida por la investigadora americana Eleanor Rosch y colaboradores (1978). Uno de éstos, Carolyn Mervis se ha extendido en el tema de la relación entre categorías y léxico en los niños (Mervis, 1987). Los trabajos de Rosch han arrojado mucha luz sobre la construcción de categorías, en los adultos y en los niños. Su idea básica es que, dentro de una categoría, hay ejemplares prototipo, es decir, ejemplares que la representan particularmente bien. La silla casera es un prototipo frente a un sillón de cuero, una silla plegable de playa o una silla de ruedas. Los objetos más accesibles y cómodos de manejar, aquellos a los que primero tiene acceso el niño son el prototipo que dará pie a crear una categoría. De la misma manera que de pelota, el niño tiene un prototipo de coche (de juguete) o de muñeca, de silla, etc. En torno a él, agrupa objetos similares. El punto delicado es justamente éste de la "similaridad". ¿En qué se basa el niño para encontrar dos objetos similares y agruparlos en la misma categoría? Lo que es evidente es que los pequeños a menudo dan importancia a cualidades de los objetos que no son relevantes para el adulto, de donde resulta que las categorías que forman los niños son sui generis. C. Mervis describe detalladamente la de "patito", descubierta por su hijo al contemplar unos patos en el estanque de un parque cercano a casa. Luego incluyó en ella un pato de felpa y otras aves que vio dibujadas: un cisne, un avestruz e incluso una zancuda. Aquí aparece el fenómeno de la generalización de un nombre a ejemplares "parecidos" al prototipo, pero que, desde el punto de vista adulto, son de otra categoría. La generalización indebida de un nombre es un fenómeno muy frecuente en los niños y que ha llamado mucho la atención de los investigadores. Tiene su explicación, como vamos a ver seguidamente. Antes señalaremos con Mervis que, en curioso contraste, para su niño no eran "patos" un sonajero en forma de pato ni tampoco el pato Donald.
La experiencia demuestra que la extensión de la categoría (los ejemplares que incluye) no es la misma para los niños que para los adultos. Aquéllos denominan indistintamente "coche" a los coches habituales, a descapotables, camiones cisterna, todoterrenos y hasta tranvías; llaman "gato" a un tigre, un leopardo, unos cachorros de león, etc. Los niños se fijan primero en atributos más salientes (forma, movimiento) y sólo luego entran en detalles más finos. También es importante comparar tamaños, lo cual es difícil en grabados en donde un tigre y un gato doméstico aparecen de la misma talla. Con respecto a los objetos, los niños desconocen sus usos diferenciados y atienden a una propiedad global como el caso de los coches y camiones. La explicación de por qué los niños generalizan una denominación es, pues, de índole cognoscitiva; no es una curiosidad meramente lingüística.
Finalmente, Mervis estudia cómo refinan los niños sus categorías iniciales y van aproximando su conocimiento y sus denominaciones a las de los adultos. Sus puntos de argumentación son que, primero, los niños no comienzan dando nombre a cualquier representante de una categoría sino a sus prototipos. En otras palabras, que primordialmente lo que les induce a nombrar no es que todos los adultos dan nombres, sino que nombrar es una derivación de su percepción activa que organiza el mundo en base probablemente a prototipos. Entra en juego una motivación cognoscitiva y comunicativa. Segundo, que, sin embargo, las descripciones y explicaciones de las madres acerca de objetos junto con su denominación contribuyen a depurar las primeras categorías "espontáneas" de los niños y a crear otras nuevas. Mervis señala que lo eficaz es la acción instructiva positiva no las correcciones del adulto. Esta acción instructiva adulta es típicamente cultural. Gracias a ella, el conocimiento que arranca en un acto perceptivo se va convirtiendo en simbólico. En la fase de apertura, el leopardo puede ser para el niño un gato, enseguida un gato "grande", que "vive en el bosque", que "se come a otros animalitos", etc. Finalmente será un felino (según la taxonomía adulta). La labor de refinamiento de categorías es ciertamente conceptual, pero los conceptos se organizan también dentro de una visión del mundo que no sólo tiene en cuenta sus comportamientos (científicamente descritos), sino las creencias y mitos con que revestimos nuestras representaciones de la realidad.
Estas investigaciones nos dicen que "denominar" es crear conceptos y que éstos sirven para entender el mundo, agrupar sus seres en clases, lo cual pone de relieve la relación profunda que existe entre el conocimiento, el lenguaje y la cultura. Una de las propuestas de los investigadores de la categorización y de la formación de los conceptos en los niños es, como ha sugerido Mervis, que la denominación es primordialmente un acto cognoscitivo a la vez que potencialmente comunicativo. El niño no denomina porque escucha nombres, sino porque intuye qué es denominar (en los adultos) e intuye que denominando conocerá lo que los adultos conocen y cómo conocen. Hace ya muchos años que el psicólogo alemán Stern (1928) describía al niño "despertándose a una primera consciencia de lo que significa hablar y buscando 'hacerse con' el lenguaje. Es entonces cuando hace el mayor descubrimiento de su vida: que cada cosa tiene un nombre". Con la denominación el niño además intuye que se entenderá con los otros; en todo caso, al hacer la pregunta "¿cómo se llama...?" está realizando un acto de entendimiento social. Tocamos aquí las raíces cognoscitivas y comunicativas de la denominación que es, como venimos sosteniendo, el arco triunfal de entrada al lenguaje. Ya Vygotsky (1934) aludió a este tema. Para él, el lenguaje trae su origen de los gestos y vocalizaciones expresivas con que los niños se comunican desde muy pequeñitos. Pero, a partir de un momento dado, la inteligencia (que nace de la actividad y de su progresiva coordinación sensorial-motora) se injerta en el cauce de la comunicación y entonces emerge el lenguaje humano en todo su esplendor.

5.Aprendiendo a hablar. Los aspectos comunicativos del lenguaje

5.1.Introducción: el enunciado y el contexto

Al titular este apartado "Aprendiendo a hablar" queremos hacer patente la distinción entre el habla y el lenguaje, distinción que se remonta al padre de la lingüística, Ferdinand de Saussure. El lenguaje (la langue, en Saussure) es el sistema o estructura gramatical; el habla (la parole, en Saussure) es el enunciado que se profiere hic et nunc. El lenguaje es una sistematización ideal que no tiene existencia más que en la mente de las personas; el habla es el fenómeno real y eminentemente social. Ciertamente, uno habla de acuerdo con las reglas típicas de un lenguaje; por eso el niño aprende a hablar a la vez que aprende un lenguaje (que es, obviamente, el de su entorno familiar). Pero hablar es algo más que proferir frases gramaticalmente correctas. Por ello, para hablar bien, los niños han de aprender bastantes más cosas que la estructura sintáctica de su lengua.
Hablamos creando enunciados lingüísticos. Un enunciado lingüístico es una frase (completa o condensada) que se dirige a alguien en determinada circunstancia. El "alguien" o interlocutor no es un personaje abstracto sino una persona con un rol social: un pariente, un superior, un amigo, un desconocido; tiene sexo, edad y otras características que se toman en cuenta al dirigirse a él. Las circunstancias que acompañan al enunciado pueden ser de diversa índole. Una es el lugar: la casa de uno de los dos interlocutores, la calle, un despacho, una cafetería y demás. Otra es el motivo que impele a realizar el acto comunicativo: saludar, solicitar algo, reconvenir, etc. Y ligado con esto último está la forma que adopta aquél: una frase, un breve intercambio, una conversación, un monólogo, etc. No son estos los únicos aspectos a considerar en una comunicación entre dos o más personas pero basta como primera aproximación al tema. Todo ello queda muy bien plasmado por el aforismo que dice que "el diálogo se organiza en función del interlocutor". De manera más formal se expresa diciendo que el habla está siempre contextualizada. Hay una parte de la lingüística que estudia los requisitos de contextualización inherentes al hablar: es la pragmática.
La pragmática se refiere, por tanto, a la capacidad de comunicar con los otros y a los otros. La pragmática son los recursos lingüísticos mediante los cuales se regula la relación con el interlocutor y se modula el texto del mensaje. Todo acto comunicativo se sigue de una intención comunicativa; por tanto, la pragmática –que regula/modula las comunicaciones– ha de guardar relación con las intenciones que guían aquellas. Es por esto por lo que hay una definición más amplia de la pragmática que la considera como la ciencia que estudia las funciones sociales del lenguaje. Grace de Laguna, hace ya muchos años, detectó esta íntima relación entre las funciones del lenguaje y la intención comunicativa, como lo demuestra el pasaje siguiente que se ha hecho clásico en la literatura lingüística:

"¿Para qué sirve el lenguaje? ¿Qué función objetiva cumple en la existencia humana? La respuesta no es difícil de encontrar: el lenguaje es el gran medio por el cual se ha llevado a cabo la cooperación humana. [...] Los hombres no sólo hablan para expresar ideas y sentimientos, sino para suscitar respuestas en sus semejantes y para influenciar sus actitudes y sus acciones". (De Laguna, 1927)

De Laguna anticipaba con intuición profundamente humanista muchas de las ideas que hoy manejamos en torno, por ejemplo, a la intersubjectividad como comunidad de motivos necesaria para que el grupo social exista, haya creado una cultura y, a lomos de ella, haya progresado en su dominio del entorno. La propuesta de De Laguna sitúa el lenguaje humano en filiación directa con las capacidades de comunicar a la vez que sitúa la comunicación dentro de un dominio más genérico: el de la cooperación y sociabilidad.

5.2.Los enunciados de los niños como ''actos de habla''

Los niños tienen intenciones al comunicar. Como dicen muy oportunamente dos autores, "los niños no sólo tienen cosas que decir sino razones para decirlas" (Miller y Yoder, 1972). Son esas razones las que plasmarán en sus enunciados, incluso antes de que éstos adopten una forma lingüísticamente aceptable (reconocible). Por eso, el desarrollo de la pragmática en los niños arranca desde la fase preverbal; luego se engastará en la sintaxis, modulándola, y será uno de los ingredientes del habla en su globalidad estructural y expresiva. El principio de que los niños tienen razones para hablar o, con G. de Laguna, que hablan para conseguir algo de sus interlocutores, no requiere enormes esfuerzos de investigación. Nótese que "conseguir algo de alguien" es una acción. Los animales superiores (por ejemplo los primates), puesto que carecen del lenguaje, expresan sus deseos y los planes que involucran a los otros mediante la acción. Eso mismo hacen los niños pequeños con sus protoimperativos. Lo que queremos subrayar es que la comunicación en su forma más primitiva y básica es una forma de acción (sobre el otro); cuando más tarde sobreviene el lenguaje, éste también es una modalidad de acción.
Searle (1969), siguiendo a Austin, ha desarrollado este núcleo temático con su noción de actos de habla. Un acto de habla es hacer algo a través de un enunciado. En todo acto de habla hay dos facetas: el acto de elocución (proferir el enunciado) y la modalidad de la acción que se ejerce sobre el otro (llamar la atención, solicitar, impedir, persuadir, prometer, etc.). En el proceso de adquisición del lenguaje, el niño ha de tejer una conexión entre ambos aspectos: lo que dice y sus propósitos de acción. Esa conexión se traduce en una serie de reglas: paralingüísticas (tonos de voz, ritmos de elocución); morfosintácticas: el modo verbal (indicativo, imperativo, interrogativo, etc.); de estilo: directo, indirecto, irónico, alusivo, etc. Es obvio que la multiplicidad de reglas y la complejidad psicológica que conlleva su oportuno empleo hace que su adquisición se escalone a todo lo largo de la niñez.
Aunque los actos de habla propiamente dichos suponen enunciados lingüísticos, el niño en la etapa prelingüística profiere ya enunciados (vocalizaciones y gestos) que le son equivalentes. Halliday y Dore los han analizado. El primero los denominó "actos de significado" (acts of meaning). Según infiere Halliday, la lista de las acciones que probablemente pretende el niño que su interlocutor realice es amplia: su hijo expresó deseo de que le alcanzaran o trajeran algo, deseo de que el otro hiciera algo de determinada manera, trató de "informar" al otro de algo, expresó su contento por estar con el otro, etc. (Halliday, 1975, 1979). John Dore (1975) califica estos primeros enunciados infantiles como "primitivos actos de habla". No lo son plenamente para él, ya que el contenido es muy rudimentario y también su fuerza expresiva. Dore presta especial atención a la entonación que reviste esta última. Por ejemplo, al decir "guau-guau" elevando el tono al final, el niño puede estar pidiendo la confirmación del interlocutor, mientras dicho "recto tono" puede que sea un simple denominativo. Dore infiere varios tipos de actos de habla primitivos en los niños: denominación, pregunta, petición de acción, llamada, protesta, etc.
Volviendo a las ideas que abrían este apartado –qué razones pueden tener los niños para proferir sus primeros enunciados o qué funciones realizan éstos– las resumiremos, siguiendo a McLean y McLean (1978).
Los dos grandes tipos de funciones atribuibles al lenguaje incipiente del niño son: la función de pedir, reclamar, solicitar algo del otro y la función de establecer una referencia común. Es inmediato el paralelismo entre estas dos funciones, por un lado, y los protoimperativos y protodeclarativos de la fase de comunicación preverbal por otro.

5.3.La referencia

El lenguaje, además de dirigirse a conseguir que el otro haga algo, conlleva el propósito de entrar en relación y de compartir experiencias sin que ello desborde ni inmediata ni necesariamente en la acción. Aquí la comunicación humana destaca definitivamente sus precedentes animales: el lenguaje con sus dimensiones expresivas y empáticas crea el vínculo de relación, el "tú y yo" que, como hemos insistido en otros lugares (Perinat 1986, 1993), es lo que permite la acción conjunta dentro de la libertad de cooperar. Los niños se estrenan precisamente en esta dimensión a la vez que cultivan –algunos intensamente– la función de solicitar de los otros que satisfagan sus deseos a través de la acción material. En el tema de la referencia estaba el trasfondo de la adquisición de los primeros significados en fase preverbal; más tarde fue incluido en el apartado anterior privilegiando su vertiente cognoscitiva. Vamos ahora a extenderlo al dominio del lenguaje-como-comunicación.
La referencia es un acto psicológico intermental.
En situaciones de interlocución o conversación, ¿cómo "se las arregla" el niño para hacer presente aquello sobre lo cual va a predicar algo? Mientras se trata de entidades presentes, el niño/niña puede recurrir a procedimientos no verbales. Pero, a medida que va progresando en el lenguaje, tiene que hacerse capaz de formular, únicamente mediante procedimientos lingüísticos, el tema de su conversación y mantenerlo. El segundo paso supone un salto formidable; aquí se abre la posibilidad de referirse a algo no presente e incluso a aquello que no tiene existencia material.
Muchos de los primeros enunciados –los nombres entre otros– tienen una clara función referencial. Los psicolingüistas en sus minuciosos análisis creen ver indicios de ella en la entonación que el niño imprime en ciertos momentos a su enunciado de 1 palabra. He aquí como uno de ellos lo razona.

"Iba por una calle repleta de gente y bastante ruidosa llevando al niño en su sillita. En un momento vio pasar un coche "mini" y comenzó a chillar: "¡Mini!". Con el ruido y la muchedumbre opté por no hacer caso. El siguió chillando "¡Mini!" y apuntando con el dedo. En una pausa finalmente le contesté: "Sí, un Mini". A lo cual inmediatamente respondió "Coche". Lo interesante es que cada vez que había dicho "¡Mini!" aquello sonaba como algo urgente que requería atención mientras que al proferir "Coche" lo hizo con tono más bajo y a la manera de una afirmación (statement). Otro día, en casa, se acercó a mí sosteniendo un cochecito en las manos y diciendo: "Coche". Como no le contesté nada, insistió varias veces: "Coche". Hasta que yo dije: "Sí, coche". El repuso: "Roto", haciéndome caer en la cuenta de lo que pasaba. Lo que ambos ejemplos (y otros muchos) parecen demostrar es que el niño está usando el nombre del objeto y los recursos paralingüísticos para asegurarse de que el adulto atiende a lo que le interesa. Enseguida dice algo ("predica") sobre el objeto en cuestión" (Atkinson, 1979).

La última propuesta del autor sugiere que, en el dominio del "referirse a", hay dos fases: en los inicios del lenguaje, el primer paso para fijar "aquello de que vamos a hablar" es asegurarse de que el otro lo ve y suscitar el interés. Es asegurar la atención conjunta. Seguidamente se puede pasar a "hablar de aquello" (aunque sea con enunciados tan rudimentarios como en el ejemplo descrito). Más tarde, ambas fases quedarán fundidas, ya que el lenguaje posee recursos muy potentes para, desde el enunciado de apertura, fijar el tema a la vez que se motiva al interlocutor para tratar acerca de él.
Hasta el momento hemos planteado implícitamente la referencia a cosas materiales (objetos, personas) presentes o fácilmente evocables en cuanto que pertenecen al mundo cotidiano de los niños. O sea, hemos iniciado el camino de la referencia partiendo del "triángulo" primordial niño/adulto/objeto. Pero se observará que la situación de "hablar acerca de" comporta dos planos: por un lado está la actividad lingüística propiamente dicha y, por otro, todo lo que eventualmente puede ser integrado como tema de conversación. La primera es una actividad "entre" personas y de naturaleza peculiar: crea los interlocutores; el resto no es lenguaje: es lo extra-lingüístico. Los interlocutores (como personas) y aquello a que se refieren, aluden, comentan, etc., pertenecen a esta segunda gran categoría que se define únicamente por exclusión frente a lo que es lenguaje strictu sensu. Pero, desde el momento en que lo extra-lingüístico es asumido por el lenguaje ("se habla acerca de") y queda "aprisionado" allí dentro, el propio sistema del lenguaje ha de poseer recursos para referirse a esas personas, objetos y demás que ahora sólo existen dentro de él, por arte y gracia de su manera de operar.

He aquí un ejemplo ficticio. Un amigo me está narrando una peripecia en los términos siguientes: "Yo iba conduciendo tranquilamente por aquella carretera y su coche salió repentinamente de una curva...". Los términos subrayados hacen referencia evidentemente a determinada carretera y determinada persona de la que ya ha hablado anteriormente en la misma conversación. (Si en lugar de aquella y su, hubiese empleado los artículos indeterminados una, un la referencia sería otra).

Dentro del sistema lingüístico hay, pues, necesidad y modalidades de establecer la referencia entre los componentes del mismo. Uno de ellos, que los niños empiezan a dominar relativamente pronto, es "marcar" los personajes o los objetos que han sido introducidos en el discurso sin necesidad de nombrarlos cada vez: son los pronombres personales le, la, lo. Otro, es referirse a tal o cual objeto "a la vista", pero "marcando" la distancia relativa a uno mismo: son los demostrativos este, ese, aquel. Otro es la distinción entre una persona u objeto concreto frente a clases de personas u objetos: uso del artículo determinado el o del indeterminado un, etc. Esta clase de "marcaje" se conoce por la deixis y los términos que desempeñan este papel, deícticos. Bruner (1974/75) define la deixis con una metáfora: es lo que hace que la mirada del otro "siga" a las personas, los lugares que llenan la narración. Añadiremos dos comentarios sobre la deixis. Primero, los términos deícticos pueden ser artículos, pronombres, adjetivos, etc. indistintamente, porque la deixis cumple una función señalizadora que la puede realizar una cualquiera de las partes de la oración. Segundo, esta función señalizadora es interna al propio discurso: los deícticos son signos (palabras) que remiten a otros signos (otras palabras antes enunciadas).

5.4.Los requisitos psicológicos del diálogo y la conversación

Los niños muy precozmente se lanzan a dialogar y conversar. Muchas veces son sencillos intercambios, otras se emplean a fondo para persuadir; tampoco es raro que discutan y "negocien" situaciones con sus amiguitos. Hablar con alguien supone conocer cómo funciona mentalmente el otro, conocimiento que no es el de esta o aquella persona, sino el del patrón de funcionamiento general de las personas (lo que G.H. Mead llamó "el otro generalizado"). Al mismo tiempo, es necesario adecuar el tratamiento a cada interlocutor porque cada uno tiene un rol social o, lo que es lo mismo, está ubicado en la constelación de relaciones que es la vida social del grupo. En las conversaciones –en cada enunciado– se persigue un objetivo: informar, convencer, divertir... Si se logra, el discurso tiene éxito; si no, es un fracaso. La pragmática tiene muy en cuenta este efecto inherente a cualquier acto de habla y, en este sentido, incorpora una dimensión evaluadora de cada uno de ellos.
Todo lo que antecede equivale a afirmar que el arte de dialogar tiene unos requisitos psicológicos (de conocimiento del otro) muy sofisticados. La precocidad y la maestría con que los niños los manejan es pasmosa.

Dos niñas, Michèle (3,8) y Lisa (3,9), se disponen a jugar en la casita que hay en un rincón de la guardería. Fred (4,2), un niño, se une a ellas diciendo: "Yo haré de papá, ¿vale?". Michèle consiente: "Tu haces de papá". Y volviéndose a Lis: "Nosotras haremos de mamás".

El ejemplo es tan encantador como (aparentemente) trivial. No obstante, Shields (1978) –que es quien lo cita– subraya que el trasfondo psicológico que estos propósitos desvelan es de una sutileza que incita a la reflexión. En efecto, Fred presupone que las niñas saben lo que es "ser papá", saben que esto es "cosa de hombres", saben que él –como chico– pertenece a la categoría "hombres" (que se contrapone a la de las mujeres, que son las "mamás"). De Michèle podemos paralelamente decir otro tanto. Hay, pues, un dominio de referencia que todos los interlocutores saben que comparten. Este dominio es mucho más extenso de lo que aquí se entrevé: los niños saben que todos tienen papás y mamás, que todos viven en casa con papá y mamá, que tienen hermanos, abuelos, tíos, etc., que los niños juegan, comen, duermen... La insistencia aquí no es tanto en lo que los niños conocen, sino en que conocen que los otros también conocen, lo cual les permite sentar el dominio de referencia sin explicaciones previas. Y si presumen o comprueban que sus compañeros de juego conocen mal las premisas, les dan las explicaciones necesarias. En definitiva, los niños saben que para jugar deben compartir/establecer un dominio de significados. Pasando ahora al intercambio lingüístico entre estos pequeños actores, Fred que irrumpe en un proyecto de juego, sabe que van a jugar pero es él quien explicita una propuesta concreta asumiendo un rol. Lo hace en un sutil contrapunto de rotundidez ("Yo haré de papá) y de pleitesía ("¿Vale?"). Michèle consiente, pero ¿qué papel queda entonces para Lis? Quizá por no desairarla pasa por alto todo un orden biológico y social declarándola "mamá" a la vez que ella misma... Y es que (supone el observador benévolo) la amistad y el afecto ("No disgustar a mi amiga") conllevan "obligaciones" cuyo cumplimiento torna acomodaticias las ordenanzas del mundo adulto.
No hemos seguido exactamente el comentario que hace Shields, mucho más elaborado que éste, pero es un botón de muestra de esa maestría psicológica que los niños esgrimen en sus relaciones de juego u otras. Mabel Rice (1984) comenta que en toda interacción de este tipo los participantes han de controlar tres factores: el código lingüístico, la intención del que habla y el contexto social. Los niños que hemos presentado, pese a su corta edad (y sin que nadie se lo haya enseñado) han demostrado un soberbio dominio de los tres. Pero a esta autora le interesa muy particularmente resaltar el conocimiento implícito que todo conversador infantil atesora acerca de cómo funciona la mente de las personas. Es el dominio que hoy ha recibido el curioso nombre de la "teoría de la mente" que se tratará ampliamente en el apartado 3 del módulo "Desarrollo socioafectivo en niños de 2 a 12 años". Este concepto viene a expresar algo así como que todos poseemos un conocimiento intuitivo de ciertos estados mentales de los otros en cuanto que son inferibles por sus expresiones o por su disposición a la acción (motivaciones).
Al comienzo de este apartado se comentó que la pragmática trata de asegurar el éxito de los actos de habla. Si un niño afirma, ruega, promete, etc., y lo consigue, tiene éxito en su acción lingüística. No es cuestión tan solo de lenguaje, sino de lenguaje que se basa en un conocimiento de las personas. Shields (1978) enumera, en el escrito antes citado, una amplia lista de aspectos psicológicos que entran en ese conocimiento intuitivo que tienen los niños de las personas. Entre otros, los niños saben que las personas tienen su "manera de ser" (identidad), que tienen intereses, intenciones, recuerdos, estados de humor, cosas que les gustan o les disgustan, que hay que "negociar" con ellas y, como se ha dicho antes, que toda interacción depende del contexto (situación de tiempo, lugar y otras circunstancias). Este conocimiento, se califica de intuitivo porque los niños no saben que lo tienen aunque sí saben usar de él; podemos llamarlo intuitivo también porque no se basa en un aprendizaje explícito ni tenemos mucha idea de qué procesos cognitivos lo ponen a punto. Lo que sí presumimos es que el niño conquista el conocimiento de las personas en el trato con ellas, brota de su comunicación intersubjetiva con ellas; los pocos datos que tenga sobre alguien, los utiliza como puede y ello provoca un efecto multiplicador: cuanto más comunica (y con más gente), mejor lo hace.

Es llamativo que un niño o niña, a los 3 y medio o 4 años, ya sabe cómo "dirigirse a" las diversas personas con quien entabla conversación. Por ejemplo, se dirige a un bebé de manera distinta a como se dirigirá a un adulto. Luego vendrán los términos de cortesía según el grado de familiaridad (tú/vd.), el de respeto (fulano o título de parentesco versus "señor", "señora"). La influencia de los padres es aquí considerable. Los padres son modelos, pues la manera como tratan a sus interlocutores en encuentros casuales (acompañados del niño o niña) está claramente diferenciada. También los padres a veces introducen al niño o niña en la conversación indicándole que "salude a..." y aprovechando para confirmar o enmendar la manera como el pequeño se ha desenvuelto.

Actividades

1. Una idea que avanza K. Kaye es que los padres presentan a los hijos una ordenación o estructuración del mundo, no sólo de aquello que es social, sino también de aquello material. Kaye sugiere que para eso los padres crean marcos. Comentad esta idea y comentad algunos de estos marcos.
2. Explicad qué es el vínculo o inclinación. ¿Qué funciones tiene? ¿Qué antecedentes filogenéticos? El modelo que propone Bowlby es típicamente sistémico: mostradlo. ¿Qué es lo que Bretherton llama "modelo interno de actuación"?
3. Con cierta frecuencia, la prensa diaria se hace eco de episodios de maltrato infantil. Recortad algunas de estas noticias y esbozad un análisis breve de cada episodio: circunstancias, posibles causas, intervención (quién, cómo, etc.).
4. ¿Qué entendemos por prerrequisitos de la comunicación del niño? ¿Es necesario que haya mensaje (contenido proposicional) para que haya comunicación entre madre e hijo?
5. La intersubjetividad. ¿Cuáles son las manifestaciones conductuales de los niños que dan pie a inferir que, desde muy pronto, nace la intersubjetividad? ¿En qué consiste ésta? La intersubjetividad tiene una función básica en la comunicación humana: comentadla. Vygotsky no menciona la intersubjetividad pero sí que habla en su teoría de intermentalidad. Relacionad esta última con la primera.
6. La intersubjetividad secundaria aparece hacia los diez-doce meses. ¿En qué consiste? ¿Qué progresos supone respecto a la primaria? La intersubjetividad secundaria establece más o menos los fundamentos para la emergencia de los primeros significados en la mente del niño. Resumid este proceso.
7. Para caracterizar la acción socializadora de los padres con los niños y niñas, Bruner recurre a la analogía del andamiaje. ¿Qué quiere significar con esto? Poned ejemplos de conductas de andamiaje. Una interpretación errónea de esta analogía lleva a suponer que los padres con su "andamiaje" son los constructores (de la mente infantil), pero no es así. Comentadlo.
8. Existe una transición de las reacciones circulares de los niños a los gestos instrumentales. Los padres modelan la actividad (caótica) de los pequeños con los objetos y este paso lo denominamos adquisición de significados. Comentad por qué se habla aquí de significados y por qué, además, se les denomina significados culturales.
9. El orden social es un orden simbólico. Comentad esta afirmación (apartado "La emergencia del significado en la mente infantil. Los orígenes del conocimiento social").
10. El enfoque más antiguo sobre la adquisición del lenguaje por parte de los niños es el inspirado en Chomsky. ¿Cuál era su centro de interés? Seguidamente (comienzo de los setenta) aparece el enfoque semántico que –se dice– fue una revolución. ¿Qué aporta el enfoque semántico y por qué fue revolucionario?
11. Chomsky defendió aquello que se había denominado innatismo lingüístico. Especificad claramente cuál era la postura de Chomsky. ¿Qué opina la psicología actualmente de las propuestas de Chomsky?
12. ¿Son nombres los primeros fonemas que los niños aplican a las personas o cosas? ¿Son nombres las palabras con las que etiquetan personas o cosas? ¿Cuándo surge verdaderamente el nombre en la mente (¡no sólo en el lenguaje!) de los niños?
13. Si seguimos a Carolyn Mervis, denominar es un acto cognoscitivo a la vez que potencialmente comunicativo. Comentad esta afirmación.
14. Aprender a hablar (el lenguaje) no es solamente cuestión de dominar las reglas gramaticales y un vocabulario; es necesario, asimismo, que el niño, cuando conversa con otro, satisfaga determinados requisitos psicológicos. Desarrollad esto último.
15. El lenguaje es una forma de acción. Comentad esta proposición y poned algún ejemplo. La noción de actos de habla se refiere también a lo mismo. ¿Qué son los actos de habla?

Bibliografía

Bibliografía y referencias bibliográficas
Lecturas recomendadas
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